La pluma pesa más de lo que debería. Es absurdo, pero lo siento así. La sostengo entre los dedos, dudo un segundo, y él, al otro lado de la mesa, hace ese ruido con la garganta que siempre hacía cuando algo lo desesperaba. Años de convivencia y al final lo que queda son tics que todavía reconozco.
El abogado me señala la línea. Firmo. Primera vez. Paso la hoja. Segunda firma. Tinta azul sobre papel, como cuando compramos el departamento, cuando nos dieron el crédito del coche, cuando abrimos aquella cuenta conjunta que después se quedó en ceros. Solo que esta vez no hay emoción, ni futuro. Es un final burocrático.
Él toma otra pluma y firma sin titubear. Después la coloca sobre la mesa con un golpe seco y se recarga en la silla.
—Listo.
Eso es todo. Ni un “bueno, así son las cosas”, ni un “qué raro que estemos aquí después de todo”, ni mucho menos un “lo siento”. Solo “listo”, como quien firma la entrega de un paquete. Como si no hubiéramos sido familia.
El abogado junta los papeles. Nos explica las últimas formalidades, pero yo ya no estoy ahí. Estoy pensando en lo irónico que es todo esto. La gente dice que “nadie conoce de verdad a la persona con la que se casa hasta que se divorcia”. Como si uno pudiera conocer todas las versiones de alguien antes de comprometerse. Como si existiera forma de predecir quién va a ser esa persona cuando la vida le apriete, cuando el amor se agote, la pasión se extinga, cuando haya dinero o custodia de por medio.
Lo veo agarrar sus llaves. Por primera vez en semanas me mira directo a los ojos, como queriendo reconocerme. Como alguien que no sabe quién eres hasta después de mucho tiempo de haberte saludado.
—Nos vemos.
No respondo. Lo veo salir.
Me quedo sentada un momento más. Hay un vacío raro en el pecho. No es tristeza exactamente, pero tampoco alivio. Es la sensación de estar en el borde de algo, pero sin saber si es un abismo o un nuevo camino.a veces me cuesta distinguir.
El abogado me ofrece una sonrisa profesional.
—Le deseo lo mejor.
Asiento, aunque no sé qué significa eso ahora.
Salgo del despacho. Afuera, la ciudad sigue su curso. La gente camina, los autos avanzan, alguien ríe en la otra esquina. Para todos los demás, es un día cualquiera. Para mí, es el primer día de algo que todavía no sé nombrar.
Y sí, claro. Se supone que esto no es un fracaso. Que lo habría sido quedarse donde ya no quedaba nada que dar. Pero nadie te dice que, aunque hayas hecho lo correcto, igual se siente como perder. O no.
Después de todo no hay derrota en seguir adelante.