Toda transformación política implica un cambio cultural y justo ahora que el gobierno de López Obrador cumple sus primeros seis meses en el poder, conviene reflexionar sobre los fundamentos ideológicos y culturales del cambio que propone. Con una enorme popularidad y una mayoría casi absoluta en el Congreso, el Presidente impulsa una serie de radicales transformaciones económicas y políticas que adolecen de fundamentaciones ideales. Ignoramos en qué consisten los valores que persigue, cómo utilizará el enorme consenso social de que dispone y cuáles serán los límites del inmenso poder alcanzado. Para complicar las cosas, en su círculo más cercano de colaboradores no se vislumbran intelectuales que den sustento cultural a la acción del gobierno, y si acaso sólo se pueden identificar propagandistas y aduladores mediáticos que al final resultan únicamente defensores a ultranza de la imagen presidencial y contribuyen a edificar un preocupante culto a la personalidad del líder. A lo anterior se suma un acoso al pensamiento libre que se traduce paulatinamente en una sutil censura de quienes manifiestan abiertamente su disenso respecto del rumbo que México está adoptando.
El intelectual crítico e independiente actúa a través de sus ideas, escritos y palabras. Se presenta como el garante de los valores morales más nobles y universales representados por la libertad, la justicia y la verdad. Él encarna más que cualquier otra categoría social, no sólo la conciencia de nuestro tiempo, sino también la ética del mundo circundante. Los intelectuales se dedican, independientemente de su actividad profesional, al estudio y a la elaboración de las distintas expresiones de la cultura. El intelectual moderno hace su primera aparición pública en enero de 1898 cuando un conjunto heterogéneo de escritores, literatos, profesores universitarios, científicos, periodistas y libres profesionistas, usando su autoridad moral y prestigio cultural, publican un manifiesto en apoyo del escritor Émile Zola quien había empuñado la pluma para escribir un artículo en contra del poder político —de extraordinaria audacia en ese momento— para defender a un oficial del ejército francés acusado falsamente de traición a la patria.
Desde entonces, los intelectuales representan sobre todo en los modernos regímenes democráticos, la conciencia crítica de la sociedad. Proyectan diferentes sistemas de pensamiento poniendo en cuestión los discursos institucionalizados. Ellos intervienen en la formación y transformación de la subjetividad humana y por esto resultan indispensables en todo proceso de cambio político. Su función es primordial en la organización, mantenimiento y transformación del poder en la sociedad. Los intelectuales encarnan la libertad de pensamiento, la independencia del juicio y una integridad moral tal, que no pueden —ni deben— consentir ninguna subordinación o compromiso con cualquier forma de poder ya sea político, económico o ideológico. Deben actuar siempre en función de las leyes de su propia conciencia.
La pregunta que actualmente debemos formularnos es si el pensamiento filosófico puede descender del plano teórico a la dimensión práctica, sin correr el peligro de ver su propio discurso instrumentalizado por el pragmatismo político para justificar el autoritarismo ideológico o para legitimar la barbarie física. Del intelectual contemporáneo se habla mucho últimamente y en particular de su silencio respecto a los problemas más agudos del tiempo presente. ¿Esta indiferencia no será acaso un anuncio de su fracaso, de su eclipse y en el peor de los casos, de su desaparición como conciencia crítica de la sociedad mexicana?
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