Frente a las aguas azules del Pacífico de Colombia, empresarios ambicionaron un gigantesco puerto, pero chocaron con afros e indígenas de la región de Chocó que lograron frenar la obra y conservar un pedazo de paraíso.
El golfo de Tribugá, que posee unas 600 hectáreas de playas, selvas vírgenes y manglares que las conectan, fue de 2006 a 2023 escenario de una pugna entre las comunidades locales y grandes empresarios. Esto antes de que la Unesco lo declarara reserva de la biósfera en junio. Los 18,000 pobladores de esta región sin carreteras ni acueductos quieren otro tipo de desarrollo, más equitativo y sustentable.
“No vamos a permitir que nadie vaya a destruir porque es un patrimonio natural”, dice Marcelina Moreno, una mujer afro de 51 años. Con botas y guantes de hule se interna entre las ramas del manglar en busca de pianguas, un molusco considerado una delicia en Ecuador y México, donde se conoce como concha negra y pata de mula, respectivamente.
El golfo de Tribugá, donde abundan el atún y los camarones, “va a ser para los niños, para que en un futuro ellos tengan de qué vivir”, asegura. Aparte de exuberantes paisajes con más de 1,500 plantas endémicas, la zona alberga ballenas jorobadas que entre junio y noviembre dan a luz en estas aguas cálidas.
Los afros e indígenas “hablan de ecoturismo y de pesca artesanal, de venta de bonos de carbono y diferentes estrategias que no afectan el bioma”, explica a la AFP Arnold Rincón, director de Codechocó, la autoridad ambiental local que luchó contra el proyecto.
“LA OBRA PROMETÍA TRAER TRABAJO, PERO NOS IBA A DESTRUIR LOS MANGLARES”
El puerto debía conectar el Pacífico con las regiones industriales del centro-oeste de Colombia. Data al menos de 2006, cuando una treintena de gobiernos locales y empresarios se asociaron para diseñar la obra.
Los planes en el Pacífico que frenaron los indígenas, que implicaban construir unos 80 kilómetros de carretera a través de la selva para conectar el poblado costero de Nuquí con el resto del país, avanzaron a paso tortuga hasta que en 2018 el entonces candidato presidencial, Iván Duque, dijo que el proyecto sería prioritario.
Tras imponerse en las elecciones de ese año, Duque incluyó la obra en su plan de gobierno y reiteró su promesa. Sin embargo, se enfrentó con la oposición de los vecinos de los municipios de Nuquí, Tribugá y Bahía Solano —en su mayoría afros, con una minoría de indígenas embera—.
El plan ofrecía a las comunidades indígenas del Pacífico un “porcentaje mínimo de las ganancias”. Los pobladores lo rechazaron. En una región donde el desempleo ronda el 30 por ciento y la pobreza afecta al 63 por ciento de los habitantes, la obra prometía traer “mucho trabajo”, recuerda Moreno.
“Pero por otra parte nos iba a traer destrucción a los manglares, a la tierra, a todo. Entonces (dijimos) no al puerto”, concluye.
INDÍGENAS PEDÍAN PRIORIZAR LA CONSERVACIÓN DEL PACÍFICO
Unos 200 kilómetros al sur opera desde hace décadas el puerto de Buenaventura, la mayor terminal de carga de Colombia sobre el Pacífico. Sin embargo, gran parte de la población —que también es mayoritariamente negra— vive aún en el desempleo, sin servicios públicos y bajo el yugo de grupos armados que trafican droga en las inmediaciones del puerto.
“Buenaventura (es) como un espejo. El puerto solamente trae beneficios a unos cuantos y trae problemas asociados a las comunidades”, dice Rincón, que promovió una maniobra legal para vetar el desarrollo portuario en la zona.
En febrero de 2022 y bajo presión de una agresiva campaña ambientalista, Duque dio marcha atrás y pidió a la Unesco designar la zona como reserva de la biósfera. Dicho título, otorgado finalmente el 14 de junio, implica priorizar la conservación y el desarrollo sostenible.
La Unesco dio “impulso internacional” al pedido de los locales de frenar el puerto, explica Rincón. El turismo, que entre 2019 y 2021 creció un 126 por ciento en la zona, según datos oficiales, asoma como motor de desarrollo. También hay una empresa que lleva la pesca fresca de la región en aviones hasta la mesa de los restaurantes del interior del país.
“CUANDO UNA SOBREVIVE DE ALGO TIENE QUE CUIDARLO”
Y el viche, un aguardiente de caña destilado por los locales, se abre paso en los bares de Bogotá. Las mujeres piangueras —como se les conoce popularmente—, que pasan jornadas enteras en busca de las conchas que venden por el equivalente a siete dólares la libra, esperan que su producto siga los mismos pasos.
Para evitar la sobrexplotación, hacen vedas y reforestan el manglar. El manglar es “vida”, dice Arisleda Hurtado, presidenta de la asociación local de piangueras, caminando entre las ramas de este ecosistema que retiene el dióxido de carbono, mitigando el cambio climático.
“Cuando uno sobrevive de algo tiene que cuidarlo, uno no puede acabar con eso que lo sustenta a uno”, agrega. N
(Con información de AFP)