Los políticos y los clérigos tienen algo en común: nos hablan del mundo “tal y como debiera ser”; las diferencias son también claras: los primeros nos hablan del mundo del “más allá”; y los segundos, son responsables de la organización del poder en el “más acá”. En segundo lugar, los primeros no tienen responsabilidad pública legal, mientras que los segundos deben obedecer al mandato constitucional y al orden jurídico vigente, amén de la responsabilidad política que tienen ante la sociedad
Los clérigos asumen, por lo general, tres cosas: 1) son depositarios o mensajeros de la verdad; 2) son moralmente superiores a todos los demás, y; 3) de su bendición depende el acceso a los bienes de salvación. Es decir, los clérigos tienen como misión, autoasumida “salvar el alma” y promover lo divino y la espiritualidad entre la gente.
Los políticos, por su parte, casi siempre se asumen depositarios de la mejor propuesta de organización social posible; dicho de otro modo, a ningún político le escucharemos proponer ninguna “ideología del mal común”, y todos buscarán convencernos de que son los más capaces, los más honestos y los más comprometidos con la patria, el interés general, la nación o la figura que el político en cuestión elija.
El clérigo, por lo general, utilizará recursos retóricos y discursivos en el ámbito de lo religioso; no pocas veces apelará a una racionalidad proveniente del “pensamiento mágico”, y en el mejor de los casos, recurrirá a la narrativa propia de los mitos; por su parte, el político va a utilizar siempre argumentos, en el mejor de los casos, de orden deontológico y prescriptivo: “debemos avanzar hacia esto”; “tenemos que hacer aquello otro”; deberíamos cambiar hacia allá o acullá”, etc.
El problema de esta forma de hablar es que, en sentido estricto, no se sustenta en argumentos propiamente dichos. Es decir, en la lógica se entiende que hay juicios de hecho y juicios de valor; los primeros pueden ser verdaderos o falsos; los segundos no tienen ningún valor lógico.
Explicado de otra forma, afirmaciones del tipo: “Debemos tener un país justo”, “Tendríamos que rechazar a la derecha”, “Deberíamos evitar que la izquierda tome el poder”, son afirmaciones que no pueden ser asumidas, jamás, ni como verdaderas o como falsas.
La cuestión es más compleja cuando el político mezcla juicios de valor con juicios de hecho. Por ejemplo: “Fulana o fulano es socialista, eso lo convierte en una amenaza para la democracia”. En ese caso, la primera parte de la idea (“Fulana o fulano es socialista”), puede ser verificada y puede ser verdadera o falsa; pero la segunda parte no; es decir, del hecho de que alguien sea socialista, conservador, socialdemócrata, etc., no se puede deducir lógicamente que constituya una amenaza para cualquier cosa.
Considerando esto, es fácil comprender por qué es peligroso que cualquier político mezcle no sólo los juicios de hecho y los de valor, sino que, además, recurra a otros recursos relativos al alma (cualquier cosa que eso signifique), para fundamentar en todo o en parte su posición política.
Por ejemplo, cuando un político afirma que le interesa el bienestar del alma, deja de ser un político, pues en ese caso se ubica en el discurso religioso, por lo que, en sentido estricto, habla desde el terreno de los bienes de salvación; actúa como clérigo, antes que como político, porque lo relativo a lo espiritual no forma parte del mandato constitucional al cual está estrictamente restringido.
Que un político se asuma como moralmente superior a sus adversarios es peligroso para una República democrática y laica; porque entonces rehúye implícitamente la evaluación estricta de la política pública, y recurrirá en todo momento a sus intenciones, más que a sus procedimientos y resultados.
Un político está obligado a pensar y actuar sólo desde lo que constitucional y legalmente le está expresamente permitido. Todo lo demás es pura demagogia.
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