Organizaciones ambientalistas llevan a cabo un proyecto sin precedentes en la frontera México-Estados Unidos de restauración de tierras que se secaron al represar el río. Crearon, literalmente, un oasis en el desierto.
TIJUANA, B.C. — Los científicos alrededor del mundo han advertido durante la última década sobre los peligros del cambio climático. Han alertado a la humanidad de lo que puede ocurrirle si el planeta sigue calentándose con las emisiones contaminantes que generamos todos los días: un futuro lejano pero seco y violento en el que moriremos de inanición o en desastres naturales. Pero su advertencia se ha actualizado: el futuro ya nos alcanzó, los ecosistemas se están extinguiendo. No obstante, también tienen buenas noticias: es posible recuperar algunos de esos territorios otrora llenos de vida que hoy están muriendo.
Un amplio grupo de activistas, científicos y trabajadores de México y Estados Unidos están poniendo el ejemplo en Baja California: a través de un proyecto de cooperación están “reconstruyendo” los ecosistemas que se secaron cuando dejó de fluir por el desierto de ambos países el río Colorado debido a una presa construida en Estados Unidos. Con recursos de gobiernos, fundaciones y organizaciones de ambos países, se dedican desde 2012 a sembrar, regar, limpiar, investigar y conservar vegetación en zonas áridas, para generar todo lo que los árboles alguna vez provocaron naturalmente: fertilización de los suelos, limpieza del aire, reducción del impacto del sol y la lluvia, y —la joya de la corona— un hábitat para especies animales que se habían ido o incluso estaban al borde de la extinción. Este plan sin precedentes que empezó hace seis años, la primera recuperación de los ecosistemas de un río binacional a escala mundial, está dando frutos.
IMPEDIR QUE EL AGUA DULCE SE VAYA AL MAR
En la frontera norte de México hay tres ríos que fluyen por territorio estadounidense y bajan al mexicano: el Tijuana, el Bravo y el Colorado. Este último desembocaba en el Alto Golfo de California, lo que los “progresistas” estadounidenses de los años 30 del siglo pasado consideraron un desperdicio, ya que toda el agua dulce que podía ser aprovechable se iba al mar. Entonces construyeron la presa Hoover a mediados de esa década para cortar el paso del río y conservar el agua para su uso. Por tratarse de aguas transfronterizas, Estados Unidos y México firmaron el Tratado de Aguas Internacionales en 1944 en el que el primero se comprometía a aportar los recursos para la administración del agua (la presa y un canal para abastecer a México) y, a cambio, el segundo aceptó una proporción menor del recurso hídrico.
El agua siguió ahí para todos los usos humanos: agricultura, servicios, industrias, agua potable, pero los ecosistemas que el río había generado a su paso se acabaron cuando “encerraron” el río en una presa y en canales. Lo que los ambientalistas están haciendo siete décadas después es recrear las condiciones que inicialmente generaron esos ecosistemas para así recuperarlos.
El primer paso fue impulsar una “enmienda” o actualización al Tratado de Aguas para conseguir que el medioambiente fuera considerado un usuario más del agua, igual que los agricultores, pescadores y las ciudades. Lo lograron con la firma del acta 319 en 2012, en la que ya se contempla una partida de agua exclusivamente para los ecosistemas que alguna vez rodearon el río Colorado, que si bien sigue siendo poca —alrededor de 9 por ciento, según estimaciones de los científicos— es una batalla que los activistas ganaron a favor del planeta.
El prestigiado conservacionista Exequiel Ezquerra califica este proyecto como “revolucionario” al tratarse de una lucha por recuperar 70 años más tarde el concepto de caudal ecológico, que nunca estuvo presente en la negociación original. “No se consideraba el medioambiente, los ecosistemas, como usuarios legítimos del agua. La idea de que las plantas que crecen en el Delta, los peces, la fauna que vive en el Delta y los servicios que da —producción pesquera, regulación climática, protección de las costas— son usuarios legítimos del agua, no solo los seres humanos somos usuarios”, dijo en entrevista el director del Instituto para México y los Estados Unidos (UC Mexus) de la Universidad de California Riverside.
Gracias al acta 319, se reunieron recursos (financieros e hídricos) para proyectos específicos de restauración alrededor del que alguna vez fue el paso natural del río Colorado. El primero y hasta ahora más importante de ellos fue el “Flujo Pulso” de 2014, cuando la presa fue abierta para liberar 130 millones de metros cúbicos de agua durante ocho semanas, a fin de probar si el cauce natural del agua podía volver a generar vegetación a su paso. Y funcionó.
“Fue un diseño para simular los flujos de inundación de primavera del río Colorado. La idea era ayudar a la regeneración de la vegetación nativa del río con el Pulso que luego pueda ser mantenida con flujos básicos, chorritos que sigamos enviando”, explicó Osvel Hinojosa, director del programa de Agua y Humedales de la organización Pronatura. “Vimos el crecimiento de la vegetación, regeneración de la planicie y el regreso de vida silvestre, el más impresionante, el castor, ¡tenemos castores de regreso!, que es una especie en peligro de extinción”, cuenta con entusiasmo el presidente para México del Grupo de Trabajo Ambiental que realiza este proyecto.
Aunque el proyecto es de varias organizaciones e incluye participación gubernamental, los expertos consideran al conservacionista Hinojosa como el autor del rescate del río Colorado, incluso a escala informal algunos lo conocen como “el chico que salvó un río”. En entrevista, Osvel agrega que otra especie en grave riesgo de extinción que se está recuperando gracias a estos esfuerzos es el pájaro palmoteador de Yuma, especie endémica del Delta del río Colorado que se encuentra protegida en México y Estados Unidos luego de que su población disminuyera drásticamente por la pérdida de su hábitat.
Tras el Flujo Pulso se formó accidentalmente la Ciénega de Santa Clara en Mexicali, humedal que sirvió de hogar al palmoteador y ya está nuevamente en reproducción natural: actualmente 70 por ciento de la población de esta especie se encuentra en este “oasis” dentro del desierto. De acuerdo con el ambientalista, pasaron de ser apenas unos cientos de ejemplares a cerca de 7,000 a la fecha.
Aunque los proyectos del Acta 319 fueron pensados para beneficiar el medioambiente, también las personas han obtenido ganancias de ello, además de un ambiente más sano: lograron ver fluir un río que las nuevas generaciones jamás habían visto. “Algo que nadie tenía previsto fue el entusiasmo de la gente, la reconexión de la gente con el río, eso fue impresionante. En San Luis Río Colorado durante las ocho semanas del flujo Pulso era una fiesta todos los días, coincidió con Semana Santa y fue un carnaval; a partir de ahí ha habido una inercia y una motivación, la gente quiere volver a ver el río. Los niños menores de diez años nunca lo habían visto con agua”, recuerda Hinojosa.
La alegría que el Flujo causó en los pobladores de San Luis y las comunidades cercanas no fue fugaz: el proyecto generó fuentes de empleo que se convirtieron en una vocación.
DEJAR DE EXPLOTAR EL CAMPO PARA CUIDARLO
La colonia Miguel Alemán del municipio de Mexicali, Baja California, es la estampa más elocuente del éxito de los trabajos que realiza el Grupo de Trabajo Ambiental. Sobre el suelo arenoso y caliente de esa zona desértica hay un bosque que forma parte de las 1,500 hectáreas que hasta ahora ha reforestado el proyecto. En un invernadero los trabajadores siembran las semillas de álamo y sauce —especies de árbol que solían habitar la región antes de la sequía— que luego plantan, riegan y conservan. A ese pequeño bosque llegan algo más de cien especies de aves migratorias a descansar en esos árboles, alimentarse y recargar energías para su siguiente viaje.
Este trabajo requiere dedicación de tiempo completo, por lo que la organización ambientalista Pronatura (parte del Grupo de Trabajo) reclutó trabajadores de la comunidad para reforestar y cuidar el bosque todos los días, con un contrato formal y prestaciones. Esta oportunidad ha permitido a los habitantes del ejido abandonar los empleos informales que mantenían hasta antes del proyecto y dedicarse de lleno a este trabajo, en el que encuentran estabilidad, mejores condiciones laborales, oportunidades de aprendizaje y crecimiento e, incluso, una vocación ambientalista y de pertenencia.
“Se acabó el problema de que en dos meses no había trabajo. Mucha gente dejó el campo aquí y ahora están trabajando en la reforestación, haciendo un doble propósito: están haciendo algo bueno y a todos se nos está pagando. A mí me gusta andar aquí y estoy haciendo algo bueno”, cuenta en entrevista Héctor Patiño, trabajador del sitio. “Es un poquito mejor la paga y es menos matado, tienen más consideración con la gente, no se explota tanto como el campo. Hemos tratado de darle a la comunidad un sentido de propiedad, que la gente entienda que esto es de nosotros, no tienes tú diez hectáreas o yo, es de todos. Eso se me hace muy importante, que la gente se apropie, que sienta que es de la comunidad y debemos protegerlo”.
CENTINELAS DE LOS ECOSISTEMAS
Cuando el Grupo de Trabajo llegó al sitio Miguel Alemán, estaba totalmente cubierto de una especie invasiva de árbol conocida como pino salado. Héctor Patiño explica que fue necesario “desmontar” (retirar) toda esa vegetación para poder sembrar álamo y sauce, ya que el pino absorbe mucha agua, pero no es capaz de alimentar a ninguna especie animal ni de fertilizar el terreno. Una vez plantados los nuevos árboles en los que viven las aves, los trabajadores instalaron sistemas de riego diferenciados, “los álamos y los sauces los regamos con agua corriente porque necesitan mucha; y al esquite le metemos sistemas de goteo porque son árboles que requieren menos agua”, explica el hombre de 49 años que ya es experto en reforestación.
El cuidado de los bosques no sólo implica el riego, sino la protección: deben cuidar que las liebres no se coman los árboles cuando son pequeños; que los coyotes no rompan las tuberías intentando beber agua; que no se hagan fugas en los sistemas de riego; que no se tapen los goteros y que no se acumule la basura en los filtros del agua que pueda obstruir el suministro.
El empleo formal no solo es para Héctor: la mayor de sus cuatro hijos estudió Biología en la Universidad Autónoma de Baja California en Ensenada, y a sus 24 años ya es investigadora de la fauna migratoria que llega al sitio Miguel Alemán. “Se recibió pronto porque es muy buena para la escuela, es muy inteligente”, dice el padre con orgullo. En el mismo bosque, Karina Patiño hace su trabajo de monitoreo e investigación: sobre una mesa llena de papeles e instrumentos, bajo la sombra de los árboles plantados por el Grupo, la hija de Héctor toma en su mano un pequeño orange-crowned warbler o chipe oliváceo, un pájaro parecido a un canario con una “corona” naranja que es capaz de volar 3,000 kilómetros desde Canadá y puede llegar hasta Venezuela, gracias a las escalas que va haciendo para cargar energía, durante las cuales puede aumentar hasta 50 por ciento su peso.
Para analizar a las aves, se colocan redes en el bosque donde quedan atrapadas, las meten en pequeñas bolsas de tela y las dejan en un tablero de madera para que Karina las vaya analizando. Ella los pesa, los mide, verifica su género, las características de sus plumas –en ocasiones les quita una para mandarlas a un laboratorio- determina la cantidad de grasa en su cuerpo para saber si están próximos a emigrar, les coloca un anillo y después los libera.
Este proceso puede sonar tortuoso para las aves, pero es de vital importancia, según los científicos que participaron en el reporte “Instrumentando recursos transfronterizos para el cambio climático”, ya que la investigación de los ecosistemas compartidos entre México y Estados Unidos –algunos incluso hasta Canadá, por la fauna migratoria- genera el conocimiento que permitirá su conservación. “Las especies sí requieren visa para pasar las fronteras”, dice Arturo Ramírez-Valdez, oceanógrafo de la Universidad de California en San Diego. El científico explicó en una ponencia en Tijuana que las fronteras políticas afectan directamente a los animales migratorios, como aves y peces, pues una especie protegida por el gobierno en Estados Unidos puede ser adquirida en un mercado mexicano para su consumo. “Tenemos el mismo ecosistema, pero no es el mismo tratamiento”, lamentó.
LA SOLUCIÓN: COMPARTIR Y SABER ADMINISTRAR
Las presas son gran parte del problema del cambio climático, pero con una mejor utilización pueden convertirse en parte de la solución, coinciden los expertos. El ecólogo Exequiel Ezquerra explica que la presa Hoover fue construida para evitar que el agua dulce llegara libremente al Alto Golfo de California y poder utilizarla para consumo humano, lo que provocó que se secara toda la flora que generaba el paso natural del río y las especies que de ahí se alimentaban emigraran o murieran. “Eso no solo lo hicimos en el Colorado, sino en el río Fuerte, el Sinaloa, en el Santiago, más recientemente en el Balsas, con excepción del río Sampedro, todos los ríos que bajan al Pacífico en México han sido represados; es esta idea de que represar era el progreso porque te quedabas con el agua en el continente en vez de que se vaya al mar”, puntualiza el investigador.
En los años 30, cuando se construyó y posteriormente en los 40 cuando fue firmado el Tratado de Aguas, “nadie tenía una idea muy clara de que el flujo de agua hacia el mar es un dador de vida en el camino y a su llegada”, indica Ezquerra, por lo cual el medioambiente no fue incluido en el texto como un actor en el escenario que también necesitaba agua. Los efectos negativos de esta omisión no solo implican aridez donde solía haber vegetación: con ello se han perdido servicios ecosistémicos que protegen a las especies y al hombre, como la vegetación en las costas que las protege de huracanes y del ascenso del nivel del mar; la captura de carbono atmosférico y la productividad de las pesquerías.
La solución entonces, concluye el experto, no implica un gran sacrificio para los humanos, sino simplemente compartir el agua con todos los usuarios. “Tampoco estamos en la posición irreductible de no represar absolutamente nada, claro que necesitamos agua para la agricultura, pero no hubiera sido un costo muy alto dejar que una cierta cantidad de agua mantenga los servicios ecosistémicos de los estuarios, lagunas costeras y la propia costa y eso en su momento no se tomó en cuenta”.
El catedrático de la Universidad de California en San Diego Samuel Sandoval agrega que fueron dos los elementos importantes que quedaron excluidos del Tratado de Aguas, el medioambiente como usuario y la explotación de los mantos freáticos, que en la práctica ha servido como alternativa para las ciudades cuando hay poca agua: la extraen del subsuelo pero no la reponen, una labor que solían hacer, justamente, los ríos en su flujo natural por la tierra. Y su sobreexplotación es un alto riesgo para los asentamientos humanos, ya que son depósitos de agua que fungen como una especie de reserva. “Los mantos freáticos son un fondo de ahorro y los estamos usando como tarjeta de crédito”, es la analogía con la que explica la gravedad de este problema el hidrólogo, quien también es parte de los casi cien científicos que redactaron el informe liderado por el biólogo mexicano Octavio Aburto.
El río Colorado mantiene hasta el momento el suministro para Estados Unidos y México, pero los expertos advierten que de seguir bajando el nivel en el deshielo de las montañas (agua que alimenta al río) debido al calentamiento global, llegará la escasez para ambos países. No obstante, son optimistas: coinciden en que es posible recuperar espacios que parecían muertos. Cecilia García, fundadora del colectivo Luciérnaga, que difunde los trabajos de organizaciones civiles como Pronatura Noroeste, lo resume así: “Todavía se pueden revertir los efectos del cambio climático a través de la recuperación de ecosistemas, estamos a tiempo para que los niños de hoy y de mañana conozcan lo que sus abuelos conocieron en su propia infancia”.
Con este fin, el Grupo de Trabajo Ambiental ya tiene un nuevo plan: consiguió que el acta 319 se extendiera por otros nueve años por medio del acta 323, con vigencia de 2018 a 2026, que incluye 258 millones de metros cúbicos de agua; nueve millones de dólares para restauración y otros nueve para ciencia y monitoreo, y prevé al menos tres “flujos” más, como el de 2014, remata Osvel Hinojosa.