

Los hombres que supervisan la economía de China son unos
orgullosos. Inteligentes y competentes, productos de las instituciones más
prestigiosas de su país y, en algunos casos, también de escuelas occidentales
de élite; ellos han supervisado un milagro económico por más de tres décadas,
sacando al país más populoso del mundo de la penuria para convertirlo en la
segunda mayor economía. Aun cuando una crisis financiera paralizó a la mayoría
del mundo desarrollado en 2008 y 2009, China la capoteó, apenas con algunos
rasguños.
Pero ahora, aunque no les guste admitirlo, los diseñadores
chinos de políticas deberían mirar a través del mar de la China Oriental para
ver el lío económico de Japón y preguntarse si lo que ven son las etapas
finales de una enfermedad que ellos mismos han contraído, y aun así han hecho
muy poco para tratarla.
Hubo una época, a finales del siglo XX, cuando los
expertos, académicos y políticos occidentales se convencieron a sí mismos de
que el siglo XXI sería el de Asia. (“El Siglo del Pacífico”, lo llamó esta
revista en un artículo de portada en 1988.) Las economías milagrosas de Asia
Oriental –Japón, Corea del Sur, Taiwán– encabezaban la marcha, y China se
preparaba para seguirlas. Y aun cuando Japón cayó a principios de la década de
1995 y no ha sido capaz de levantarse, China parecía cumplir las profecías,
corriendo al frente con año tras año de crecimiento rápido. Lo cual hace al
actual aprieto económico de ambos países mucho más sorprendente: Japón y China
ahora son los enfermos de Asia Oriental.
Ello no quiere decir que sus apuros sean idénticos, pero
las similitudes son mayores que las diferencias: ambos milagros de crecimiento
fueron motivados por la inversión local, la cual alimentó el crecimiento guiado
por las exportaciones; ambos países moderaron el consumo local y elevaron los
índices de ahorro para alimentar ese crecimiento guiado por la inversión. Ambos
países apilaron deuda para lograrlo. Aún más, ya por décadas, Japón ha sido una
sociedad envejecida con una fuerza laboral reducida, restándole a su
crecimiento del producto interno bruto. China, en las siguientes dos décadas,
será más o menos igual.

Los efectos de la enfermedad que Japón no ha podido
sacudirse por casi 30 años de nuevo se exhiben a plenitud. El 29 de enero, el
Banco de Japón anunció que implementaría una política de tasas de interés
negativas con el fin de impedir otro arranque de deflación. Por años, Japón
tuvo una política de cero tasas de interés (ZIRP, por sus siglas en inglés) e
inyecciones enormes de yenes tanto en el mercado de bonos como en el bursátil
para tratar de estimular el crecimiento y, así, por lo menos un poco de
inflación.
Desde finales de 2012, la tan publicitada “Abeconomía” del
Primer Ministro Shinzo Abe prometía reformas estructurales que, se suponía,
también ayudarían a impulsar el crecimiento. No lo han hecho. El hecho de que
la ZIRP ahora se haya convertido en NIRP (tasas de interés negativas, lo cual
significa que los bancos deben pagar con el fin de conservar su exceso de
efectivo, con la esperanza de que más bien presten el dinero a las compañías)
fue una admisión de que todo lo que el gobierno ha hecho en los últimos tres
años no ha funcionado.
El apuro serio de Japón es difícil de exagerar. Si la
actual política de expansión cuantitativa del Banco de Japón continúa en los
años siguientes –y el gobernador del banco central Haruhiko Kuroda parece
comprometido a ello– entonces los activos (bonos y acciones del gobierno) en el
balance del banco central para 2018 serán mayores que la economía de Japón.
El Banco de Japón compra prácticamente toda la deuda que
emite el gobierno y posee alrededor de 60 por ciento de los fondos de
intercambios-comercios en el mercado bursátil. El déficit fiscal de Japón es
casi del 8 por ciento del PIB, y la deuda bruta del gobierno será del 260 por
ciento del PIB para finales del año fiscal 2016.
Pero el ingreso familiar real en Japón es más de 6 por
ciento menor de lo que era en 2013, poco después de que Abe ascendió al poder;
37 por ciento de la fuerza laboral está bajo contractos de medio tiempo, y el
mercado laboral se contrae 1 por ciento cada año. No asombra que el gasto
familiar sea anémico y la inversión comercial débil, a pesar del hecho de que
las compañías cuentan con cantidades récord de efectivo.
El paso a la NIRP disparó un mini pánico en los mercados
de Japón; parecía que todos cayeron en cuenta de que nada de lo que había hecho
el gobierno había sido efectivo, entonces ¿por qué la NIRP sería diferente?
Desde el 8 de febrero hasta el 12 de febrero, el índice bursátil Nikkei cayó 11
por ciento, y los réditos en el bono del gobierno japonés a 10 años, el
estándar de comparación, se volvió negativo el 9 de febrero.
El único mercado atípico fue el yen japonés, que aumentó
marcadamente en relación con el dólar, a pesar de la adopción de la NIRP (las
divisas usualmente se comercian más bajas si las tasas de interés de sus países
son bajas o negativas). Dice algo sobre la salud, o su falta de la misma, de la
economía global que el yen todavía sea visto como una divisa “segura”. Esto se
debe a que Japón, a pesar de su actual calamidad económica, todavía es una
nación acreedora, y porque ahora es muy improbable que la Reserva Federal de
EE. UU. aumente más sus tasas de interés después de un intenso torbellino
deflacionario mundial.
“En Japón y, francamente, en cualquier otra [economía
desarrollada importante], los diseñadores de políticas no parecen saber qué
hacer ahora, excepto más de lo que han estado haciendo, aun cuando no esté
funcionando”, dijo un alto asesor de un gran fondo de cobertura estadounidense
cuyo trabajo es evaluar las políticas gubernamentales en las economías más
grandes del mundo.
La semana en que la carnicería se intensificó en Japón –y
rápidamente se desparramó a la mayoría del resto de los mercados mundiales–,
China estaba de vacaciones por el descanso de su Año Nuevo lunar. Pero un
correo electrónico que recibí de un asesor del Banco Popular de China captó la
realidad bastante bien: “Esto definitivamente arruina mi vacación”, escribió
él. La idea de que China inevitablemente siga a Japón al territorio de una
“década perdida” distrae a la elite china. Los dos países son, a pesar de sus
grandes y crecientes lazos comerciales, feroces rivales económicos y
geopolíticos.
Y Beijing no está cerca de la angustia que plaga a Tokio,
por lo menos todavía no. El país todavía crece en alrededor de 6 a 7 por ciento
por año. Pero ese índice de crecimiento está desacelerándose con más rapidez de
la que el gobierno quería o esperaba. Y así como el modelo de crecimiento de
Japón –mucho gasto de capital y exportaciones– con el tiempo chocó contra las
rocas, también lo ha hecho el de China, como lo reconoce Beijing. El problema
para Beijing, como lo ha sido para Japón desde principios de la década de 1990
en adelante, es el aumento en el endeudamiento y la ralentización del crecimiento.
Actualmente, se requiere de alrededor de 2.5 renminbi de crédito nuevo para
generar un renminbi de resultado adicional en China, según Anne Stevenson-Yang
y Carlo Reiter de J Capital Research, una compañía limitada de investigación en
inversiones enfocada en China.
Ello significa que en un momento en el que la mayoría de
los economistas creen que el aumento en la deuda necesita ralentizarse
marcadamente en China, 1.7 billones de dólares adicionales en préstamos nuevos
son necesarios para que el gobierno alcance su objetivo de crecimiento del 6.5
por ciento este año. Para complicarle las cosas a Beijing, está el hecho de que
se emite una cantidad creciente de deuda nueva simplemente para cubrir la deuda
existente; una señal clara, en las mentes de muchos analistas, de que acecha
una crisis por la deuda.
Para rematar, la fuga de capitales en China se está
acelerando. En enero, las reservas oficiales de divisas extranjeras en China
cayeron casi 100 000 millones de dólares a 3.2 billones, el nivel más bajo
desde 2012. Todos los meses, dice Stevenson-Yang, casi la mitad de lo que el
gobierno llama “financiamiento social total” (la cantidad general de emisiones
de créditos en la economía) “huye por la frontera”. Ello a su vez significa que
la cantidad de deuda nueva necesaria para alcanzar el objetivo de 6.5 por
ciento del gobierno posiblemente sea mucho mayor a 54 trillones de renminbi. El
resultado inevitable de la carga todavía en aumento de la deuda en China, dice
Michael Pettis, profesor de finanzas en la Facultad Guanghua de Administración
en la Universidad de Pekín en Beijing, será un “crecimiento mucho más lento en
adelante” de lo que la mayoría de la gente anticipa ahora.
China todavía no está tan enferma como Japón. Sus
consumidores están en mejores circunstancias: el ingreso personal todavía
crece, propiciando un crecimiento en las ventas al menudeo de más de 10 por
ciento el año pasado. Y la transición de China de una economía guiada por la
inversión y la manufactura ya se está dando: en 2015, por primera vez, los
servicios y el consumo sumaron más de la mitad del PIB de China, en 50.5 por
ciento, arriba del 41.4 por ciento hace una década. No obstante, el problema
para Beijing es que el índice de crecimiento en el consumo y los servicios tal
vez todavía sea menor del que necesita ser. Por ello es que el gobierno el mes
pasado prometió una nueva ronda de lo que llamó reformas “de la oferta”. (Nadie
tenía idea de cuáles serían.)
Los reveses marcados en la suerte, como escribió
Stevenson-Young recientemente, “han sido una parte duradera de la cultura,
literatura y teoría política chinas desde los primeros escritos”. Lo que
Beijing, y toda la economía mundial, deben esperar es que el revés en la suerte
que ahora está en marcha no sea ni remotamente tan severo como el de Japón. Si
lo es, los dos enfermos de Asia podrían arrastrar al resto de nosotros junto
con ellos.
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Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek