Muy poco han cambiado las cosas desde que el escándalo de Harvey Weinstein provocó el surgimiento del movimiento #MeToo. Y tanto los legisladores del partido republicano como el demócrata son responsables de ello.
EL ENCABEZADO lo decía todo: “Cuatro mujeres acusan al Procurador General de Nueva York de abuso físico”.
Al principio, lo negaron, se habló de “juego de roles” y se juró que había sido un acto sexual sexo consensuado. Pero tres horas más tarde, Eric Schneiderman, demócrata y prominente defensor de las mujeres, estaba acabado, yacía derrocado por The New Yorker en el más reciente escándalo del movimiento #MeToo. Su partido se lo exigió. “Las acciones violentas descritas por muchas mujeres en esta historia son aberrantes”, dijo la senadora Kirsten Gillibrand de Nueva York. Al describir sus relaciones con el Procurador General, dos de las mujeres declararon a la revista que este las había abofeteado y tratado de ahogar repetidamente. “Dado el patrón condenatorio de hechos y la corroboración establecida en el artículo, no creo que sea posible que Eric Schneiderman siga desempeñándose como Procurador General”, afirmó el gobernador Andrew Cuomo. Si bien objetó las acusaciones, Schneiderman pronto renunció.
A medio país de distancia, Eric Greitens se preparaba para la batalla. El gobernador republicano de Missouri también fue acusado de abuso. A principios de año, una mujer afirmó que él le había vendado los ojos y que la había atado a unos aparatos de ejercicio. Luego, acusó la mujer, le tomó una fotografía para mantenerla callada y la obligó a practicarle sexo oral. Greitens impugnó el relato, afirmando que se trató de una aventura extramarital consensuada, y cuando vinieron las peticiones para que renunciara, él se aferró a su versión. Haciendo eco del proceder del presidente Donald Trump, dijo ser víctima de una “cacería de brujas política” —aun cuando enfrentaba cargos criminales por invasión de la privacidad. Al momento de la publicación de esta nota, el gobernador seguía en juicio.
La división entre Schneiderman y Greitens muestra cuánto (y cuán poco) han cambiado las cosas desde que el escándalo de Harvey Weinstein provocó el surgimiento del movimiento #MeToo. Ninguno de los dos partidos es inocente. Pero los demócratas, que alguna vez defendieron al presidente Bill Clinton contra las acusaciones de transgresiones sexuales, ahora tratan de autodefinirse como el partido del #MeToo. Tras ver la oleada de mujeres en las urnas de este año vieron, correctamente, la hipocresía de Schneiderman como un lastre político. Los republicanos, por su parte, ven el panorama de manera distinta. Con Trump a la cabeza —quien ha sido acusado de mala conducta sexual por al menos 22 mujeres al paso de los años— su base ya no está animada por una “mayoría moral”, como lo estuvo hace varias décadas, sino por una mayoría silenciosa que se apresta por la competición. Para muchos de estos votantes permanecer en el poder parece ser el máximo valor.
La contienda para el Senado en Alabama, ocurrida el año pasado, sigue siendo ilustrativa. Como se recordará, el nominado republicano Roy Moore fue acusado de acosar a menores de edad por nueve mujeres que dijeron que las había perseguido agresivamente cuando eran adolescentes y él tenía más de 30 años. Una mujer afirmó que él había iniciado un encuentro sexual cuando ella tenía 14 años, una edad menor a la edad de consentimiento, que ya de por sí es baja en Alabama. Moore negó tibiamente las acusaciones y, para algunas personas, sigue siendo el máximo ejemplo de la moralidad cristiana. Aunque algunos republicanos se alejaron de él, el Comité Nacional Republicano (RNC, por sus siglas en inglés) le restituyó el apoyo financiero a su campaña tras recibir el espaldarazo de Trump. En cuanto a los partidarios de Moore, muchos de ellos encontraron formas de pasar por alto o de desestimar una montaña de acusaciones morales, y él estuvo a punto de ganar la contienda. “Yo solo voto por el republicano”, declaró uno de ellos a The New York Times. Otro mencionó la letra del álbum Good Old Boys, de Randy Newman: “Podrá ser un tonto, pero es nuestro tonto”.
LO POCO QUE LES IMPORTA
Para ser justos, desde la implosión de Moore, varios republicanos han tomado un enfoque distinto: la rendición. Entre los involucrados en escándalos de mala conducta sexual se encuentran el representante de Texas, Blake Farenthold, quien renunció en abril tras varias acusaciones de antiguos miembros de su personal; así como el representante de Pensilvania, Patrick Meehan, quien dejó el cargo después de que se revelara que usó fondos de los contribuyentes para liquidar una acusación de acoso sexual. Incluso en Missouri, varios líderes republicanos de alto nivel han instado a Greitens a renunciar y, al momento de publicar esta nota, la legislatura que dirige el Partido Republicano se preparaba para convocar a una sesión especial para considerar la posibilidad de someterlo a un juicio político.
Sin embargo, para el gobernador y para muchos miembros del partido, Trump sigue siendo el modelo.
En febrero, tras la renuncia de Rob Porter, luego de las múltiples acusaciones de violencia doméstica, el presidente siguió defendiéndolo, enfatizando no las afirmaciones de las mujeres afectadas (una de sus ex esposas tenía fotos del ojo morado que Porter le había dejado) sino las negaciones de su asesor. (Una semana después, Trump aclaró que estaba “totalmente en contra de la violencia doméstica”. ¡Genial!). Sin embargo, en mayo, a minutos de la renuncia de Schneiderman, la Casa Blanca se regodeó. “Caíste”, tuiteó la asesora Kellyanne Conway. Teniendo en cuenta la larga lista de acusadoras de Trump, otro tuit, esta vez escrito por Donald Trump Jr., se aplicaba tanto a la Casa Blanca como a la persona a la que estaba dirigido: Schneiderman: “Nivel de autoconciencia: 0”.
De manera similar, el Comité Nacional Republicano presionó con éxito a los demócratas para que devolvieran las donaciones hechas por Weinstein, pero no hizo lo mismo con los fondos aportados por el supuesto abusador sexual Steve Wynn.
Esta retorcida visión del mundo flota desde el alentador hito en la vida de Trump: su victoria en la elección de 2016. A pesar de la implacable serie de acusaciones de mala conducta sexual, Trump obtuvo el triunfo. Y cuando sus acusadoras salieron a la luz para renovar sus acusaciones contra él en el movimiento #MeToo, la secretaria de prensa de la Casa Blanca Sarah Huckabee Sanders las tildó varias veces de mentirosas. “La gente de este país, en una decisión decisiva, apoyó al presidente Trump, y pensamos que esas acusaciones han sido respondidas a través de ese proceso”, dijo.
La incómoda verdad es que Huckabee no se equivoca. Al elegir a Trump, los votantes estadounidenses le dijeron al mundo que no les importan las mujeres que han sufrido abusos. No les importa esas más de una docena de mujeres que han revelado grotescas acusaciones; no les importa ni siquiera cuando se les confronta con un video en el que Trump mismo alardea abiertamente diciendo que él podría “agarrarles la vagina”. Desde la elección, los legisladores han mostrado lo poco que les importa, al seguir exaltando al presidente como si nunca hubiera sido acusado de ser un depredador sexual.
La cuestión es, ahora, saber cuánto han cambiado los legisladores. Desde octubre de 2017 las mujeres que han levantado la voz para acusar a hombres poderosos en distintas industrias, y finalmente se han hecho escuchar. Algunos comentaristas afirman que hasta ahora es que las mujeres se han armado de valor para hablar. Pero esto no es verdad. Las mujeres han hablado por décadas. El público es el que se ha decidido hasta ahora a escuchar, y los demócratas esperan que vote en consecuencia.
Pese a toda su justa y encomiable indignación por el caso de Schneiderman, la comprensión que tiene ese partido de la superioridad moral es muy endeble. Antes del #MeToo, los demócratas desestimaban continuamente a los acusadores de Bill Clinton, señalando que tenían motivaciones políticas, y la reciente evaluación desde sus propias filas, primero con el representante de Michigan John Conyers y luego con el senador por Minnesota Al Franken, fue torpe y vergonzosa.
Ahora, los líderes del partido nuevamente se resisten a afrontar la idea de retirarle el poder a uno de los suyos: el representante de California, Tony Cárdenas, un demócrata acusado de atacar sexualmente a una niña de 16 años en 2007. El congresista, que niega las acusaciones, ocupa un puesto directivo recientemente creado bajo las órdenes de Nancy Pelosi y dirige Bold PAC, el poderoso comité de acción política de la Asamblea Local Hispánica del Congreso. La mayoría de los demócratas afirman que están evitando hacer un juicio precipitado —con excepción del representante Jim Costa, colega de Cárdenas en California, quien descartó las acusaciones. “Creo que le tendieron una trampa”, declaró Costa a CNN, dando muy pocas explicaciones de cómo o por qué alguien haría algo así.
¿Les suena conocido?
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek