Columna DE TIEMPO Y CIRCUNSTANCIAS
Última de cinco partes
NICHOLAS P. TRIST fue un virginiano de la más pura cepa. Era abogado, diplomático, esclavista, rico y esposo de la nieta de Jefferson, uno de los Founding Fathers (Padres de la Patria de Estados Unidos).
La razón por la que viene a cuento Mr. Trist es por que él representaba al gobierno estadounidense en las negociaciones por los territorios que iban desde Texas hasta la Alta California.
El 2 de febrero de 1848 se firmó el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, que condenaba a México a perder esos 2 millones 400,000 kilómetros cuadrados, cediéndoselos a los Estados Unidos, y don Nico estaba presente. Una carta de la Sra. Trist narra lo sucedido. A un comentario de Bernardo Couto, Mr. Trist respondió que lo único importante era hacer la paz entre nuestras naciones. Pero después, al llegar a casa, Mr. Trist le dijo a su esposa:
“Si esos mexicanos hubieran podido leer en mi corazón en aquel momento, se habrían percatado de que mi sentimiento de vergüenza como americano era más profundo que el suyo como mexicanos… Si mi conducta en esos momentos hubiera estado gobernada por mi conciencia como hombre, y mi sentido de justicia como americano, hubiera cedido en todas las instancias”.
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Cuando perdimos el territorio ante los estadounidenses perdimos también su respeto.
Después de Santa Anna hubo tres presidentes en menos de un año; hasta que llegó Ignacio Comonfort, quien luego de un par de años dejó en su lugar, como interino, al Lic. Benito Juárez, quien se quedó como presidente constitucional.
Al mismo tiempo, Félix María Zuloaga fue declarado presidente por los conservadores. De nuevo se abrieron las posibilidades para los yanquis, pues había dos gobiernos, el legal y el usurpador. Ambos buscaban el reconocimiento de la comunidad internacional y, fieles a la tradición, ninguno tenía dinero.
Juárez buscó el apoyo político y económico de los estadounidenses. Zuloaga buscó el apoyo de Europa. El presidente norteamericano, James Buchanan, guardó sus cartas para ganar tiempo. Sabía que lo más conveniente era apoyar a Juárez, pues Zuloaga, si conseguía el apoyo europeo, sería reacio a darle más concesiones, pero también sabía que el tiempo estaba a su favor y, conforme transcurriera, Juárez estaría más necesitado y daría mayores ventajas.
Buchanan dijo estar con el gobierno de Juárez, pero para reconocerlo era menester firmar un tratado y mandó a Robert M. McLane a negociarlo. Por Juárez negoció don José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santísima Trinidad Ocampo Tapia, a quien la historia conoce como Melchor Ocampo.
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La necesidad hizo que el gobierno de Juárez cediera lo que no debía ceder. El tratado se firmó el 14 de diciembre de 1859. Sin embargo, el Senado yanqui no ratificó el Tratado McLane-Ocampo, temiendo que pudiera favorecer a los estados del sur con los cuales había un conflicto que terminó convirtiéndose en guerra civil en abril de 1861. A fin de cuentas, la suerte le guiñó un ojo a don Benito.
La guerra civil estadounidense le abrió la puerta a Napoleón para poner a un príncipe europeo en México, proyecto que era impulsado por los conservadores mexicanos, y así Maximiliano de Habsburgo llegó como emperador del Segundo Imperio Mexicano. Juárez, a la sazón, andaba a salto de mata por los estados que apoyaban su presidencia. Dos proyectos de nación se desarrollaban en México a un tiempo. El de Maximiliano contaba con el apoyo de la Iglesia, de los conservadores y de Napoleón con su ejército; por lo tanto, tenía dinero, soldados, armas y pertrechos. Juárez andaba a la quinta pregunta en un carruaje con los archivos nacionales y en constante huida.
SOLO HAY INTERESES
Mientras los estadounidenses se daban hasta con la cubeta, Juárez veía cómo la lumbre le llegaba a los aparejos. Finalmente, los yanquis triunfaron sobre los confederados y se firmó la paz en Estados Unidos. Ahí Juárez conoció, como ningún político mexicano, las dos caras de la moneda yanqui. Por un lado, lo obligaron a firmar un tratado vergonzoso; por el otro, cuando nos invadieron los franceses, Abraham Lincoln lo protegió incondicionalmente. Los yanquis supieron que, de no ayudar a Juárez, la mina de oro que era México dejaría de estar sometida a su arbitrio; por eso pusieron sus recursos al servicio del gobierno juarista para acabar con Maximiliano. Esto venía a comprobar que los estadounidenses no tienen amigos, ni enemigos. Solo tienen intereses.
El ejército juarista venció al del Imperio y se instaló el benemérito 12 años en la presidencia, que fueron de relativa paz y sobria administración. Murió en 1872. Lo sucedió Sebastián Lerdo de Tejada. Luego José María Iglesias, y el Gral. Porfirio Díaz, por la fuerza de las armas, se apoderó de la presidencia, convocó a elecciones extraordinarias y resultó electo. Díaz conocía los resortes que movían al pueblo y puso, por primera vez, orden en el país.
Arregló la deuda con Estados Unidos. Otro tanto hizo con los europeos. México, con recursos naturales abundantes y siete millones de habitantes, representaba un mercado atractivo y tanto estadounidenses como europeos se interesaron en invertir.
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El orden permitió que México iniciara una etapa de progreso. Se equilibró el presupuesto, los ingresos del gobierno federal pasaron de 16 millones de pesos en 1870 a 111 millones de pesos en 1910; los ingresos de los estados crecieron al triple, se creó el Banco Nacional de México y, algo de vital importancia: se construyeron escuelas para la población general. En 1870 había 4,500 primarias con 140,000 alumnos, y en el año de 1900, 9,000 escuelas atendían a 700,000 alumnos. La ciencia recuperó su lugar al grado de que, en la Conferencia Internacional de Meridianos, México asistió, con voz y voto, a las reuniones para definir los acuerdos del tiempo en el mundo.
El presidente Taft, movido por la curiosidad, invitó al presidente Díaz a una reunión. La cita se concertó en El Paso, Texas. Don Ernesto Fernández de Arteaga, político maderista, narra la entrevista en su diario:
“En la reunión… Taft lució descuidado, con abultado abdomen que mal cubría el traje oscuro que llevaba… En cambio, destacaba don Porfirio, a quien los años… habían transformado de patán oaxaqueño en atildado caballero… Don Porfirio lucía como todo un estadista en su bien cortado traje oscuro y rodeado de su Estado Mayor… Taft quedó sorprendido de lo que veía. Era como si el vecino fuerte y poderoso fuera el país situado al sur… Ello no agradó al presidente de Estados Unidos”.
México ya no era el vecino miserable que aceptaba todo a cambio de un mendrugo. Ahora venía de pie, con la frente en alto y compitiendo contra Estados Unidos en los negocios. Había recuperado el respeto de la comunidad internacional, y eso era un problema para los estadounidenses.
LA REVOLUCIÓN MADERISTA
La solución vino en la elección presidencial de 1910 en la que Madero compitió contra don Porfirio. Madero perdió y escapó a San Antonio, proclamando el plan de San Luis. Tenía todo para levantarse contra Díaz con excepción de dinero, y es bien sabido que las guerras, de acuerdo con Napoleón, se ganan con tres cosas: la primera es dinero; la segunda, dinero; y la tercera, más dinero. Para conseguirlo, Madero envió a don Ernesto Fernández a Washington.
Don Ernesto fue recibido por el secretario de Estado estadounidense, quién lo mandó con el secretario del Tesoro y con el secretario de Guerra, entre todos lo proveyeron de fondos, armas y pertrechos, y el secretario de Guerra le dictó la estrategia para el movimiento.
Las revoluciones por lo general se hacen con un grupo de gente que prefiere una forma de morir más digna que morir de inanición y alguien que financia el proyecto que, de triunfar, debe ajustarse a los intereses del financiero.
Prestar dinero y armas a los mexicanos para que, siguiendo su terrible vocación, se aniquilaran, desprestigiándose comercialmente y arruinando su economía, venía como anillo al dedo a los yanquis.
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La revolución estalló; don Porfirio mandó a Limantour a dialogar con los revolucionarios; Limantour le informó que los yanquis apoyaban a Madero; don Porfirio se dio cuenta de la celada y renunció al poder.
La revolución maderista duró siete meses. Esto frustraba el plan de descarrilar a México. Con un poco de talento, Madero estaría en condiciones de retomar el paso en poco tiempo; pero al presidente le faltaron sensibilidad y malicia para controlar las ambiciones de sus paisanos y las del embajador estadounidense.
El embajador, Wilson, se reunió con Victoriano Huerta. Lo que sigue es de todos conocido: Huerta mató a Madero, a Huerta lo desterró Carranza, a Carranza lo mató Obregón, y a Obregón lo mataron entre León Toral y Calles.
A estas alturas el país estaba, de nuevo, en quiebra. El objetivo yanqui estaba logrado. Ya no había milagro mexicano, ni se instalaría la democracia en México. Las escuelas, que durante el Porfiriato crecían velozmente, ya no tenían presupuesto, pues no había dinero y la ciencia se quedó en veremos.
Cuando don Ernesto Fernández de Arteaga vio el resultado del movimiento que había iniciado con Madero, escribió en su diario:
“Lo cierto es que muchos guardábamos resentimientos contra el viejo patriarca de cabello y bigote canos y severo aspecto. No sabíamos que lo que iba a ocurrir iba a ser fatal para todos”.
Hace algunas semanas, discutiendo este tema, un querido amigo, Francisco Concha, me dijo que gracias a la Revolución se había logrado la justicia social. Es cierto que el régimen porfirista había descuidado algunos sectores de la población, pero todos estaban mejor que antes del Porfiriato por una sencilla razón: la economía crecía a pasos agigantados y el país estaba en paz. De seguir la ruta antes o después habría equilibrio y don Porfirio solo duró cinco años más. Juárez, con su buena suerte y un sacrificio heroico, nos devolvió la idea de patria; Porfirio Díaz consolidó la patria dándole paz y solidez financiera con desarrollo económico; y los yanquis pusieron la voluntad, el dinero y las armas para que volviéramos a las andadas, nos aniquiláramos recíprocamente, y descarriláramos el desarrollo. Así la Revolución vino a romperlo todo.
Cuando acabó, el país y sus soldados regresaron a la miseria de siempre y los yanquis volvieron a perdernos el respeto.
Después de todo esto, ¿qué es lo que festejamos?
VAGÓN DE CABÚS
El general Salvador Cienfuegos duerme en su casa. El fiscal estadounidense Seth D. DuCharme dijo que había que liberarlo por razones políticas. Ojo, no fue exonerado.
Es claro que el apoyo que López Obrador le dio a Donald Trump, en la elección reciente, le fue rentable. Ahora habrá que ver la rentabilidad de ese apoyo con los demócratas, que están quejándose de una intervención de México en su proceso electoral. N
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Salvador Casanova es historiador y físico. Su vida profesional abarca la docencia, los medios de comunicación y la televisión cultural. Es autor del libro La maravillosa historia del tiempo y sus circunstancias. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.