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Entre espejos y refugios

Publicado el 2 de septiembre, 2025
Entre espejos y refugios

Abrir un libro siempre me ha parecido un gesto vulnerable. Es como aceptar que al pasar la página algo puede descolocarte, emocionarte o herirte, sin aviso previo. Y, sin embargo, ahí estamos: buscando esa primera línea como quien entra en una habitación nueva, con la intuición de que algo va a cambiar.

 

De un tiempo a la fecha, comencé a subrayarlos, lo hago con lápiz. No para dejar una marca definitiva, sino para señalar un instante que me conmovió, como si quisiera guardar un destello para volver a él más tarde. A veces son frases que me acarician; otras, que me golpean. Y aunque me gustan los dispositivos de lectura y los audiolibros,  nada se compara con el libro físico: el peso, la textura, ese olor que no se deja digitalizar. Cada arruga en las páginas es un recordatorio de que algo pasó ahí, que no fui la misma antes y después de leerlo.

 

Lo curioso es que cada libro, al inicio, parece ofrecer refugio. Pero no siempre cumple esa promesa: algunos confrontan, te devuelven un reflejo incómodo, te obligan a verte desde ángulos que preferirías evitar. Otros, en cambio, te cubren con un silencio cálido, como si supieran que llegaste cansada. En todos, de alguna manera, hay un diálogo secreto.

 

Recuerdo cuando llevé La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero, a un club de lectura. Había marcado esta frase: “De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía.” Al leerla en voz alta, sentí que no era sólo yo quien se reconocía en esas palabras: no fui la única atravesada por ese rayo de sinceridad.

 

También me ocurrió con un libro menos conocido: “El país de la canela” de William Ospina. Creía que sería solo una crónica histórica, pero se convirtió en una experiencia sensorial: cada párrafo era selva, humedad, mosquitos, ambición desbordada. No era refugio, era una herida abierta, y aun así no pude dejarlo. Porque hay lecturas que te sacuden como si te dijeran: aquí también está tu historia, aunque no la reconozcas.

 

Pienso mucho en lo que dice Irene Vallejo en El infinito en un junco: “los libros nos enseñan que nunca estamos completamente solos”. Y me pregunto si no será porque, al abrirlos, dejamos que alguien más —incluso siglos atrás— nos hable al oído. Tal vez eso sea lo verdaderamente íntimo: permitir que una voz desconocida te acompañe hasta lo más secreto de ti.

 

Lo cierto es que hay lecturas que guardo como secretos, y otras que cedo, que regalo en sobremesas, en discusiones largas, en confidencias que sólo se entienden si has leído la misma línea. Esos momentos son los que convierten un libro en algo más que páginas: lo transforman en un puente.

 

A veces pienso que los libros parecen estar a salvo en las estanterías, pero no hay que olvidar que hace no tanto ardían en hogueras. Y quizás por eso, cada vez que subrayo siento que escribo contra el olvido: un pequeño acto de resistencia frente al tiempo, una señal mínima que dice: aquí viví algo que no quiero que desaparezca.

 

Los libros no sólo cuentan historias: nos inventan la memoria. Y cuando se comparten, nos reescriben. Tal vez por eso compartirlo puede ser más íntimo que un beso. Porque revela quién éramos en ese instante. Porque traspasa los márgenes, se clava en la piel y nos cambia para siempre.

 

Un libro compartido no es solo literatura.

Es un pacto.

Una confesión que atraviesa páginas y cuerpos.

Un rayo que no ilumina: incendia.

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