Una experta explica por qué los padres podrían ser una de las partes más importantes del problema en las escuelas secundaria.
La secundaria es ampliamente considerada uno de los periodos más difíciles del desarrollo adolescente y la sociabilización. Comprensiblemente, los padres quieren aligerar el paso de sus hijos durante estos años difíciles. En este artículo se discute cómo las experiencias de los adultos en la escuela secundaria influyen en su propio comportamiento y cómo responden a los retos de sus hijos.
Además, se pone sobre la mesa por qué las intervenciones de los padres en realidad podrían exacerbar en vez de ayudar en un periodo de tensas interacciones sociales.
EMPEZAR POR LOS PADRES
La escuela secundaria debería venir con una advertencia de trauma para los padres. Todos sabemos que puede ser una etapa de inestabilidad psicológica para los adolescentes. Es el momento cuando las viejas amistades terminan de manera abrupta, se forman alianzas nuevas, y todos están sujetos a un proceso brutal de “clasificación”, como le oí decir una vez al psicólogo y autor Michael Thompson, el cual ordena a los chicos en jerarquías despiadadas basadas en su apariencia, riqueza, condición física y ese ingrediente siempre misterioso que en mi época llamábamos “chévere”. Una profesora de sexto grado a quien entrevisté se refería a ello como “poder social”. Todos queremos guiar a nuestros hijos a través de esta fase de la vida con el menor daño emocional posible. No obstante, de lo que no nos percatamos es el riesgo en que estamos nosotros mismos de perder el rumbo por los poderes abrumadores de nuestras propias preocupaciones.
Caí en cuenta de ello cuando mi hija (tengo dos, pero por cuestiones de privacidad las he fusionado en una sola aquí) estaba en secundaria, aquellos años en los que yo —como muchos padres— hallé más difícil toda mi vida parental. La razón no fue que, como dictaría el estereotipo, fuera especialmente desafiante. Más bien fue que verla pasar por una fase que yo recordaba como extraordinariamente dolorosa era, como dijo una madre a quien entrevisté después, “como morir por mil cortadas”. Y aun cuando nunca lo discutimos directamente, tenía una idea muy clara de que otros padres, también, lidiaban con muchas situaciones desagradables que eran desencadenadas por el paso de sus hijos por la secundaria.
Lee más: Independencia, autonomía y aventura… una adolescente 30 años después
Todo año escolar empezaba con una sensación desalentadora de inevitabilidad —que los chicos de mayores estaban destinados a ser malos; que la secundaria apesta, apestaba y siempre apestará— y que nadie podía hacer nada al respecto. Pero me afectó la manera en que los padres, quienes anteriormente no estaban dispuestos a aceptar algo para sus hijos sin luchar —nada de leche con chocolate en la cafetería, nada de tareas dignas de un campamento, ni siquiera reglas para limitar el uso de teléfonos celulares en la escuela—, parecían dispuestos a rendirse de plano y hacerse a la idea de que los años de secundaria estaban destinados a ser horribles. Incluso me sorprendió más el grado en que, a veces, ellos mismos parecían convertirse en jóvenes de secundaria. Chismeando, observando con vigilancia ansiosa cuando empezaban los dramas de sus hijos… y luego tomando partido. Usando etiquetas como “chicas malas” o “chicos problemáticos”, “mujeriegos” o “zorras”, controlando de forma excesiva las vidas sociales de sus hijos para hacer avanzar sus ambiciones de popularidad o protegerlos del dolor social.
Me pregunté: ¿qué está pasando?
¿LO MISMO DE SIEMPRE?
Tal vez no era un misterio tan grande. Sabía que las madres y padres a mi alrededor eran un montón de ansiosos. Y el solo pensar en la secundaria les recordaba sus peores miedos. Para cuando nuestros hijos estaban en sexto grado, la película Chicas pesadas, de Tina Fey, ya era un clásico de culto en las pijamadas. Términos como “abejas reinas” y “chicos alfa” habían llegado a definir, en muchas, si no es que en la mayoría de las mentes, la experiencia de la secundaria. Y cuando apareció el iPhone, y proliferaron todas las formas variadas de redes sociales, se intensificó la idea de que cualquier conducta odiosa que podíamos recordar de nuestros propios años en la secundaria ahora era mucho peor: más pública, en cierta forma “más degradante”, como me lo dijo la madre de un chico de secundaria, cuyos recuerdos de la adolescencia temprana a mediados de la década de 1970 parecían tomados directamente de Picardías estudiantiles.
Pero descubrí, al ver a mi hija y sus compañeros de clase, que los estudiantes de secundaria eran más o menos iguales que cuando yo crecí. Se hacían miserables unos a otros con las mismas maquinaciones de amistad y maniobras de admitir y sacar del grupo. La tecnología a su disposición había cambiado, pero la usaban para prácticamente lo mismo que los estudiantes de secundaria en la época analógica de los teléfonos de casa y las notas pasadas de mano en mano en clase. Hacían capturas de pantalla de textos crueles para “ayudar” a sus amigos a averiguar a quién le agradan y quién los odiaba; nosotras teníamos la práctica horrible de llamar a una amiga y engañarla para que despotricara contra otra amiga que estaba oyendo en otra extensión. Ellos creaban publicaciones anónimas y enviaban correos electrónicos no rastreables; nosotras pasábamos “libretas de críticas” para expresar nuestra crueldad sin firmar.
Lo único —una cosa en verdad grande— que había cambiado, y para peor, era el mundo de los padres de secundaria. Mientras que, en mi época, el sexto grado marcaba un punto en el que los niños empezaban a tener mucha más libertad, en el mundo de mi hija, la secundaria fue una época en la cual los padres eran aún más firmes. Ellos “monitoreaban” las actividades de sus hijos, tanto en línea como fuera de ella, y de plano se entrometían. A veces, en aras de “abogar” por sus hijos, reproducían lo que se parecía muchísimo a la conducta clásica de “chica pesada” (o chico) —excluyendo, intimidando, incluso peleando físicamente con otros padres— a veces con sus hijos al lado, rogándoles que pararan.
Los padres con quienes he hablado en años recientes me han contado historias que nunca dejan de asombrarme: los adultos deciden quién puede asistir o no a las fiestas, e incluso comparten el coche con base en cuán chéveres se ven los chicos en Facebook. (“No habrá espacio suficiente para una foto de grupo en la entrada”, fue la pésima excusa que una madre usó para excluir al amigo impopular de su hijo de una reunión previa a un baile.) Los padres recaen en sus propias obsesiones sociales de la secundaria.
Los padres, en líneas generales, no hacen cosas de chicos de secundaria porque sean personas terribles. Lo hacen porque están asustados. O indefensos. Cuando más, pueden incluso sentir —si sus hijos en secundaria parecen tristes, pierden amigos, provocan llorosas peleas familiares o simplemente desaparecen por periodos largos y furiosos en sus cuartos— que están fallando en la labor más importante de sus vidas. Un estudio de 2015 mostró que el comienzo de la pubertad es en realidad un factor desencadenante de disminución marcada en el sentir de “eficacia personal” en los padres, o sea, el grado en que sienten estar a la altura de criar a sus hijos de una manera positiva. Esto es cierto desde hace tiempo. Y para esta generación de padres en particular, las dificultades de “clasificar” de los chicos de secundaria son especialmente dolorosas. Ellos ponen el dedo en nuestras propias llagas relacionadas con la clase, la riqueza y el estatus, problemas que se han gestado por mucho tiempo y que tienden a llegar a su punto crítico al empezar la edad madura. Dados todos estos factores desencadenantes, no sorprende que los padres terminen comportándose en el mismo nivel que sus hijos, tratando desesperadamente de asumir el control. El problema es que, como siempre lo hacen los padres que controlan desesperadamente, empeoran una mala situación.
SON LOS VALORES
Por buenas que sean sus intenciones, los padres tienden a preocuparse por lo que no deben. Temen a los “mensajes sexuales” y el bullying, ambas conductas extremas que ocurren con mucha menos frecuencia entre los chicos de secundaria de lo que tendemos a pensar. Pero lo que no tienden a considerar —y lo que yo he llegado a pensar enfáticamente— es que el peligro más grande que enfrentan nuestros chicos de secundaria ahora no es en realidad sus teléfonos o sus semejantes. Es nosotros, o más específicamente, son los valores comunes que dominan en nuestro mundo y que reforzamos a través de la crianza: egoísmo, competencia y éxito personal a cualquier costo.
Las investigaciones muestran que esos valores, que tienen todo que ver con marcadores externos de estatus y autoestima, son psicológicamente dañinos para todas las personas, en todas las edades y en todas las comunidades. Crean un montón de infelicidad personal, y son malos para nuestra sociedad. Pero precisamente porque la adolescencia temprana es un periodo crucial en el que nuestros cerebros son supersensibles, en especial a cualquier cosa que nos dice quiénes somos y cuál es nuestro rango, afectan con mayor dureza a los chicos de secundaria.
Esto significa que muchas de las cosas que hacemos para fomentar los intereses de nuestros hijos y apuntalar sus sentimientos pueden resultar muy contraproducentes. Cuando les enseñamos a nuestros hijos a anteponerse a todo y enfocarse solo en los resultados, no solo los motivamos a ignorar o pisar las necesidades de otros, también les robamos los elementos claves del bienestar psicológico: buenas relaciones y una sensación de pertenecer. Cuando perdemos nuestros límites y entramos en sus batallas, evitamos sus posibilidades de desarrollar competencias y de sentirse hábiles, los elementos centrales de la resistencia a la larga.
En vez de sumirnos en el terreno afectivo de los chicos de secundaria, los adultos debemos aumentar nuestro nivel de funcionamiento emocional. Tenemos que aprender a escuchar sin apresurarnos de inmediato a arreglar las cosas y a tolerar la angustia —la nuestra y la de ellos— sin perder la compostura. Tenemos que descifrar cómo reconocer, sin mortificarnos de forma excesiva, las cosas malas que suceden. Y darle un poco de ligereza y sentido del humor a los lugares oscuros de la secundaria, siempre teniendo en mente que pocas situaciones sociales son blanco y negro.
Te puede interesar: ‘OK, Boomer’, la expresión de los jóvenes de EU para descartar las opiniones de los adultos
Esto es increíblemente difícil de hacer. Yo misma rara vez, si acaso, lo hice exitosamente. Pero siempre tengo presente ahora un ejemplo que oí en mis entrevistas con una madre quien se sentó con las amigas de secundaria de su hija cuando se quedaban a dormir. Ella asumía el papel de una orientadora no crítica, tratando de encauzarlas, para “ayudarnos a descifrar lo que estaba pasando con nuestras amigas”, recordó su hija, ahora adulta y profesora de secundaria. “Ella nos explicaba cómo la autoestima y la necesidad de agradar eran en realidad las cosas que motivaban la mayoría de estas decisiones raras/malas que nuestras amigas tomaban… Ella nos instaba a tener compasión por las chicas que estábamos tan listas a tachar de ‘mujerzuelas’”.
La compasión es el bálsamo para el alma del padre de secundaria. Enseñarla, modelarla y hacer que tus chicos de secundaria expandan sus pensamientos y sentimientos más allá de los límites de sus propias mentes son, por mucho, los mejores regalos que puedes darles. Si podemos lograr todo esto, incluso de manera imperfecta, esto les dará a nuestros hijos el mensaje de que son competentes y capaces y que sus amistades perdidas o dramas son problemas que deben solucionarse en vez de catástrofes existenciales. Y que es extremadamente empoderador, para ellos y para nosotros.
Creo firmemente que, al reconsiderar los años de secundaria, tenemos la oportunidad de ser adultos mejores y más felices.
Ciertamente, vale la pena intentarlo. Porque no queremos quedarnos por siempre en el mismo grado.
—
Extracto adaptado del libro And Then They Stopped Talking to Me, de Judith Warner, publicado por Crown.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek