El Hotel Carlyle siempre ha sido un atractivo imán para celebridades y poderosos e, incluso, ha sido llamado el “palacio de los secretos”. Un nuevo documental comparte algunos de ellos.
LA PRINCESA DIANA, Michael Jackson y Steve Jobs entran en un bar. De hecho, es el ascensor de un hotel. Y no es un chiste. El operador cierra la puerta. Los cuatro ocupantes miran al frente. Nadie pronuncia una palabra mientras suben algunos pisos, hasta que Diana rompe la tensión entonando “Beat It”.
Si hablamos de “ascensores de poder”, es difícil superar a este trío; aunque, considerando que esto ocurrió en el célebremente discreto Hotel Carlyle de Nueva York, sin duda debe haber grupos e historias mucho más jugosas que jamás se han contado (en alguna ocasión, The New York Times describió el establecimiento como el “palacio de los secretos”). Entre los habituales del Carlyle se cuentan numerosos personajes, John F. Kennedy Jr., Mick Jagger, David Bowie, Condoleezza Rice, Jack Nicholson, George y Amal Clooney, Lenny Kravitz, Sofia Coppola, Roger Federer y una lista muy larga de celebridades.
mEs difícil encontrar otro hotel favorecido tanto por la familia real británica (recordemos la visita de Guillermo y Kate en 2014) como por Tommy Lee Jones; un hotel capaz de proporcionar una pasarela extraoficial a la Gala del Met (Naomi Campbell recuerda que su piso “vibraba” en 2016, cuando lo compartió con Stella McCartney, Rihanna y Cara Delevingne), así como una sala de guerra. Otra anécdota singular cuenta que, cuando la delegación iraquí ante Naciones Unidas se hospedó en Carlyle durante la segunda Guerra del Golfo, el FBI quiso infiltrar agentes en el servicio a la habitación para intervenir sus teléfonos. Peter Sharp, el entonces propietario, respondió: “Bajo ninguna circunstancia. Si no permitiría que hicieran eso con Warren Beatty, ¿por qué iba a permitir que lo hicieran con la delegación iraquí?”.
Matthew Miele relata todo esto en su nuevo documental, Always at the Carlyle. Plagada de nombres prominentes, la película hace un trabajo estupendo al capturar la elegancia sui géneris del hotel: una formalidad caprichosa que evoca los establecimientos de lujo —hoy en rápida extinción— celebrados por el director Wes Anderson en El gran hotel Budapest. Defensor del capricho intemporal y erudito, Anderson dice que el Carlyle fue una “gran influencia”. Y otro devoto, Anthony Bourdain, equipara el atractivo del Carlyle con enamorarse de una persona. “Amas sus excentricidades tanto como todo lo demás”, dice en la película. “Es absolutamente fabuloso; y, francamente, descabellado”.
LEE TAMBIÉN: Ocho años y muchos directores después, este es el adelanto de la cinta de Queen
Varias personas citadas en el documental definieron al Carlyle como la quintaesencia de Nueva York. Y es cierto, pero solo para una demografía muy específica. Por ejemplo, el precio de la suntuosa suite Empire —de dos pisos, con imponentes vistas de Central Park— asciende a 20,000 dólares la noche. En una entrevista, Rice reveló que su suite tiene un costo de 4,000 dólares. Y con una sonrisa irónica, añadió: “Es mejor que 10,000 dólares”.
DESTINO OBLIGADO
En el sótano, hay una mujer que borda las iniciales de cada huésped en las fundas de sus almohadas. Ese es su trabajo (parece contenta con lo que hace, aunque no se deja impresionar fácilmente. Ante la llegada inminente de los duques de Cambridge, respondió encogiéndose de hombros; en cambio, desplegó una enorme sonrisa con la visita de Michael Jackson). Dichas fundas son almacenadas hasta tu regreso, si eres un huésped habitual; y de esos, hay muchos. El hotel ha sido el hogar neoyorquino de Jack Nicholson desde la década de 1970; y después de cada visita, envía una orquídea a la operadora telefónica principal. El personal tiene en gran estima a Nicholson, aunque no tanto como a George Clooney, quien es el favorito indiscutible (lástima, Jack).
Una vez, recibieron al periodista gonzo Hunter S. Thompson, quien pidió un desayuno con cereal, una botella de whisky y un tazón de cocaína (se desconoce si esta era parte de la carta del servicio a la habitación). Paul Newman empezó a inventar recetas de aderezo para ensaladas en la cocina del Carlyle. En dos ocasiones, Jackie Kennedy Onassis —quien vivía a la vuelta de la esquina— fue al restaurante para ordenar el mismo almuerzo: ensalada Cobb, gin-tonic, y un cigarrillo. Su hijo, John F. Kennedy Jr., también era un habitual y llegaba patinando, directamente, hasta la mesa 29. En 1999, antes de su fatídico viaje a Martha’s Vineyard, consumió su última comida en el Carlyle.
El hotel fue construido a fines de la década de 1920 por el desarrollador de bienes raíces Moses Ginsberg (tío de Rona Jaffe, autora de The Best of Everything). Eligió el nombre para honrar a un favorito de su hija, el filósofo escocés Thomas Carlyle. La intención era que el señorial edificio art decó fuera un hotel y una residencia de lujo, pero se inauguró en 1930, justo después del colapso del mercado bursátil. El establecimiento pasó por muchas dificultades hasta 1948, cuando otro desarrollador decidió quitarle lo formal para ponerlo de moda. El primer presidente que se hospedó allí fue Harry Truman; durante la época Kennedy, el Carlyle llegó a conocerse como la Casa Blanca de Nueva York (se rumora que, en 1962, después de su famosa serenata “Happy Birthday, Mr. President” en el Madison Square Garden, Marilyn Monroe fue al Carlyle para reunirse en secreto con JFK; los labios del botones más antiguo del hotel siguen sellados).
Sin embargo, fue Sharp quien convirtió el Carlyle en un escenario, si bien muy discreto. Después de comprar la propiedad, en 1967, Ahmet Ertegun, cofundador de Atlantic Records, sugirió contratar al finado Bobby Short en el Café Carlyle. Una temporada de dos semanas se convirtió en una residencia de 35 años que transformó el Café en un destino obligado para los melómanos sofisticados (otros intérpretes habituales incluyeron a Elaine Stritch, Barbara Cook y, hasta la fecha, Woody Allen, quien toca con una banda de jazz todos los lunes por la noche). Lenny Kravitz tenía seis años cuando vistió su primer traje para asistir con sus padres a una presentación de Bobby Short. “No entendí a Bobby durante mucho tiempo, pero después lo comprendí”, confiesa Kravitz. “Cuando llevaba a una chica y ella lo entendía, se volvía muy especial para mí”.
ENCANTO INTEMPORAL
Miele señala que la atracción del Carlyle suele ser generacional. “La gente se enamora [del hotel] en la infancia, cuando sus progenitores los llevan a tomar el té o a hospedarse y luego, siguen regresando”.
Uno de sus principales atractivos es la decoración, un poco deteriorada y absolutamente encantadora. “La perfección no es prioridad”, afirma Miele. “Observa con atención: cuadros ligeramente torcidos, telas un poco gastadas. La intención es que te sientas cómodo, crear una sensación de santuario”. Marcel Vertès, diseñador de escenarios galardonado por la Academia, pintó los etéreos personajes que adornan la pared del Café. Las figuras —encantadoras y cursis— que deambulan por los murales del Bar Bemelmans son obra de Ludwig Bemelmans, autor de los libros ilustrados Madeline. La decoración de The Gallery (un salón de té teatralmente íntimo) fue creada por el legendario diseñador italiano Renzo Mongiardino, cuya teoría de que el ambiente precede a la autenticidad, de que la ilusión es primordial, se ajusta de manera idónea al Carlyle.
Anjelica Houston, quien se ha hospedado en el hotel desde la década de 1970, dice en el documental: “El Carlyle es groovy simplemente porque no grita hipness”. Y puedes decir lo mismo sobre el personal; el cual, según los huéspedes habituales, es la verdadera razón de que sigan regresando. Son un grupo de personas decididamente peculiares que contrastan, de manera muy marcada, con el tipo de jóvenes corporativos y acicalados que pueblan los hoteles de moda. “¿Qué otro hotel habría designado como conserje principal a un hombre que tartamudea fuertemente?”, pregunta Miele, acerca de Dwight Owsley. En vez de eso, lo que valoró la administración fue a “un personaje enorme, entrañable y único, quien recibiría a las personas de una manera inolvidable”.
La película plasma el último día de Owsley en el hotel, después de 36 años. Es un momento conmovedor, que apunta al inicio del final de los encantos intemporales. “El mundo es menos amable”, dice Owsley. “Las personas solían tener un sentido de propósito, de dignidad. Hoy todos parecemos mensajeros. Se ha perdido algo inefable”.
—
Publicado en cooperación con Newsweek /Published in cooperation with Newsweek