
En el panorama mundial, México oscila entre la oportunidad histórica del nearshoring y la amenaza de nuevos aranceles de Trump. El reto: convertir la coyuntura en estrategia y no en incertidumbre.
“Y… CUÁNTO ES LO MENOS?” es una frase que, por lo menos, los mexicanos tenemos muy arraigada en nuestro instinto comercial. Ir al tianguis sin esta oración es casi fallarle al arte de la negociación. Su objetivo es simple: llegar a un acuerdo donde lo que compremos no salga tan caro o donde lo que vendamos no lo demos tan barato.
Cuando amplificamos esta experiencia al mercado global, el principio se mantiene igual aunque las herramientas de negociación cambian de nombre. En este escenario, los aranceles, la globalización y el nearshoring son cartas de una misma baraja que tenemos que entender para jugar en un tablero que ha cambiado por completo.
Vivimos en un presente donde el salto de una administración estadounidense a otra ha sacudido nuestra forma de relacionarnos como nunca antes. La manera en la que los países comercializaban entre sí ahora se ha tenido que adaptar minuto a minuto y de arancel en arancel. Por ahora, no sabemos si estos cambios son momentáneos o si en efecto, es la transición a un nuevo orden; lo que sí sabemos, es que la posición de México se tambalea en dos sencillos ejes: uno optimista, donde al final del túnel está la luz del nearshoring, y otro donde el sendero se vuelve un abismo de incertidumbre y de tarifas altas. El destino económico del país dependerá mucho de la estrategia con la que manejamos las turbulencias económicas del clima global.
Aranceles, desglobalización, nearshoring y muchos otros conceptos están siendo los protagonistas de estas importantes conversaciones. Escucharlos con frecuencia puede generar hasta cierto punto algo de miedo, pero para comprender en dónde estamos parados es importante no temerles. Para descifrar sus secretos encontramos las definiciones que más abarcan nuestra realidad actual.
Se dice que uno de los incentivos más grandes del ser humano es el dinero y parece ser que los aranceles nacieron a partir de esa premisa. Por más nacionalista que uno sea, cuando no te alcanza para comprar un producto, es inevitable escoger el que te ofrece un mejor precio, sin que te importe si viene desde el otro lado del mundo o de la fábrica vecina. Es en ese momento cuando los aranceles entran a la ecuación, diseñados supuestamente para equilibrar la oferta y demanda. Arlene Ramírez Uresti, internacionalista y especialista en comercio internacional, nos los describe de la siguiente manera:
“En los inicios del comercio internacional se crearon los aranceles como un impuesto especial con un objetivo proteccionista. Los aranceles son un impuesto al comercio exterior que, con el tiempo, se han ido diluyendo o incluso desapareciendo en función de la integración económica, la firma de tratados internacionales y la globalización”.
Bajo esta línea, los aranceles son este impuesto que busca incentivar al consumidor a comprar aquel producto que no tiene. Algo así como un castigo para los bienes que por no ser lo suficientemente nacionalistas, el gobierno local les cobra más. Con ello se recupera el principio primordial de su origen: limitar la presencia de productos extranjeros para privilegiar la producción nacional. Suponiendo que funcione esta estrategia, el producto hecho en el país no tendría un impuesto arancelario, su costo sería menor y, por lo tanto, su precio terminaría siendo más atractivo para los consumidores. Esto en teoría… claro.
Entonces, los aranceles llegan para equilibrar la balanza global y evitar que la diferencia de precios sea tan agresiva como para provocar la desaparición de la industria local. “En estricta teoría, un arancel tendría que regresar al punto de equilibrio entre la oferta, la demanda y el precio”, comenta Ramírez Uresti. Pero más allá de la teoría, lo cierto es que en la actualidad también son un instrumento de negociación que frena o impulsa economías.
Pero hablar de aranceles en pleno siglo XXI puede sonar casi como un anacronismo. Sin embargo, como explica Paolo Riguizzi, especialista en historia económica de México y América Latina, los aranceles han tenido un papel mucho más persistente de lo que parece.
En el pódcast Pasado Presente: Historia en podcast, señala: “Los aranceles parecían una reliquia del pasado porque el gran flujo de integración entre mercados, la reducción de barreras y la expansión del comercio se asumían como un destino inevitable. Luego, los cambios políticos en Estados Unidos nos despertaron de ese torpor y nos obligaron a confrontarnos con problemas como los aranceles, que habían quedado al margen de toda la discusión”.
Revivir tan drásticamente un impuesto que había empezado su proceso de entierro solo se le podría ocurrir al líder más extravagante de la época: Donald Trump. En pleno 2025, todo ferviente amante del libre mercado se hace la misma pregunta: ¿no se supone que estamos viviendo la era de la globalización? Aquella en la que las barreras entre naciones se buscan disipar lo suficiente para que podamos tener un mundial en tres países, creadores de contenido que viajan cada dos días y, más relevante, productos diseñados en Europa, manufacturados en Taiwán pero comercializados en Latinoamérica. La realidad es que es más complejo que eso, la globalización no es tan nueva, no solo es comercio y tampoco tan beneficiosa o perjudicial para todos.
La verdad sobre la globalización nunca ha sido absoluta ni sencilla, pero, para mandatarios como Donald Trump, el actual presidente del país más poderoso del mundo, sí lo es: para él, la globalización es una farsa que ha dejado “perdedores”, entre ellos Estados Unidos, y “ganadores”, entre ellos… prácticamente todos los demás. Hoy nos toca enfrentar las consecuencias de su súbito intento de desglobalización y preguntarnos si los aranceles que lo acompañan serán una maldición o, paradójicamente, una oportunidad.
Aunque en las últimas décadas el término se ha vuelto muy popular, la globalización no es un proceso exclusivo de nuestro siglo. Su origen es tema de debate: mientras algunos investigadores lo sitúan en el siglo XVIII, otros defienden que desde la antigüedad ya se practicaba. Lo cierto es que desde los ochentas el fenómeno ha tenido un impulso sin precedentes: proliferaron los tratados comerciales, se multiplicaron las facilidades para el turismo, surgió una plataforma financiera universal y la tecnología avanzó al punto de permitirnos saber, en tiempo real, lo que ocurría al otro lado del mundo. Irónicamente, también es la época en la que han aumentado las fronteras, la polarización política, la desinformación y la desigualdad económica. Por tales contradicciones, ubicar el inicio o el fin de la globalización resulta tan complejo como determinar si sus efectos han sido beneficiosos o perjudiciales.
Como comienza Carlos Marichal, doctor en historia por Harvard, en su libro Historia mínima de la globalización moderna y contemporánea: “No resulta fácil llegar a un consenso sobre la valoración de los impactos de la internacionalización, sean positivos o negativos”.
Así como con los aranceles, la obligada pregunta que nunca hay que dar por hecho es entonces: ¿qué es en sí la globalización? En pocas palabras, es un orden que expande las sillas de sus participantes. Mientras en sus inicios pocos Estados dialogaban sobre la organización del resto del mundo, en un orden global se supone que las naciones, organizaciones e incluso empresas se unen al juego económico y político. Por eso hoy hablamos de marcas posiblemente más influyentes que un país, como Apple, cuya capitalización bursátil en 2023 superó los 3 billones de dólares, más que el PIB de países como Francia o Reino Unido. Y de individuos con más injerencia gubernamental que jefes de Estado, como Elon Musk, cuya capacidad de incidir en las decisiones geopolíticas ejemplifica esa concentración de poder más allá de figuras internacionales.
Pero para que esta interdependencia pueda sostenerse de manera ordenada, es necesario que sus actores compartan metas comunes. Entre los incentivos que ayudaron a estructurar este orden están el derrumbe de barreras financieras, la existencia de foros internacionales o el desarrollo de mecanismos de sanidad colectiva. Sin embargo, cada uno de estos pilares ha entrado en graves crisis recientemente: países con enormes déficits comerciales, guerras en casi todos los continentes y pandemias que han parado la vida presencial por años. Estas dolorosas decepciones aceleraron por un lado voces que comparten la necesidad de una mayor cooperación internacional y, por el otro, ideologías nacionalistas que buscan señalar dichas alianzas como el generador de todos los males.
“Fíjate en la narrativa que usa Trump para justificar la elección de aranceles: no solamente se apoya en un discurso económico, sino en un brazo ideológico-político de derecha, en donde todo lo que es extranjero invade, amenaza, daña y, por supuesto, se responsabiliza del déficit en la balanza comercial que mantiene endeudados a los Estados Unidos”.
El pasado septiembre se llevó a cabo la Asamblea General de la ONU, en donde los 193 Estados Miembros se reunieron para determinar su posición ideológica sobre el estado del mundo. Este escenario es el perfecto diagnóstico de los síntomas que hemos presenciado los últimos años. ¿Qué tan en serio va esto de la desglobalización?
El ambiente se dividió en dos posturas, una orientada hacia una mayor unidad, con una gobernanza de mayor peso y otra, en el extremo opuesto, capitalizando el descontento para alimentar nacionalismos exacerbados como la única solución “La cooperación internacional no es ingenuidad, es pragmatismo sensato” dijo António Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, mientras que Trump arremetió diciendo después que “Es tiempo de terminar el experimento fallido de fronteras abiertas. Tienen que terminarlo ahora … Sus países se están arruinando”.
Es aquí donde México encuentra un salvavidas que lo puede no solo rescatar del diluvio de aranceles y desglobalización, sino incluso levantarlo económicamente como nunca: el nearshoring. En pocas palabras, el concepto trata de trasladar los procesos productivos y logísticos de una empresa a países cercanos de su mercado final. Así es como cuando Estados Unidos declaró la “guerra comercial” a China, México apareció en la conversación como un posible aliado logístico.
Arlene Ramírez nos explica que ponerle aranceles a China no es solo un castigo, es parte del ambicioso plan de devolver a Estados Unidos su proceso de industrialización. Por algo el país sigue evadiendo de manera exitosa algunos de los castigos arancelarios de Trump: “y sabe que necesita la posición estratégica y la logística que tiene México”.
Claudia Sheinbaum materializó la ventaja con el Plan México, cuyo propósito es aprovechar de la mejor manera la situación y posicionar al país como un aliado clave en las cadenas globales de suministro. Pero para que México consolide ese papel, es esencial fortalecer no solo la inversión extranjera, sino también la infraestructura, la seguridad y la certeza jurídica. De qué sirve tener una oportunidad así si invertir en el país no es seguro o confiable, los adjetivos que más espantan a los inversionistas.
Por ejemplo, el Estado de México cuenta con 225 desarrollos industriales gracias a su ubicación estratégica, pero la falta de infraestructura adecuada, sumada a problemas de inseguridad, limita su capacidad de competir con otros países en la atracción de capital extranjero. Esta contradicción alimenta a los más escépticos del nearshoring.
El Plan México y el nearshoring no son conceptos de política económica aislados: son el “¿y cuánto es lo menos?” que el país puede aplicar en el nuevo mercado global. Más allá de los aranceles, la verdadera apuesta está en cómo México convierte estas oportunidades en crecimiento real y, al mismo tiempo, honra ese instinto de negociación que llevamos en el ADN mexicano. N