EN JULIO habrán transcurrido 50 años desde que Neil Armstrong y Edwin “Buzz” Aldrin se convirtieron en los primeros humanos que caminaron en la luna. Sin embargo, marzo señala el aniversario de una misión casi olvidada y que, de no ser por la habilidad de los astronautas, habría terminado en un desastre espectacular para la NASA. El autor James Donovan nos cuenta esa historia en este extracto adaptado de su nuevo libro, “Shoot for the Moon: The Space Race and the Extraordinary Voyage of Apollo 11”.
En marzo de 1966, el programa Gemini –creado con la finalidad de perfeccionar las técnicas necesarias para un aterrizaje lunar Apollo– se encontraba en plena actividad. Los astronautas estaban muy complacidos con la nave espacial para dos tripulantes: en esencia, una versión más grande de la cápsula Mercury, además de que daba al piloto casi todo el control y la capacidad de modificar las órbitas. Gemini 8 era una misión muy ambiciosa de tres días, durante los cuales se llevarían a cabo el primer acoplamiento de dos naves espaciales y una caminata espacial prolongada. Y también marcaba el primer vuelo espacial para los dos tripulantes: Neil Armstrong y David Scott.
Scott, de 33 años, había ingresado en el programa espacial en 1963. Lo tenía todo: atractivo físico, confianza, y una maestría en ingeniería astronáutica. Piloto de combate y pruebas, era hijo de un piloto de combate y había desposado a la hija de un general jubilado de la Fuerza Aérea. A todas luces, se trataba de uno de los muchachos de oro de la NASA, como demostraba el hecho de que era el primero de su generación de astronautas en ser elegido para volar al espacio.
Con 35 años, Armstrong actuaría como piloto al mando de la misión. Expiloto de la Armada y de pruebas civiles, fue seleccionado como astronauta en 1962 porque era uno de los contados hombres que habían volado en el X-15: un avión experimental negro, elegante, con motor de cohete y creado para probar la resistencia de una aeronave y su piloto a velocidades hipersónicas y en altitudes extremas. Armstrong hizo siete pruebas en el X-15 y –si alguna vez llegaba a ser operativo– aspiraba a volar un avión espacial aún más ambicioso, el X-20 Dyna-Soar de la Fuerza Aérea. El programa X-20 era todo un reto de ingeniería aeroespacial, justo el tipo de proyecto que entusiasmaba a Armstrong y al que había dedicado la mayor parte de su carrera.
Nacido en una granja de Ohio, Armstrong obtuvo su licencia de piloto estudiante al cumplir 16 años y unas semanas después, hizo su primer vuelo en solitario. Todo ello, antes de aprender a conducir un automóvil. En 1947, ingresó en la Universidad Purdue para estudiar ingeniería aeronáutica con una beca de la Armada. Para 1949, se presentó a prestar tres años de servicio militar y obtuvo sus alas de aviador naval. En 1950, estalló la guerra de Corea y al año siguiente, su unidad fue enviada al frente. A lo largo de su servicio en Corea, Armstrong voló 78 misiones en un Grumman F9F Panther, y en una ocasión tuvo que retirarse porque el avión sufrió graves daños durante una operación de bombardeo.
Después de la guerra, volvió a la universidad. Concluyó estudios en 1955 y comenzó a trabajar como piloto de pruebas. Al principio, el programa Mercury de la NASA no le impresionó gran cosa, pero tras el vuelo orbital de John Glenn, en 1962, cambió de opinión y se postuló como astronauta. Si bien Armstrong era más reservado y sencillo que el resto de los pilotos de prueba de alto octanaje, tenía reputación de reaccionar rápido y conservar la calma bajo presión, dos cualidades que necesitaría durante su primer vuelo espacial.
Había mucho en juego. Aunque las primeras misiones Gemini fueron exitosas y situaron a Estados Unidos a la cabeza de la carrera espacial, las fotografías de un avión espía de la CIA revelaron que los soviéticos estaban construyendo un cohete monstruoso, cuyo destino solo podía ser la luna. Los estadounidenses tenían que alcanzar varios objetivos antes de intentar un alunizaje, entre ellos rendezvous [reunión], acoplamiento, caminatas espaciales. Por otra parte, los tres astronautas que habían muerto recientemente mientras pilotaban aviones a chorro reavivaron el debate sobre el costo y el peligro de un vuelo espacial tripulado contra una misión robótica. De modo que la NASA necesitaba un vuelo “nominal” que le permitiera continuar con el programa y sus objetivos.
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Lo que obtuvo fue un desastre. Los astronautas tendrían que esforzarse al máximo solo para regresar vivos a la Tierra. Y, en ese proceso, Armstrong consolidaría su reputación como el hombre indicado para que la agencia espacial diera el siguiente paso.
La misión empezó bien. A pesar de algunos problemas con el equipo durante las dos semanas previas al lanzamiento, Gemini 8 despegó sin dificultades a las 10:41 a.m. del 16 de marzo de 1966. Luego de alcanzar la órbita, Armstrong inició la primera de nueve maniobras –o quemaduras– con el impulsor para alcanzar su objetivo, un cohete Agena de etapa superior modificado, el cual fue lanzado 95 minutos antes y ya se encontraba en órbita. A tal fin, trabajaron con la computadora guía del Gemini: primitiva, pero eficaz para precisar la ubicación de las dos naves y calcular el arco de transferencia idóneo. Menos de seis horas después del despegue, Armstrong detuvo la nave a unos 45 metros del Agena. El vehículo blanco y plateado, con una longitud de 8 metros, relucía en la intensa luz del sol. Habían logrado el rendezvous.
Tras una inspección de media hora para detectar daños en el Agena, Armstrong usó los pequeños motores de propulsión para que el Gemini se acercara lentamente hasta una distancia de un metro. La tarea requería de una sincronización perfecta y maniobras muy delicadas. Momentos después, cual un gigantesco volante de bádminton frente a un termo gigante, la punta de la nave se introdujo en el collar de acoplamiento ubicado en el extremo anterior del Agena y quedó sujeta. “Vuelo, hemos atracado. Fue… un facilito”, anunció Armstrong, provocando vítores, abrazos y apretones de mano en el Control de Misión. Armstrong y Scott acababan de realizar el primer acoplamiento espacial.
Los controladores de vuelo –y, de hecho, casi todos en la NASA– estaban preocupados por el Agena. Era una nave problemática. Cinco meses antes, una de ellas estalló poco después del lanzamiento, durante la misión Gemini 6. La sospecha era que los cohetes de propulsión tenían algún defecto, así que Jim Lovell –quien actuaba como CapCom (comunicador de cápsula) desde una estación de rastreo en Madagascar– recibió la indicación de prevenir a la tripulación del Gemini 8. Justo antes que Armstrong y Scott quedaran fuera del alcance de comunicaciones, Lovell les dijo: “Si tienen problemas y el sistema de control de inclinación del Agena se vuelve loco, solo… apáguenlo y tomen el control de la nave”.
Los astronautas estaban por rebasar el alcance de la estación de rastreo y quedarían incomunicados. Aumentaron la intensidad de las luces de cabina, sacaron sus bitácoras de vuelo, y se ocuparon en las tareas de acoplamiento y en verificar los enlaces de mando entre las dos naves. Podrían relajarse en rato más.
Gemini 8 entró en la sombra nocturna, y como habían encendido las luces de cabina, la tripulación no podía ver gran cosa por las dos pequeñas ventanas. Intentarían dormir después de un par de horas atendiendo las operaciones del Agena y haciendo tareas generales. Scott necesitaba descansar bien porque, al día siguiente, tenía programada una caminata espacial de dos horas o más.
Transcurridos 27 minutos del acoplamiento con el Agena, Scott dio un vistazo al panel de control y descubrió que estaban desplazándose 30 grados a la izquierda. Informó a Armstrong, quien utilizó los propulsores para corregir la posición. Un minuto después empezaron a moverse de nuevo. Al recordar el consejo de Lovell, Armstrong se volvió hacia Scott, quien estaba junto a todos los controles del Agena, e indicó que apagara el sistema de inclinación. Así lo hizo, y el desplazamiento se estabilizó, solo para reanudarse unos minutos más tarde, pero con mucha más rapidez. Armstrong ordenó a Scott que apagara y volviera a encender el Agena para determinar si había algún problema eléctrico. Mientras tanto, intentó contrarrestar el movimiento con el control manual de inclinación instalado en la consola situada entre ambos. Fue inútil.
Estaban girando en el espacio, acoplados a un cohete repleto de combustible, y no podían comunicarse para pedir instrucciones. Era una situación de emergencia que no habían ensayado y que a nadie se le había ocurrido. Tenían que actuar rápido, antes que el giro los separara, ocasionando que el Agena se fracturara o estallara, o que arrancara el segmento adaptador que daba energía al Gemini y contenía los componentes esenciales para el soporte vital. Si perdían ese segmento, se quedarían sin oxígeno y sufrirían una muerte rápida por asfixia. Para empeorar la situación, Scott notó que el combustible de uno de sus sistemas de control había disminuido a 13 por ciento.
No obstante, nunca escucharon el fuerte estallido que producían los propulsores al encenderse. Concluyeron que el Agena estaba causando el problema. “Sería mejor alejarnos”, propuso Scott.
“De acuerdo. Déjame ver si podemos reducir la tasa de rotación para no volver a contactar. ¿Estás listo?”, preguntó Armstrong.
“Un momento”.
Una vez desacoplados, el centro de control no tendría comunicación con el Agena, de modo que Scott instaló los dispositivos de grabación del cohete para que una estación terrestre de rastreo pudiera recoger sus datos cuando pasara por arriba, y averiguar por qué había fallado.
“Cuando quieras. Estamos listos”, anunció Scott.
“Adelante”, repuso Armstrong. Cuando Scott pulsó el interruptor de desacoplamiento, Armstrong alejó la cápsula rápidamente del Agena, para evitar que el giro lanzara ambos vehículos en un molinete.
El giro se aceleró y el Gemini comenzó a dar volteretas. Los astronautas habían pasado mucho tiempo en la centrífuga humana, de modo que aquella experiencia fue inestimable en ese momento. La luz solar iluminaba la punta negra de la nave; luego reinaba la oscuridad; y nuevamente, la luz. Muy pronto, el vehículo espacial se movía a una velocidad aproximada de dos giros completos por segundo. Más tarde, Armstrong comentaría con su circunspección característica: “Nos acercábamos al límite fisiológico”.
Los pilotos de prueba usaban una expresión para los vuelos que salían mal: se fue a los gusanos. Esa misión se fue rápidamente a los gusanos. “Amigo, estamos en problemas”, declaró Scott.
“Necesito sujetarme los ojos”, respondió Armstrong. El dúo puso manos a la obra para estabilizar la nave.
Para entonces, se encontraban al alcance de otra estación de rastreo: Coastal Sentry Quebec, un barco que navegaba por el Pacífico occidental, al sur de Japón, con capacidad limitada para comunicarse con el Control de Misión. La tripulación de aquella estación se percató de que había dificultades, pues su telemetría señalaba que el Gemini se había desacoplado, pero no sabían por qué. Dispondrían de unos cuantos minutos de comunicación antes que la nave pasara sobre ellos y volviera a quedar fuera de su alcance.
“Gemini 8, CSQ CapCom. ¿Cuál es el estado?”.
“Tenemos serios problemas”, informó Scott. “Estamos dando volteretas. Nos desprendimos del Agena”.
CSQ CapCom logró escuchar a Scott, pese a que los violentos giros distorsionaban su voz y a que los patrones encriptados de la antena fragmentaban la transmisión. Las voces iban y venían. La estación no pudo hacer más que identificarlos y preguntar por el problema.
“Estamos girando y no podemos apagar nada”, interpuso Armstrong. “El giro a la izquierda aumenta continuamente”.
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Siguieron dando vueltas a más de una revolución por segundo. Todo cuanto había en la cabina –gráficas, listas de verificación, plan de vuelo– se había soltado y rebotaba contra las paredes. Los astronautas daban tumbos de un lado a otro y empezaban a marearse. No podían ver los indicadores ni los interruptores superiores. Muy pronto los dominaría la náusea provocada por la agitación del contenido gástrico y también por el nistagmo vestibular, una sensación de mareo muy violenta que ocasionaría movimientos oculares y visión borrosa. Estaban a punto de perder el sentido y si eso sucedía, habría muy pocas posibilidades de recuperarlos. Oyeron que el Control de Vuelo de Houston interrumpía la comunicación para preguntar a CSQ qué estaba ocurriendo. La estación de rastreo intentaba explicar la situación cuando, de pronto, volvieron a quedar fuera del alcance durante otros 15 minutos.
Armstrong y Scott comprendieron que solo tenían una opción: el sistema de control de reingreso y sus dos anillos de propulsores dispuestos en la punta del Gemini. “Solo nos queda el sistema de reingreso”, informó Armstrong, con tono de fatiga.
“Hazlo”, respondió Scott.
Había media docena de paneles de control dispersos en el interior de la nave. El interruptor del control de reingreso estaba en un lugar difícil, justo por arriba de la cabeza de Armstrong. Después de pasar incontables horas en el simulador, ambos conocían, instintivamente, la ubicación de cada control. Y como pilotos de combate, siempre habían repasado los controles de cabina con los ojos vendados, así que pudieron utilizar ese entrenamiento con el Gemini. El control de ingreso estaba en una placa junto con otra docena de interruptores. De alguna manera, Armstrong alargó la mano y dio con el indicado. Lo movió y después pulsó los interruptores para activar los motores que controlarían el reingreso del Gemini a la atmósfera terrestre.
No hubo respuesta. Armstrong pidió a Scott que hiciera el intento, pero el resultado fue el mismo. No podrían volver a casa sin un control manual. Siempre girando y dando tumbos (los propulsores de la nave estaban apagados, mas no había aire que frenara el movimiento de la cápsula) volvieron a mover interruptores por si acaso habían cambiado la posición de alguno.
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En ese momento, los controles respondieron. Armstrong empezó disminuir la violencia del giro con pequeños pulsos de los propulsores hasta que, finalmente, detuvo la cápsula y apagó el sistema de control de reingreso para ahorrar combustible. Iban a necesitarlo, pues habían consumido casi 75 por ciento para detener los giros. Uno a uno, reinició los propulsores de maniobra hasta encontrar al culpable: el número ocho, un propulsor de bandazo, el cual se había atascado en la posición de encendido, tal vez por un cortocircuito. No escucharon el estallido del propulsor porque siempre estuvo encendido. El problema no lo causó el Agena, sino el Gemini.
Una regla de la misión Gemini establecía que una vez utilizado el sistema de reingreso tenían que abortar la misión, pues si había una fuga en los propulsores, la nave no estaría en posición para activar el retrocohete que la estabilizaría y conduciría a la Tierra en el ángulo adecuado. El control de inclinación era fundamental para entrar con seguridad en la atmósfera. El director de vuelo, John Hodge –un inglés de cabello canoso, famoso por su imperturbabilidad– comprendió que era necesario interrumpir la misión. Pero ¿en dónde? ¿Y cuándo? Por supuesto, lo antes posible. La duda era que pudieran encontrar un sitio de recuperación primario o secundario.
Tras la amarga experiencia de 26 minutos, Armstrong dijo: “Lo lamento, compañero”, pues había pensado en permitir que Scott tomara los controles del Gemini más adelante. Y, además, su colega no haría caminata espacial para la que entrenó durante mucho tiempo y con gran esfuerzo. Sin embargo, Scott era consciente de que no tuvieron alternativa.
Veinte minutos después, habiendo debatido todas las opciones con los controladores de vuelo, Hodge tomó una decisión: reingresar durante la séptima órbita, que ocurriría en menos de tres horas. Si el retrocohete funcionaba como se esperaba, el punto de recuperación quedaría a unos 1,000 kilómetros al sureste de Japón. Un destructor de la Armada empezó a desplazarse a velocidad de flanco hacia esa posición.
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Mientras Gemini 8 volaba sobre África, Armstrong comenzó a temer el aterrizaje en una zona apartada; incluso, en tierra firme. La nave estaba diseñada para esa eventualidad, pero el impacto sería excesivo incluso con el amortiguamiento de los sillones de contorno. Y como no podrían controlar el aterrizaje, sería imposible evitar los obstáculos del terreno. O una colina elevada. Incluso una montaña. Scott se inquietó al ver que los Himalayas crecían conforme reingresaban en la atmósfera. No obstante, cuando la nave empezó a precipitarse hacia la Tierra y abrió los paracaídas, los astronautas se sintieron muy aliviados de ver el agua azul por debajo.
Veinte minutos después, acuatizaron en un mar agitado. Tres hombres rana saltaron del avión de transporte de la Fuerza Aérea y aseguraron la nave. Tres horas más tarde, el destructor subió a cubierta el Gemini 8. Los tripulantes estaban a salvo, pero exhaustos después de un vuelo de 10 horas y 41 minutos.
Aunque algunos astronautas novatos comentaron que el dúo había sido presa del pánico, ningún veterano de los vuelos espaciales compartió su opinión. Armstrong y Scott siguieron todas las reglas e hicieron lo necesario para sobrevivir. Su actuación fue espléndida. Lejos de culparlos, los funcionarios de la NASA felicitaron a los tripulantes por conservar la calma en condiciones extremas. Y quedaron particularmente impresionados con el comandante. El vuelo confirmó lo que ya sabían: que Armstrong se conducía con profesionalismo ante cualquier crisis.
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Extracto del libro Shoot for the Moon, de James Donovan. Copyright © 2019 James Donovan. Reimpreso con autorización de Little, Brown and Company. Todos los derechos reservados.