Donald Trump le vendió un par de condominios en Nueva York a su hijo Eric por 350,000 dólares cada uno, menos de la mitad de su precio de lista. Al hacerlo, escribieron dos abogados en The Washington Post, pudo haber cometido fraude. No era la primera vez que alguien lo acusaba de ese delito. Años antes, cuando la ciudad y el estado auditaron su declaración fiscal de 1984, Trump no proporcionó documentación que respaldara deducciones realizadas por 600,000 dólares. El caso fue a juicio, en el que su contador testificó bajo juramento que jamás había firmado esa declaración fiscal. No obstante, el nombre de dicho contador aparecía en el documento. Suponiendo que dijera la verdad, la única explicación posible, de acuerdo con David Cay Johnston, el biógrafo de Trump, era que alguien había fotocopiado su firma y la había pegado en el documento (Trump perdió ambos casos y posteriormente fue multado por un juez estatal).
Desde finales de la década de 1970, Johnston y otros biógrafos de Trump, entre ellos el finado Wayne Barrett, han documentado muchos ejemplos de lo que han calificado como los acuerdos de negocios ética y legalmente cuestionables del magnate de los bienes raíces de Nueva York (la Casa Blanca y la Organización Trump no respondieron nuestras solicitudes de comentarios hasta el momento de esta publicación). Y aunque Trump ha perdido en los tribunales, ha mostrado una habilidad extraordinaria para acallar las investigaciones. “Él sabe cuándo acudir a la policía y traicionar a la gente”, dice Johnston, autor del reciente libro It’s Even Worse Than You Think: What the Trump Administration Is Doing to America (Es aún peor de lo que crees: lo que el gobierno de Trump le está haciendo a Estados Unidos). “Él sabe cómo usar el sistema judicial para encubrir lo que ha hecho llegando a un acuerdo con la condición de que el registro quede sellado. Es todo un maestro en ello”.
El éxito político (y el escrutinio adicional que este incorporó en la vida de Trump) no han cambiado su estilo. Desde su elección, estudiosos del sistema legal, antiguos fiscales y otros críticos han dicho que el flagrante desprecio del presidente estadounidense hacia las normas no escritas está degradando la democracia estadounidense. La lista de ejemplos es larga: Trump rompió 40 años de tradición presidencial al no revelar sus declaraciones de impuestos. Ha hecho una multitud de declaraciones falsas y ha atacado a periodistas por hacer su trabajo, debilitando la capacidad del público de llegar a un consenso con respecto a los hechos. También ha pasado por alto el surgimiento de conflictos de intereses, manteniendo la titularidad de varias propiedades, en las que cabilderos extranjeros y locales desembolsan grandes cantidades de dinero para tener la oportunidad de conocerlo. Trump ha hecho todo esto al tiempo que enfrenta distintos desafíos legales, entre ellos, uno presentado por Eric Schneiderman, el procurador general de Nueva York, quien investiga a su organización benéfica después de que esta admitió haber violado las reglas de las autoridades fiscales de Estados Unidos para beneficiar a Trump o a su familia.
El desafío más peligroso y de más alto perfil que Trump haya enfrentado nunca proviene del fiscal especial Robert Mueller. El objetivo de su investigación es descubrir si la campaña de Trump se coordinó con operaciones de interferencia electoral por parte de Rusia. Sin embargo, muchas personas consideran que dicha investigación es mucho más amplia. Mueller investiga si Trump obstruyó la justicia cuando despidió a James Comey, el director del FBI, en mayo de 2017, y también se cree que su equipo, repleto de expertos en maniobras fiscales desleales, está siendo investigado por cargos de lavado de dinero.
Ciertamente, los críticos del presidente estadounidense así lo esperan. Una vez que se recuperaron del choque que representó su elección, depositaron su fe en que el sistema legal estadounidense pudiera frenar los peores impulsos de Trump y lo obligara a rendir cuentas. Desde el verano pasado, una frase común, especialmente entre los progresistas, ha sido: “Es la hora de Mueller”.
Gran parte de las que pueden calificarse, por decir lo menos, como irregularidades del pasado empresarial de Trump son públicas, pero siempre ha logrado negociar o llegar a acuerdos para librarse del problema. Ahora, los abogados de Mueller, que cuentan con la autoridad para llamarlo a declarar, serán capaces de ir más allá de lo que Johnston y otros periodistas de investigación han revelado. Ahora que tres de los miembros de su campaña (Rick Gates, Michael Flynn y George Papadopoulos) cooperan con el fiscal especial, y otro de ellos, el exdirector de campaña Paul Manafort, enfrenta acusaciones y la posibilidad de pasar varias décadas en prisión, el presidente nunca había estado más vulnerable.
Sin embargo, a algunos analistas les preocupa que, en caso de haber cometido algún delito, Trump pueda salirse con la suya. El presidente es una figura muy singular en los anales de la política estadounidense, y sus críticos temen que el sistema legal de Estados Unidos no esté a la altura del desafío, o que quizá solo algunos cambios en el gobierno y en la política puedan ponerle trabas a alguien como Trump.
Desde la década de 1980, se han realizado cuatro investigaciones especiales a presidentes. Pero solo una de ellas, la de Bill Clinton, produjo un juicio político (y únicamente en la Cámara de Representantes). “Nuestra Constitución no fue creada para hacer frente a alguien con el carácter de Donald Trump”, afirma Jason Johnson, especialista en ciencia política y colaborador de MSNBC. “Este es el mayor desafío para contenerlo mediante la ley o la Constitución”.
Mientras se desarrolla la presidencia de Trump, que es quizás uno de los mayores dramas políticos de todos los tiempos, la verdadera incógnita no es si los rusos coordinaron sus esfuerzos con el entonces candidato republicano. Lo que mantiene al público en vilo es el suspenso casi insoportable de tratar de decidir lo que están viendo: ¿una reelaboración de All the President’s Men (Todos los hombres del presidente)? ¿O. J. Simpson en su Bronco blanca, corriendo a toda velocidad por la carretera 405? ¿O algo más parecido a Catch Me if You Can (Atrápame si puedes)?
INTIMIDACIÓN, ACOSO Y JUEGOS POLÍTICOS
Muchas de las tácticas de Trump no son raras en el desarrollo de bienes raíces de Nueva York, ni tampoco son técnicamente legales. Tomemos como ejemplo la quiebra. Para la mayoría de las personas es una vergüenza, una mancha en su historial crediticio. Pero Trump, cuyas empresas se han declarado en quiebra en seis ocasiones, la enmarca en forma distinta. Él considera al Capítulo 11 del Código de Quiebras como una herramienta para hacer negocios inteligentes que le ha permitido incurrir en enormes deudas, seguir a flote y evitar el pago de impuestos. “He utilizado las leyes de este país… para hacer un gran trabajo para mi empresa, para mí mismo, para mis empleados, para mi familia”, dijo durante el primer debate presidencial republicano en la primavera de 2015.
No es solo la quiebra. El presidente es un experto en hallar huecos para evitar el cumplimiento de normas y leyes, y ha aprendido de los mejores, de acuerdo con Johnston, el biógrafo de Trump. Fred, el padre del presidente, supuestamente fue un desarrollador relacionado con la mafia en el área de Queens, Nueva York, que frecuentemente eludía las reglas. En 1954, el Comité de Banca y Divisas del Senado lo llamó a Washington para testificar sobre un cobro en exceso de alrededor de 4 millones de dólares en un programa federal de vivienda para la clase media. Trump padre no solo no lo negó, sino que dejó a sus interrogadores con la boca abierta cuando les dijo que su conducta se apegaba al enunciado de la ley, aunque no a su espíritu, de acuerdo con testimonios e informes noticiosos sobre el incidente, mencionados por numerosos biógrafos de Trump.
Cuando se mudó de Queens a Manhattan, Donald recibió aún más entrenamiento por parte de Roy Cohn, un tristemente célebre abogado que trabajó para el senador Joseph McCarthy, pero también para la mafia. El estilo legal de Cohn consistía en nunca ceder y contraatacar en cada oportunidad. Trump fue un alumno destacado, señalan sus biógrafos, y siempre se ha apoyado en una gran ayuda por parte de sus abogados.
Sin embargo, Trump tiene un gran instinto para detectar los defectos personales, puntos emocionalmente sensibles, posibles escándalos o debilidades ocultas de sus oponentes. Un abogado, que pidió no ser identificado porque aún ejerce en Nueva York, trabajó con Trump en una disputa con un socio. El magnate de los bienes raíces no prestó mucha atención a las sutilezas de la ley. Sin embargo, en reuniones, revelaba o sugería la existencia de posible información embarazosa acerca de su socio. Estaba en un lugar privilegiado para identificar las ocasiones en las que su socio, al igual que él, había eludido las normas o hallado huecos legales. Las amenazas de Trump funcionaron y el socio tuvo que llegar a un acuerdo.
Otra de las tácticas de Trump ha sido la de quedarse inmóvil. Siendo empresario, ha dejado que el tiempo se agote o ha evadido a cuatro jurados de acusación, usualmente hasta que los estatutos de limitación se han agotado, de acuerdo con Johnston. En 2016, seis años después de que los alumnos de la Universidad Trump lo demandaran por las afirmaciones fraudulentas hechas por su escuela, alardeó en Morning Joe de que podría llegar a un acuerdo si lo deseaba, pero que no lo haría por principio. Es muy posible que, de no haber sido electo, Trump habría seguido combatiendo a sus demandantes, que afirmaban que habían sobregirado sus tarjetas de crédito sin recibir nada de valor a cambio. En cambio, Trump llegó a un acuerdo por 25 millones de dólares.
Sin embargo, quizá la táctica más común de Trump sea la demanda legal intimidatoria. Los estadounidenses promedio consideran que las demandas legales son costosas e irritantes. Trump las considera como un acicate útil, afirman sus biógrafos. El registro de demandas legales de Trump es largo, pero podemos nombrar algunas de las más destacadas: demandó a Deutsche Bank en 2008 por 3,000 millones de dólares en una disputa relacionada con una deuda de 40 millones de dólares que él tenía con el banco. Éste último contrademandó y finalmente comenzó a prestarle dinero nuevamente. Demandó a Sheena Monnin, concursante de Miss Universo, por 10 millones de dólares cuando ella afirmó que el concurso estaba arreglado (recientemente, funcionarios del concurso parecieron confirmar este hecho ante Jeffrey Toobin de The New Yorker). Trump llegó a un acuerdo por 5 millones de dólares en un proceso de arbitraje obligatorio y vinculante contra la mujer de 27 años (más tarde, Monnin demandó a su propio abogado por negligencia, y este último llegó a un acuerdo). Trump también demandó a Schneiderman por 100 millones de dólares cuando el procurador general en Nueva York calificó a la Universidad Trump como “un fraude a todas luces”. La demanda fue desechada, pero no sin que Trump tuiteara que Schneiderman lucía como si utilizara delineador en los ojos.
Algunas de las demandas y amenazas legales de Trump están en el límite de la intimidación, señala Richard Epstein, estudioso conservador de Derecho. En 2016, cuando Trump se postuló como presidente, persuadió a su abogado Marc Kasowitz de exigir a The New York Times que retirara su nota sobre la mala conducta sexual anterior del entonces candidato, en parte porque algunas de las mujeres esperaron durante años, incluso décadas, para contar su historia. Epstein, en una carta abierta a Trump antes de la elección, calificó esa solicitud como “una de las cartas de exigencia más tontas en la historia de la ley de difamación”.
Trump también ha utilizado la ley para atemorizar a posibles adversarios para que guarden silencio o se retiren, señala sus biógrafos. Por ejemplo, la Organización Trump frecuentemente obligaba a asesores y empleados a firmar acuerdos de no divulgación o de no desacreditación (NDA, por sus siglas en inglés). Al menos una de sus exesposas, Ivana, firmó un contrato posnupcial que contenía una cláusula de silencio. Es posible que el presidente haya utilizado dinero para salirse con la suya en otras ocasiones. En febrero pasado, Michael Cohen, el abogado de la Organización Trump, admitió haber pagado 130,000 dólares a la actriz porno Stormy Daniels durante la campaña de 2016, cantidad supuestamente calificada por un banco como sospechosa ante el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, y Cohen dijo que el dinero salió de su propio bolsillo. Rehusó que se trataba de un pago a cambio del silencio de la actriz quien, en opinión de muchas personas, lo recibió para no hablar sobre su supuesta relación con Trump pocos meses después de que Melania dio a luz a Barron, en 2006.
Los ataques personalizados, los NDA, las amenazas y el dinero pueden funcionar en pequeños trabajos como deshacerse de socios de negocios o silenciar a amantes parlanchinas. Sin embargo, para trabajos más grandes, como construir rascacielos en el centro de Manhattan, se presume que Trump ha utilizado otra táctica: manipular al político, no a la política. Durante décadas, escribe Johnston y otros, los políticos de Nueva York fueron una masa maleable en las manos de Trump. La estrategia de Trump para adquirir influencia con legisladores, con el objetivo de facilitar acuerdos de negocios, se remonta una generación atrás, al libro de juego de su padre, lo cual es la razón por la que en la primera boda de Trump hayan asistido tantos arregladores políticos de Nueva York, entre ellos, el exalcalde Abe Beame.
Con el paso de los años, Trump supuestamente ha obtenido enormes descuentos fiscales por parte del ayuntamiento para sus construcciones y ha hecho que reguladores y abogados realicen hazañas de jiujitsu administrativo para que él pueda lograr lo que quiere. El primer gran proyecto de Trump en la Gran Manzana fue la reconstrucción de un hotel en la Estación Grand Central en la década de 1970, cuando Nueva York estaba quebrado, infestado por el crimen y sus líderes estaban desesperados. Trump logró un acuerdo en el que un organismo de la ciudad exento de impuestos adquirió el terreno del hotel. Luego, el organismo se lo alquiló por un dólar al año, junto con una exención fiscal de 40 años que, hasta 2016, le había costado a la ciudad 360 millones de dólares. Aún con esa generosidad, Trump omitió uno de los requisitos que Nueva York había añadido a los recortes impositivos: que el edificio tuviera entradas a la estación del metro en ambos lados del hotel, construido encima de uno de los centros de tránsito con mayor actividad de la región. Finalmente, construyó una entrada, no las dos acordadas. Tras haber doblegado a la ciudad para hacer lo que él quería, interpuso una demanda contra ella para obtener más recortes fiscales, exigiendo y ganando uno de esos recortes para la Torre Trump, su edificio más representativo, ubicado en la Quinta Avenida.
Dos décadas después, en 2001, en una demanda que se prolongó durante dos alcaldías, Trump obtuvo un recorte impositivo similar para la Trump World Tower, un edificio con algunos de los condominios más costosos de la ciudad. Supuestamente, los recortes impositivos de ambos proyectos sumaron 157 millones de dólares.
Como declaró a The New York Times Alicia Glen, vicealcaldesa de vivienda y desarrollo económico del alcalde Bill de Blasio: “Donald Trump es, probablemente, peor que cualquier otro desarrollador en su implacable intento de poner las garras hasta en el último centavo de los subsidios pagados por los contribuyentes”.
LA VENGANZA DEFINITIVA
A pesar de la eficacia de las tácticas de Trump, sus críticos mantienen la fe en que el sistema legal prevalecerá. Piensan que Trump probablemente ha violado la ley, sin mencionar que ha quebrantado normas establecidas de común acuerdo, y que el pueblo estadounidense simplemente necesita ser paciente y estar alerta, y dejar que el sistema se encargue de él. Norm Eisen, el abogado principal en temas de ética del presidente Barack Obama, es uno de ellos. Actualmente, forma parte del organismo de vigilancia Citizens for Responsibility and Ethics in Washington (Ciudadanos a favor de la Responsabilidad y la Ética en Washington), que presentó una demanda relacionada con emolumentos, actualmente descartada, contra el presidente. “Para Donald Trump, el litigio no es más que una herramienta de negocios para acosar”, dice. “Eso no funcionará ahora que es presidente. Mueller es la venganza definitiva”.
A los detractores del presidente les gusta compararlo con Richard Nixon y pronostican un destino similar para él: de una forma u otra, piensan que tendrá que dejar el cargo de manera prematura. El Rusiagate, afirman, no es más que una secuela de Watergate, con una porción extra de intriga internacional. Sin embargo, Trump no es Nixon, y 2018 no es 1973. Nixon fue un político que siguió la vieja ruta hacia la Casa Blanca, a través de las políticas partidistas. Trump no es un político y nunca ha sido elegido para un cargo público. Y pocas veces, hasta que fue elegido, ha sido hecho responsable legalmente por su inclinación a la exageración, entre otras cosas.
Nixon, desde luego, mentía astutamente. Lo hizo sobre la guerra de Vietnam. Sobre la guerra aérea en Camboya. Sobre si era o no un ladrón. Trump, señalan sus críticos, es más un artista del embuste que profiere declaraciones que, con frecuencia, son desmentidas fácilmente. Ya sea que lo haga por instinto o como parte de una estrategia calculada, retuerce la verdad para que coincida con sus propios deseos. Las exageraciones de Trump como presidente han sido tabuladas y casi diariamente provocan gritos de indignación. Es posible llenar todas las páginas de esta revista con sus falsas afirmaciones, desde la acusación contra Obama de haber intervenido sus comunicaciones hasta su promesa de que México pagará el muro fronterizo. Hasta enero pasado, The Washington Post había registrado más de 2,000 mentiras, y el número sigue creciendo.
Esta táctica le ha servido mucho en el plano de la opinión pública, pero no en la corte. En un caso de libelo que presentó contra su biógrafo Timothy O’Brien, Trump declaró ante la corte. El resultado: los abogados de O’Brien demostraron que Trump había dicho 30 mentiras sobre sus finanzas y sus acuerdos. Esas mentiras no eran ilegales, y él las confesó bajo juramento. Acabó perdiendo el caso.
Es posible que los hechos alternativos tampoco se sostengan en una entrevista con Mueller. Trump ha dicho que espera con ansias poder hablar con el fiscal especial, pero sus abogados le aconsejan que no lo haga. Si sus prácticas anteriores dan un indicio sobre cómo podría comportarse, es posible que simplemente se derrumbe cuando enfrente la verdad, como lo hizo en la demanda contra O’Brien. “Si sus abogados tienen que llevárselo al sótano de la Casa Blanca y encadenarlo físicamente para evitar que hable con Mueller, yo recomendaría que lo hicieran”, bromeó recientemente el comentarista conservador Ben Shapiro en Fox.
Sin embargo, los hechos alternativos de Trump plantean un serio desafío, de acuerdo con algunos observadores, no solo a la fe en la legitimidad de la aplicación de la ley, sino en el imperio mismo de esta. Cada vez que Trump califica como “noticias falsas” las notas periodísticas que no le gustan y promueve a comunicadores que fomentan las teorías conspiratorias como Alex Jones de Infowars, socava la base de la democracia, que requiere un público informado y respeto por la realidad. Como escribió recientemente para Time Martin London, uno de los abogados de Spiro Agnew, el primer vicepresidente de Nixon (que presentó un alegato de no refutación de los cargos de evasión fiscal criminal y renunció tras una investigación de corrupción), “sin un estricto apego a los conceptos de la verdad y de los hechos, no puede existir ningún sistema organizado de justicia”.
Preet Bharara, exfiscal del Distrito Sur de Nueva York, manifiesta preocupaciones similares. “Ser un autócrata no es simplemente decir que la otra persona se equivoca”, dijo recientemente en Waking Up, el podcast del escritor Sam Harris.
“Es hacer que la gente no sepa lo que es cierto y lo que es falso, sembrar la confusión sobre lo que es la verdad. Donald Trump puede sembrar tantas dudas al respecto que las personas tienen que preguntarse: ¿Estamos obteniendo la verdad en alguna parte?”
TEORÍAS CONSPIRATORIAS E INDULTOS PRESIDENCIALES
El presidente ha sido acusado o acusador en un total de 4,095 demandas judiciales, de acuerdo con una investigación realizada por USA Today. Sus empresas han participado en batallas legales relacionadas con los impuestos casi todos los años desde la década de 1980. Estas cifras, aunadas a la habilidad de Trump para manipular la ley, evadir las normas y generar incredulidad hacia instituciones que alguna vez fueron estables, han hecho que algunos críticos planteen la siguiente cuestión: ¿seguirá saliéndose con la suya?
Incluso antes de su toma de posesión, el presidente electo Trump anunció su intención de desacatar abiertamente una de las normas más básicas de Washington: evitar el surgimiento de conflictos de intereses. El 11 de enero, en su primera conferencia de prensa después de la elección, dijo que la presidencia no era una razón suficiente para desligarse de sus cientos de negocios. “Como presidente, no tengo ninguna disposición de conflicto de intereses”, anunció. “Puedo dirigir mis negocios y encabeza el gobierno al mismo tiempo”.
Más tarde, en esa conferencia de prensa, cedió el micrófono a Sheri Dillon, una de sus abogadas, que anunció: “No debemos esperar que el presidente electo Trump destruya la empresa que construyó”. Añadió que se separaría de la dirección de la empresa y que su familia “daría todos los pasos posibles de manera realista para dejar claro que no está aprovechándose del cargo de presidente para su beneficio personal”. Dillon también dijo: “No se realizará absolutamente ningún acuerdo con países extranjeros durante el régimen del presidente Trump”.
Actualmente, Trump sigue siendo el beneficiario de su hotel en Washington, así como de sus demás negocios. Mientras tanto, sus hijos han seguido haciendo negocios en países cuyos líderes se han reunido con el presidente en la Casa Blanca o en Mar-a-Lago, lo cual es una posible receta para la corrupción. Pocos meses después de que Ivanka, la hija de Trump y asesora presidencial, encabezara un seminario para mujeres emprendedoras realizado en noviembre pasado en Hyderabad, India, Don Jr. abordaba un jet privado y se dirigía hacia Oriente para cerrar un trato relacionado con rascacielos de la marca Trump en ese país.
De vuelta en Washington, dignatarios y cabilderos extranjeros que tratan de hacer negocios con la Casa Blanca han hecho fila para invertir grandes cantidades de dinero en hoteles y campos de golf de Trump, aparentemente para ganar influencia. Como resultado, en julio de 2017, Walter Shaub, abogado principal de ética del gobierno Estados Unidos, renunció en un acto de desesperación. Siendo un empleado federal cuya tarea era asegurarse de que los funcionarios de alto nivel del gobierno se comportaran éticamente, Shaub se sentía imposibilitado debido a que el presidente es legalmente inmune a las leyes de conflicto de intereses que se aplican a otros empleados federales. Las obligaciones de un presidente son tan amplias que, en teoría, cualquier cosa que haga podría desatar un conflicto. Como cabría esperar, Trump se aprovechó de este hueco legal.
Los análisis señalan que, desde que se mudó a Washington, el presidente ha recurrido a otras páginas de su viejo juego de reglas. Tras burlarse de Comey, nada menos que ante visitantes rusos en la Oficina Oval, calificándolo, tras despedirlo, como “un verdadero chiflado”, el equipo de Trump ha utilizado la vida íntima de personas menos conocidas e involucradas en la investigación sobre Rusia para desacreditar al FBI. En primer lugar, se centraron en las lealtades políticas del antiguo subdirector Andrew McCabe, cuya esposa, Jill, se postuló para un cargo estatal como demócrata, hasta que McCabe se jubiló antes de tiempo. El gobierno de Trump también se apoderó de textos privados anti-Trump, descubiertos por el inspector general del Departamento de Justicia, entre el agente del FBI Peter Strzok y su amante, la antigua abogada del FBI Lisa Page. Con la reputación de estos dos funcionarios manchada como parte de una supuesta conspiración anti Trump por parte del “Estado profundo”, el equipo del presidente siguió atacando al organismo.
En el camino, Trump ha conseguido la ayuda de un nuevo político de gran poder: Devin Nunes, representante de California y presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara. Con su acceso a información clasificada de seguridad nacional, Nunes se ha convertido en portavoz en el Congreso de lo que los críticos denominan la campaña de desinformación de Trump. Ha encabezado las acusaciones en Capitol Hill contra Obama y los demócratas en el Departamento de Justicia. Nunes ha sido una pieza clave para culpar a los demócratas de los problemas del presidente con Rusia y para impulsar una línea de información relacionada con una conspiración del Estado profundo. “Nadie ha sido tan parcial como el actual… directivo”, declaró a Newsweek Loch Johnson, importante historiador de inteligencia de la Universidad de Georgia, refiriéndose a Nunes (el congresista no respondió a una solicitud de comentarios al momento de esta publicación).
Muchas personas también esperan que el presidente deje correr el tiempo. Entre las demandas presentadas contra él desde que ocupó el cargo, se encuentra una demanda de difamación, presentada por Summer Zervos, una de las al menos 16 mujeres a las que ha calificado de mentirosas por acusarlo de varios grados de mala conducta sexual, y otro caso, en el que se le acusa de incitación a la violencia, presentado por manifestantes que fueron atacados en un mitin de campaña de Trump en Kentucky. Ambos casos están detenidos en este momento mientras los tribunales de apelación se debaten con argumentos sobre si el demandante está en posición de demandar a un presidente. Los abogados no esperan que esos casos avancen durante muchos meses, si no es que años. Los analistas señalan que si los abogados de Trump recusan la solicitud de Mueller de deponer a este último, ello pondría en marcha una serie de sucesos que, de manera similar, tomarían mucho tiempo, por lo que Trump podría llegar a concluir su mandato.
En su primer año en el cargo, Trump ha utilizado una nueva táctica que está incorporada a su puesto: el indulto presidencial. Ya lo ha usado una vez, con el sheriff de Arizona Joe Arpaio, cuyas políticas antinmigrantes y teorías conspiratorias sobre el país de nacimiento de Obama ya eran trumpianas mucho antes de que Donald abordara la escalera eléctrica para bajar hacia el vestíbulo de la Torre Trump y anunciara su candidatura (Arpaio ha sido acusado de desacato por desobedecer la orden de un juez federal de detener los arrestos dirigidos a migrantes con base en su perfil racial). En teoría, Trump puede indultar también a todas las personas involucradas en la acusación de Mueller. Ese acto sería impactante y provocativo, señala los críticos. Pero es legal.
¿LOS CORTOS DEDOS DE LA LEY?
Desde que Ronald Reagan se vio involucrado en el escándalo Irán-Contras, a mediados de la década de 1980, todos los presidentes, con la excepción de Obama, han sido motivo de una investigación especial. Y tales investigaciones no han tenido un gran efecto punitivo. Los fiscales independientes (ahora denominados “especiales”) de los gobiernos de George H. W. Bush (quien también indultó al secretario de Defensa Caspar Weinberger, relacionado con el escándalo Irán-Contras) y George W. Bush (Scooter Libby, exjefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney, fue a prisión por filtración de información) dejaron intacta la presidencia. Ni siquiera Clinton fue echado del cargo.
Las personas que se oponen a Trump piensan que tienen una red de protección para Mueller en caso de que fracase o sea despedido: Schneiderman, el procurador general de Nueva York. Y aunque él no ha dicho que podría asumir esa función, Schneiderman piensa que la ley es capaz de hacerle frente a Trump. “Ha utilizado las mismas tácticas una y otra vez durante toda su carrera en los negocios”, escribió Schneiderman en un correo electrónico. “Ahora que es presidente, enfrenta desafíos legales muy distintos y no creo que pueda recurrir al mismo libro de reglas”.
Un presidente no puede indultar en casos de acusaciones estatales, pero no resulta claro si un procurador general estatal (o cualquier otra persona) pueda acusar a un presidente. Bharara afirma que el consenso legal es que los fiscales no pueden hacerlo. Sin embargo, en un memorando de la oficina de Ken Starr, el fiscal independiente que investigó a Clinton, se lee otra cosa. “Es adecuado, constitucional y legal que un gran jurado federal acuse a un presidente en funciones por actos criminales graves que no formen parte de los deberes oficiales del presidente y que sean contrarios a ellos”, se lee en el memorando de la oficina de Starr, de acuerdo con el The New York Times.
La Constitución ofrece una posible solución a los posibles conflictos de intereses del presidente: la cláusula de emolumentos. En el Artículo I, Sección 9, Cláusula 8 de la Constitución de Estados Unidos se prohíbe al gobierno federal que otorgue títulos nobiliarios y a los miembros del gobierno que reciban regalos, emolumentos, cargos o títulos de estados extranjeros. Después de que el presidente tomó posesión del cargo, las fuerzas anti-Trump inmediatamente presentaron tres acusaciones relacionadas con emolumentos, afirmando que dichas personas habían sido perjudicadas por sus conflictos de intereses. Un juez ya ha desechado una de esas acusaciones debido a que los demandantes no pudieron demostrar ante el tribunal que habían sido perjudicados. Dos más de esas acusaciones, una de ellas presentada por Washington, D. C., y el Estado de Maryland, y otra por miembros demócratas del Congreso, aún están en proceso.
Abogados de la sociedad civil en Washington señalan que la única solución real a los conflictos al estilo de Trump (como el hecho de que este gane dinero de un hotel que se encuentra sobre la misma calle que la Casa Blanca) sería un nuevo estatuto basado en la cláusula de emolumentos. Señalan que si no hay leyes, es posible violar las normas. “Aun cuando estas leyes no fueran efectivas, siempre existía el factor de la vergüenza”, afirma el abogado de Washington Paul Ryan (no confundir con el vocero de la Cámara), director legislativo de Common Cause, uno de los grupos de vigilancia del gobierno más importantes de Estados Unidos. “Sin embargo, Trump se encuentra en una posición intocable. Asimismo, ha puesto al Congreso, que también es inmune al despido debido a conflictos, en esa misma posición intocable junto a él”.
Los legisladores federales no tienen prisa para aprobar dicha legislación. A diferencia de Trump, los miembros del Congreso están sujetos a las leyes de conflicto de intereses, pero no existe ningún requisito federal que les exija retirarse de sus negocios. Esa es una de las razones por las que algunos de ellos podrían mostrarse reacios a impulsar el tema. “El Congreso nunca ha aprobado un estatuto para implementar efectivamente la cláusula de emolumentos”, dice Ryan. “Y quizás el Congreso nunca ha aprobado dicha ley debido a que esta disposición legal ha sido respetada y nunca se ha violado. Con frecuencia, estas cosas cambian después de que se produce un escándalo”.
Los expertos legales conceden a las dos demandas sobre la cláusula de emolumentos una remota posibilidad de éxito. Sin embargo, señalan una desventaja de esa táctica: la cláusula nunca ha sido puesta a prueba en la práctica, por lo que si Trump logra que todas las acusaciones se descarten, habrá sentado un precedente que haría que todos los presidentes electos después de él fueran inmunes a la prohibición existente de conflictos de intereses.
Ese posible resultado es una de las razones por las que Epstein, el estudioso legal conservador, afirma que los cambios estatutarios o de políticas con el objetivo de abordar el estilo y las tácticas de Trump resultan problemáticos. Los casos atípicos como Trump siempre se aprovecharán de las pequeñas variaciones en la forma en que la ley es interpretada o aplicada por los tribunales. Sin embargo, modificar las reglas para crear un sistema “a prueba de Trump” podría “resultar contraproducente también para los buenos” al añadir nuevas capas de reglas y estatutos que saturarían aún más a un sistema que, para los libertarios como Epstein, resulta demasiado engorroso.
Quizá, pero la reacción legislativa ante los escándalos es crear más leyes. Después de Watergate, el Congreso promulgó una serie de reformas al gobierno. Los abogados de la sociedad civil esperan que surja una reacción similar después de Trump. Es posible ver ya algunas señales: este año, en una respuesta indirecta al presidente, unas cuantas legislaturas estatales consideran la posibilidad de promulgar leyes que exijan que los candidatos presidenciales revelen sus declaraciones de impuestos para que el nombre del candidato pueda aparecer en las boletas de votación estatales.
Austin Evers, otro crítico de Trump y fundador y director de la organización sin fines de lucro American Oversight, que constantemente ha solicitado registros públicos al gobierno de Trump, está de acuerdo en que la política y no la ley debe ser la responsable última de afrontar temas como los conflictos de intereses del presidente. Evers pronostica que una nueva clase de políticos elegidos en la elección intermedia de 2018 podrán aprobar tales reformas. “La Constitución no tiene un departamento de recursos humanos, y Trump es una consecuencia de ello”, dice. “El único mecanismo para retirar del cargo a una persona debido a esa conducta consiste en recurrir a su propio sentido de rendición de cuentas, y él no lo tiene. Ya hemos visto el momento [para una revuelta electoral] en las elecciones especiales, pero el más importante ocurrirá en noviembre próximo”.
Es posible que, a final de cuentas, los políticos tengan que lidiar con Trump, señala Elizabeth Holtzman. La exrepresentante de Nueva York que alguna vez trabajó en el Comité sobre Watergate, no piensa que dependa necesariamente de la ley hacer frente a este presidente. “No le tengo ningún respeto a Trump”, dice. “Su elección ha sido un desastre. Pero no puedo estar de acuerdo con la caracterización de que siempre se ha salido con la suya. Puede ser que las leyes no hayan sido escritas o que las pruebas no hayan estado ahí”.
Aún si la investigación de Mueller genera hallazgos contra Trump, es posible que la ley no lo haga caer. El último investigador especial en reunir pruebas contra un presidente (Starr) decidió no acusar al comandante en jefe. Entregó sus hallazgos al Departamento de Justicia, organismo que los compartió con el Congreso. Si Mueller hace lo mismo, el destino de Trump será una cuestión de política.
Sin embargo, aun así, no hay ninguna garantía de que este Congreso hiperpartidista pueda actuar, especialmente en tanto la base del Partido Republicano siga apoyando con entusiasmo al presidente, y mantenga una mayoría en ambas cámaras. En junio de 1973, fue un republicano, el senador por Tennessee Howard Baker, quien hizo la famosa pregunta: “¿Qué sabía el presidente y cuándo lo supo?” Y aun cuando se requirió una dramática serie de denuncias y despidos, así como la publicación de cintas de la Oficina Oval que demostraban la culpabilidad de Nixon para obligarlo a renunciar, esa pregunta, hecha por un solo republicano, es un símbolo perdurable del respeto a la Constitución por encima de la política partidista. “Watergate fortaleció a Estados Unidos”, señala Holtzman. “Demostró que el imperio de la ley funciona, que el imperio de la ley está por encima de cualquier partido político”.
No es probable que Trump renuncie pronto. Y los miembros republicanos del Congreso durante el escándalo de Nixon no solo eran una generación diferente de la de sus descendientes de la actualidad; eran una cepa diferente, con un nivel distinto de partidismo, afirma Holtzman. “Lo que el pueblo estadounidense ve en la actualidad —añade— es que el imperio de la ley y la Constitución no son más importantes que pensar: ‘¿Qué gano yo con esto?’”
Lo cual es quizás un tema adecuado para el reality show político de Trump, como quiera que vaya a terminar.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation whit Newsweek