La pandemia está reescribiendo los planes del Pentágono para contingencias nacionales. Si el coronavirus paraliza el gobierno, las fuerzas castrenses podrían hacerse cargo de mantener el orden.
Aunque el presidente Trump asegura que dio negativo al coronavirus, la pandemia de COVID-19 ha atizado el temor de que enormes segmentos del Poder Ejecutivo, el Congreso y la Suprema Corte puedan quedar incapacitados. Esto obligaría a implementar planes para preservar la “continuidad del gobierno”, los cuales implican evacuar Washington y “delegar” el mando a funcionarios de segundo nivel ubicados en instalaciones apartadas y en cuarentena.
Sin embargo, el coronavirus es una incidencia inédita que vulnera incluso las fuerzas armadas y plantea escenarios desastrosos, como la posibilidad de que la escasez de alimentos desencadene actos generalizados de violencia. Por eso los planificadores están analizando lo que denominan “circunstancias extraordinarias”.
Estados Unidos ha dispuesto planes de contingencia ultrasecretos para que los militares intervengan ante la eventual incapacidad de todos los sucesores constitucionales, y hace más de un mes se dio la orden de activar dichos planes. No solo para proteger Washington, sino también para la posible adopción de alguna forma de ley marcial.
Según documentos recientes y numerosas entrevistas con expertos militares, esos planes —denominados Octagon, Freejack y Zodiac— son legislaciones que garantizan la continuidad del gobierno. De hecho, las medidas contempladas para circunstancias extraordinarias son tan secretas que la “delegación” podría pasar por alto las disposiciones constitucionales para la sucesión gubernamental y dejaría el control de todo el país en manos de los comandantes militares.
“Estamos en territorio desconocido”, dice un funcionario sénior, de modo que hay que tirar a la basura el paradigma posterior al 11 de septiembre. Y con el siniestro humor que empieza a florar en este desastre en evolución, el funcionario añade que más vale que los estadounidenses empiecen a averiguar quién es el general Terrence J. O’Shaughnessy.
Este personaje es el “comandante combatiente” de Estados Unidos y, en teoría, tomará el mando cuando Washington quede desierto. Claro está, hasta que sea posible instalar a un nuevo dirigente civil.
¿Qué sucedería si enfermaran tantos miembros del Congreso que la legislatura no pudiera sesionar o reunir un quórum suficiente? El experto gubernamental Norman Ornstein responde que, tras los ataques del 11/9 y alarmados por la escasa preparación de Washington para semejante contingencia, él y otros eruditos crearon la Comisión para Continuidad Gubernamental, grupo bipartidista que analiza justamente ese tipo de problemas.
El propio Ornstein reconoce que las dos décadas invertidas en ese esfuerzo han sido inútiles, ya que el Congreso no tiene capacidad o interés en aprobar nuevas legislaciones ni en crear procedimientos que autoricen la operación gubernamental a distancia para situaciones de emergencias. En cuanto al gobierno federal, tampoco está preparado para funcionar si una pandemia afecta justo a las personas que habrán de tomar el mando en una emergencia. Por ello, por primera vez, los líderes del país están contemplando procedimientos extraordinarios adicionales a los ya existentes para el periodo posterior a una guerra nuclear.
Hasta ahora, casi todas las contingencias susceptibles de preparativos de emergencia se han sustentado en el apoyo civil y militar proporcionado desde el exterior. Según la descripción de un oficial militar implicado en la planificación de continuidad, lo que hay es una estrategia de “caballería”; es decir, apoyo militar solicitado u ordenado después de agotar todas las posibilidades de la autoridad civil local.
“Pero puede que no haya un ‘exterior’”, advierte el oficial, al abrigo del anonimato por tratarse de un asunto de extrema sensibilidad.
Como reconocimiento de la vulnerabilidad de las fuerzas armadas, el Pentágono ha ordenado restricciones nunca vistas para operar fuera de las sedes militares. Hace unas semanas restringió durante 60 días casi todos los viajes al extranjero; y después emitió lineamientos nacionales complementarios que, en esencia, mantienen a todos los uniformados dentro o cerca de sus bases. Con todo, fuentes del Pentágono señalan algunas excepciones, como los viajes “esenciales para una misión”.
El adjetivo “esencial” aplica a más de una decena de misiones secretas, casi todas contempladas dentro de tres grandes planes de contingencia:
• CONPLAN 3400 o “defensa nacional”, para la eventualidad de que Estados Unidos se convierta en campo de batalla.
• CONPLAN 3500 o “apoyo para la defensa de las autoridades civiles” establece que las fuerzas armadas pueden intervenir en una emergencia que no suponga un ataque armado contra el país.
• CONPLAN 3600 abarca operaciones militares en la Región de la Capital Nacional, así como la continuidad gubernamental, por lo que incluye las disposiciones más secretas para mantener dicha continuidad.
Todos estos esquemas son responsabilidad del Comando Norte de Estados Unidos (NORTHCOM), autoridad militar creada a raíz del 11 de septiembre de 2001, y cuyo comandante es el general Terrence J. O’Shaughnessy, destacado en la base de la Fuerza Aérea de Colorado Springs, Colorado.
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El 1 de febrero, el secretario de Defensa Mark T. Esper giró instrucciones para que NORTHCOM ejecutara los planes nacionales para la pandemia. Pero, en secreto, firmó una “orden de advertencia” (conocida como WARNORD) que instruye a NORTHCOM y numerosas unidades de la costa oriental a “prepararse para el despliegue” como apoyo para posibles misiones extraordinarias.
Hay siete planes secretos —algunos altamente compartimentados— que detallan los preparativos para misiones extraordinarias. Tres de ellos tienen que ver con el transporte, para la eventualidad de que la Casa Blanca y el gobierno federal deban desplazarse a instalaciones operativas alternas. El primero, llamado plan de Rescate y Evacuación de los Ocupantes de la Mansión Ejecutiva (RESEM), conlleva el mandato de proteger tanto al mandatario como al vicepresidente y sus familias, cosa que podría traducirse en transportarlos a un lugar designado por el Servicio Secreto o —en caso de una catástrofe— rescatarlos de los escombros de la Casa Blanca.
El segundo es el Plan Conjunto para Evacuación de Emergencia (JEEP), el cual define disposiciones para sacar de Washington al secretario de Defensa y demás líderes de seguridad nacional. En tercer lugar, tenemos el Plan Atlas, estrategia para conducir a los dirigentes no militares (líderes del Congreso, la Corte Suprema y otros personajes importantes) a los sitios de reubicación designados para una emergencia. Asimismo, el Plan Atlas inicia la activación y el acordonamiento del búnker de Maryland al que se trasladarán las operaciones gubernamentales.
Por su parte, Octagon, Freejack y Zodiac (las tres contingencias más compartimentadas) ordenan que las unidades militares de Washington, D. C., Carolina del Norte y el este de Maryland defiendan las operaciones del gobierno en caso de un colapso total. Y el séptimo plan —denominado Granite Shadow— define los operativos de misiones nacionales extraordinarias para escenarios que impliquen armas de destrucción masiva o ADM (en 2005, escribí sobre la existencia de este plan y su “fuerza para misiones nacionales”, la cual está siempre preparada para responder a un ataque terrorista o una amenaza nuclear, incluso en tiempos de paz).
Como parte del ejercicio Capital Shield, que prevé la centralización de las ADM en Washington, casi todos estos planes se ponen en marcha durante las investiduras y los informes presidenciales a la nación (el ejercicio del año pasado se fundamentó en un escenario ADM en el metro capitalino). Diversas fuentes militares afirman que solo la destrucción masiva de un dispositivo nuclear —o una enorme pérdida de vidas a resultas de un agente biológico— ejercen una presión catastrófica suficiente para justificar la activación de los planes para circunstancias extraordinarias y otras medidas extraconstitucionales.
“Las armas de destrucción masiva son un escenario crítico. No porque el riesgo sea mayor, sino porque ejercen una presión enorme en el sistema”, me dijo un excomandante de NORTHCOM.
El oficial de alto rango que me habló de la existencia de Granite Shadow (ya jubilado y actual contratista de la Defensa), informa que la fuerza para misiones nacionales entra en acción con “autoridades especiales” previamente delegadas por el presidente y el fiscal general. Dichas autoridades especiales son indispensables porque, según los reglamentos y las legislaciones, las fuerzas militares federales que suplanten la autoridad civil o se involucren en actividades de observancia legal, solo pueden actuar en las circunstancias más estrictas.
¿Cuándo sería necesaria la “autoridad de emergencia” de las fuerzas armadas? Siempre se ha previsto como respuesta a un ataque nuclear en una ciudad estadounidense. Pero ahora, los planificadores están considerando la intervención militar para sofocar la violencia en que podrían caer los urbanitas que busquen protección o peleen por alimentos. Y, según un oficial de alto rango, también en la contingencia de la evacuación total de Washington.
El Departamento de Defensa establece que —en circunstancias extraordinarias— los comandantes militares tienen autoridad para adoptar medidas propias cuando “las autoridades locales no puedan controlar la situación”, incluidos “disturbios civiles de gran escala” que resulten “en pérdidas de vida significativas o en la destrucción injustificada de propiedades”. El Estado Mayor Conjunto reglamentó estas disposiciones en octubre de 2018, enfatizando que los comandantes tienen la autoridad para “participar temporalmente” en el control militar de situaciones en las que “sea imposible obtener la autorización previa del presidente” o bien, cuando las autoridades locales “sean incapaces de controlar la situación”, lo que la reciente directiva del Pentágono caracteriza como “circunstancias extremas”. Aun así, las directivas establecen que, en todos los casos —incluso cuando el comandante militar declare la ley marcial—, el gobierno civil habrá de restaurarse lo antes posible.
“Este proceso es muy simple en escenarios de devastación urbana o regional”, agregó el planificador militar. “Sin embargo, dada la escala nacional del coronavirus, estamos en un territorio que jamás hemos explorado”.
Las medidas de continuidad gubernamental y protección presidencial iniciaron con la presidencia de Eisenhower. Ante la posibilidad de que un ataque atómico arrasara con Washington, se desarrollaron complicados procedimientos secretos y de excepción —muchos de los cuales siguen vigentes— para asegurar que un tomador de decisiones sobreviviera incluso a un ataque directo contra el edificio de búnkeres. A fin de garantizar que siempre hubiera un sucesor constitucional, dichos planes abarcaron el Congreso (al menos, sus líderes); y tiempo después incluyeron la Suprema Corte.
Antes del 11 de septiembre, los programas de continuidad y emergencia fueron ampliados más allá de la preparación nuclear; en particular, cuando los huracanes comenzaron a tener consecuencias devastadoras para la sociedad urbana moderna. No obstante, con el advenimiento de las pandemias —iniciadas con la influenza aviar—, esa protección se ha extendido a las dependencias civiles encargadas de la seguridad nacional (como el Departamento de Salud y Servicios Humanos, la primera responsable en la crisis del coronavirus).
Pese a la minuciosa planificación y a los incesantes ensayos realizados en las últimas tres décadas, los ataques del 11 de septiembre de 2001 fueron una dura prueba para todos los aspectos de la continuidad y las comunicaciones. En aquella ocasión, los líderes pasaron por alto o incluso descartaron muchos de los procedimientos asentados en papel. En consecuencia, el segundo impulso a la continuidad ha tenido un costo multimillonario para el Departamento de Seguridad Nacional y otras dependencias cuya tarea es asegurar la comunicación y el desplazamiento de los dirigentes de Washington. El legado atómico, aunado al pánico de aquel ataque, precipitó una planificación extraordinaria para un escenario terrorista con armas atómicas o radiactivas, la cual condujo a la reapertura y la modificación de los búnkeres clausurados al final de la Guerra Fría.
Esa mentalidad persistió hasta 2006, cuando, tras su desastrosa respuesta a la devastación del huracán Katrina en Nueva Orleans, el gobierno modificó sus preparativos y adoptó, formalmente, un sistema para “toda amenaza”. Esto hizo que todas las dependencias civiles, los 50 estados de la Unión Americana y las comunidades locales —sobre todo, las grandes ciudades— ajustaran sus disposiciones de emergencia a un protocolo nacional común. Fue así como surgió el Comando Norte de Estados Unidos, creado para proporcionar apoyo militar en desastres nacionales con sus tres grandes planes de contingencia construidos a lo largo de 15 años de prueba y error.
Hoy día, todos los niveles de gobierno cuentan con amplios programas de “continuidad” para responder a los desastres naturales y causados por el hombre. Hablamos de un esquema de respuesta nacional que ha arraigado y crecido continuamente; de una acción gubernamental unificada para responder a emergencias que abarcan desde esfuerzos para salvar vidas, proteger y restablecer infraestructura crítica hasta simulacros para evacuar funcionarios clave. En otras palabras, una asociación de estados y dependencias federales, cuidadosamente construida para salvaguardar el Estado de derecho.
En julio de 2016, Barack Obama firmó la directiva presidencial 40 sobre “Políticas de Continuidad Nacional”, precisando las “funciones esenciales” que las dependencias federales deben proteger y conservar, y dando prioridad a las Funciones Nacionales Esenciales que aseguran el “funcionamiento continuo” del gobierno según lo establecido en la Constitución.
Con objeto de proteger el régimen constitucional, las dependencias deben designar no solo una línea de sucesión, sino una de “delegación”; en otras palabras, dos cadenas de individuos ubicados fuera de Washington y quienes entrarán en funciones cuando ocurra una emergencia catastrófica. La Primera Directiva Federal de Continuidad, emitida pocos días antes que Trump asumiera la presidencia, establece que dicha delegación debe prescribir “procedimientos para transferir autoridad y responsabilidades estatutarias” al personal secundario designado, a fin de que pueda preservar las funciones esenciales.
“La delegación puede ser temporal, o mantenerse durante un periodo prolongado”, puntualiza la directiva, añadiendo que el personal delegado deberá encontrarse en “una ubicación geográficamente dispersa que no haya sido afectada por el incidente”. Ahora bien, en el caso del coronavirus, no existe semejante ubicación, de suerte que las disposiciones para circunstancias extraordinarias enfrentan un escenario inaudito. A todas luces, los planificadores deben reconsiderar no solo sus decisiones sobre delegación o ley marcial, sino también la vulnerabilidad de los planes existentes para un desastre nacional.
NORTHCOM asegura que opera meramente como “apoyo” para las autoridades civiles, y solo en respuesta a peticiones de ayuda de los estados o con el consentimiento de las autoridades locales. El Comando insiste en que, desde la perspectiva legal, las fuerzas militares pueden intervenir en el orden público solo si es necesario suprimir “insurrecciones, violencia nacional, asociaciones delictivas o conspiraciones”, en tanto que la privación de los derechos legales y constitucionales de la población se justifica, únicamente, cuando los disturbios “entorpecen la ejecución de las leyes del estado en cuestión, así como las legislaciones federales dentro de dicho estado”. Al respecto, la directiva del Pentágono especifica que, antes de recurrir a la fuerza militar, las autoridades civiles deben “fracasar, declararse incapaces o negarse” a proteger a la población civil.
Desde 2006, tras la catástrofe del Katrina, ninguna entidad federativa ha pasado por una situación de emergencia que haya requerido de la intervención militar. Por una parte —según el oficial implicado en planificación—, esto se debe a que las fuerzas policiacas locales han recibido equipos y entrenamiento militar, volviéndose más capaces. Y, por otra, a que los gobernadores están fortaleciendo la Guardia Nacional, cuerpo militar que hace cumplir las leyes nacionales bajo la dirección de cada estado.
No obstante, para tener idea de cuán sensible es el empleo de las fuerzas armadas en territorio estadounidense, tomemos lo ocurrido hace unas semanas en New Rochelle, Nueva York. Cuando la Guardia Nacional entró en la ciudad respondiendo a la orden del gobernador, el alcalde Noam Bramson consideró necesario asegurar a la población que ningún militar desempeñaría una “función policial”.
Las autoridades locales de todo el país han manifestado la inquietud de carecer de los equipos necesarios para atender la potencial andanada de pacientes infectados por el coronavirus; en particular, ventiladores, aunque también señalan la escasez de camas de hospital para tratar a una gran cantidad de enfermos que podrían necesitarlas. Entre tanto, han empezado a estallar trifulcas en comercios con inventarios limitados. El escenario más grave es que la carestía y la violencia se diseminen, y que las fuerzas militares —hasta ahora, sanas y aisladas en sus barricadas— reciban la orden de tomar el mando.
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Esper y su subsecretario de Defensa, David Norquist, se mantienen físicamente separados para evitar que los dos queden incapacitados, y otras dependencias de seguridad nacional están siguiendo su ejemplo. Por su parte, previendo que el virus arrase con la mansión ejecutiva, los especialistas de la presidencia han preparado la evacuación de la Casa Blanca.
Los planes contemplan que el gobierno mantenga sus funciones esenciales en cualquier circunstancia, aunque sea delegando la autoridad en funcionarios secundarios o en un mando militar temporal. Según la Primera Directiva Federal de Continuidad, una de esas “funciones nacionales esenciales” es que el gobierno proporcione “un liderazgo visible a la nación y al mundo… [al tiempo que] preserva la confianza del pueblo estadounidense”. Con todo, la interrogante es si una élite anónima será capaz de infundir confianza y proteger la autoridad del gobierno, sin exacerbar el pánico del público. Porque eso también podría volverse viral.
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William M. Arkin es autor de media docena de libros, incluido American Coup: How A Terrified Government Is Destroying The Constitution.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek