En las elecciones presidenciales de México, en julio del año pasado, no hubo fraude; nadie cantó fraude, quiero decir.
En las de 2006 y 2012, cuando el actual presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, no obtuvo la mayoría, sí lo hubo, según el propio López.
En las de 2012, ganadas por el aspirante del PRI (Partido Revolucionario Institucional), Enrique Peña Nieto, el fraude, según López, fue pantagruélico: más de 5 millones de votos estafados; casualmente la misma cantidad de sufragios con la que Peña superó a López, entonces candidato del PRD (Partido de la Revolución Democrática).
Inmediatamente después de 2012, López Obrador fundó una agrupación política, Morena (Movimiento de Regeneración Nacional); y, abanderado de esta, continuó la campaña presidencial más extensa de que se tenga noticia en el país azteca: en total 16 años; de 2002 a 2018.
Cuando López Obrador recibió la banda presidencial de manos de su antecesor, el pasado 1 de diciembre, no hubo protestas callejeras, no fueron destrozadas vidrieras, establecimientos, no se armaron revueltas que incluyeran fuertes enfrentamientos entre protestantes y las fuerzas del orden. Algo totalmente opuesto a lo ocurrido en 2012, cuando las fuerzas de la llamada izquierda y sus afines tomaron las calles, destruyeron establecimientos, mantuvieron serias batallas contra policías, granaderos y con todo aquel y aquello que acaso podrían formar parte del fraude.
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El fraude de 5 millones y cacho de votos en 2012 no fue demostrado. Pero los izquierdosos, irracionales como en otras ocasiones, atacaron con todo al “enemigo”; esa entelequia tan conveniente para lanzarse contra ella cuando les resulte conveniente.
Si ponemos atención a lo dicho en las líneas anteriores, podría surgir la pregunta: ¿acaso la izquierda en México o buena parte de ella —como ocurre en otros países latinoamericanos— se halla compuesta por la gente más montonera, revoltosa, irracional y amante de gritar mucho, pero trabajar poco?
En Andrés Manuel López Obrador se ha ido depositando, un año tras otro, un delirio de poder fuera de serie.
Como todo izquierdista peso completo, solo considera cierto lo que para él es cierto. Es decir, resulta excluyente —¿una redundancia en tanto que izquierdista?
Y fanático de un ideario progresista ya agotado; aquel que campeaba, con pocos resultados, allá por las décadas de 1960 y 1970.
Y ha sido patético en ocasiones, como cuando en el sexenio de 2006-2012, no obstante el resultado de unas elecciones —“fraudulentas”— que no lo dieron como ganador, juró en la vía pública como si fuese el presidente real; y así se hizo llamar Presidente Legítimo de México; y presidente legítimo al fin y al cabo, a lo largo de aquel periodo organizó cinco ceremonias en las cuales dio —él— el Grito de Independencia.
ÉPOCA DE PASIVIDAD
Cuando no resultó victorioso en aquellos comicios de 2006, él y su tropa cerraron varias vías principales del centro de la ciudad —incluida la emblemática Paseo de la Reforma— por un periodo de 47 días, lo que provocó grandes pérdidas y aun la ruina de diversos comercios de personas humildes.
En diferentes tribunas de las calles tomadas por la fuerza, se pregonaba la bondad de regímenes como el cubano y el venezolano.
Hoy, a nueve meses de su mandato, López ha llevado a cabo o ha dejado de realizar ciertas actividades que sus simpatizantes —la izquierda abundante y montonera, entre otros— no le hubiesen perdonado a otro presidente; es decir, hubieran tomado las calles con plantones y abundantes marchas de protesta, con el consiguiente estropicio y desorden en general.
A saber, por solo citar algunos ejemplos:
—La pasividad frente a los desmanes del crimen organizado.
—Su colaboración con el gobierno de Estados Unidos para frenar la emigración hacia este país, tomando a México como puente.
—Su ausencia total de los foros internacionales, incluidos no pocos de alta trascendencia en los que, por su importancia, deben asistir justamente los presidentes de los países participantes.
—Su agresividad y descalificación de los órganos de prensa que de algún modo han criticado la gestión presidencial.
López Obrador ha dado muestras de una peligrosa empatía con la izquierda tiránica.
Ejemplos:
A raíz de la muerte de Fidel Castro, expresó: “El comandante Castro fue un político de grandes dimensiones (…) un luchador social que le dio la verdadera independencia a Cuba”, y quien “estuvo a la altura de Nelson Mandela”.
La pregunta: ¿cómo será posible que un aspirante al poder político por medio de elecciones libres, democráticas, alabe, tenga como modelo a un tirano responsable de una dictadura que durante 60 años ha sumido a Cuba en la miseria y el pánico; responsable de que, hasta la fecha, más de dos millones y medio de cubanos hayan tomado el camino del exilio?
A lo anterior se suma el recibimiento fastuoso, en el marco de una visita de Estado, que López Obrador le ofreciera a Miguel Díaz-Canel.
Las preguntas: ¿Desconoce el presidente mexicano —elegido en las urnas— que Díaz-Canel es un “presidente” nombrado a dedo, el más reciente representante de la dictadura antes citada? ¿No sabe López Obrador que en Cuba existe un solo partido político y que toda la prensa autorizada está en la nómina del gobierno? ¿No sabe el presidente mexicano que en la isla de Cuba quienes se manifiestan en contra del gobierno —como hacía López en sus buenos tiempos— va a dar con sus huesos a la cárcel?, ¿no tiene conocimiento de los disidentes que allá en Cuba purgan condenas en las mazmorras castristas? , ¿no le habrán llegado las noticias sobre las golpizas y detenciones de las que son objeto las Damas de Blanco, quienes salen a protestar pacíficamente esgrimiendo como única arma un gladiolo?
SE ASOMA LA PONZOÑA
Otro ejemplo de lo que podría calificarse de pensamiento chiquito —por decir lo menos—, del presidente de México, se refleja cuando dictamina que el cantautor cubano Silvio Rodríguez —gran amigo de él— resulta “el poeta congruente”.
Lo de “congruente” debe significar que Rodríguez, por encima de todas las adversidades, continúa siendo un “revolucionario”. Podríamos agregar que un revolucionario que habita en la nueva burguesía cubana y castrista.
Lo de “poeta” ya es mucho decir: dictaminar que Silvio Rodríguez lo es, viene a ser un acto de barbarie.
Recientemente Andrés López Obrador ha dado a conocer: “Vamos ayudar a Argentina para que salga de la crisis”. Esto, claro, luego de que en aquel país ha triunfado, en las recientes elecciones presidenciales, el candidato de la izquierda.
La frase antes citada ha sido dicha con suficiencia, con ese tono de perdonavidas con el cual un poderoso se refiere a la dádiva que entregará a un menesteroso.
Hasta ahora no sabemos de qué forma, concretamente, el gobierno —que no el pueblo— mexicano ayudará al argentino.
Mas, ¿está México como para ayudar a otra nación? ¿No se encuentra sumido en la pobreza el 42 por ciento de sus habitantes?; ¿lo cual incluye el 76 por ciento en el estado Chiapas, 68 por ciento en Guerrero, 66 por ciento en Oaxaca y 62 por ciento en Veracruz, por solo citar algunos estados?
Así, ¿quién o quiénes decidirían el apoyo para Argentina: lo aprobaría el Congreso, participaría la población en una decisión tan delicada?
Por otra parte, existe en México un pendiente de notables proporciones: resolver el dilema de la economía informal, la cual, según economistas, asciende a casi el 25 del PIB.
Al constatar los asuntos relacionados en líneas anteriores, más otros de igual tenor que vienen sucediéndose en la república mexicana, salta pregunta:
¿Finalmente asomará la ponzoña comunista en el país azteca?
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El autor (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus libros más recientes son Sin ton ni son, antología poética, y las novelas Irene y Teresa y La sangre del tequila.