El inicio de un gobierno marca sin duda el rumbo que habrán de tomar las acciones a lo largo del periodo para el que fue elegido. Quienes han tenido alguna responsabilidad pública saben lo rápido que pasa el tiempo, y en ese sentido, conocen los costos de las oportunidades perdidas.
Desde esta perspectiva, el triunfo del presidente López Obrador en 2018 ha sido interpretado como una manifestación del hartazgo popular ante la corrupción. Sin embargo, ante esta perspectiva, cabe preguntarse lo siguiente: ¿el hartazgo popular fue sólo por la corrupción, o también por la ineficacia de varias áreas esenciales del gobierno?
Al respecto es importante decir que, por lo general, los gobiernos o sistemas políticos con una corrupción generalizada, también son mandatos que resultan tremendamente ineficaces en su gestión, provocando con ello un deterioro o rezago permanente en la provisión de servicios públicos, los cuales son generalmente insuficientes y de mala calidad.
Ahora bien, también cabe la pregunta: ¿es posible que haya gobiernos honestos, y al mismo tiempo ineficaces? La respuesta evidentemente es que sí, y las razones son varias.
La primera de ellas es que llegue al poder un grupo de personas con propósitos nobles y trayectorias políticas intachables; pero con escaso conocimiento de la administración pública, con experiencias de gobierno limitadas, y con una insuficiente comprensión de los problemas que una administración tiene responsabilidad de resolver.
La segunda posibilidad es que llegue al gobierno un equipo de personas honestas, con capacidad de gobierno y experiencia administrativa, pero cuyo diagnóstico de la realidad sea equivocado, sobre todo en lo relativo al diseño institucional requerido para atender a la complejidad social; es decir, no basta con saber cuál es el problema y cómo resolverlo; sino también disponer de las estructuras y recursos institucionales pertinentes para enfrentarlos con eficacia.
La honestidad y la buena fe al momento de gobernar son condiciones necesarias para asumir el liderazgo en cualquier sociedad; por eso es un absurdo que algunos políticos la ofrezcan como parte de su campaña política. Es decir, debería darse por sentado que quien busca el poder es una persona honesta, y en realidad el debate debería centrarse en las capacidades políticas, de comprensión y diagnóstico de la realidad, así como la experiencia y conocimiento técnico para ejercer apropiadamente la administración; pero al mismo tiempo para diseñar, implementar y evaluar políticas públicas.
Supongamos entonces que en lugar de un gobierno corrupto arriba un nuevo equipo de personas honestas; y supongamos que las grandes “fallas geológicas”
de la realidad social son la violencia y la desigualdad, de
la mano de la pobreza y la marginación. Y supongamos también que frente a ello el diagnóstico sobre cómo enfrentar esos problemas es errónea y no se logra abatirlas en sus causas estructurales. En este escenario, ¿es posible que el hartazgo popular abra la puerta al rechazo de los honestos, en aras de pretendidos “eficaces”?
Hay quienes sostienen que aceptar o buscar un cargo para el cual no se está preparado también es una forma de corrupción; y es cierto, pero habría que matizarlo, porque quien actúa honestamente también asume que sabe lo que debe hacerse; es decir, estaría equivocado en todo caso, pero no estaría mintiendo. Así, se trata de un escenario de corrupción cuando se busca un cargo, sin estar preparado para hacerlo, pero con plena conciencia de ello porque lo que se busca no es servir, sino servirse de los recursos públicos.
Sin duda, siempre será preferible ser gobernado por una persona honesta que por un bribón o una camarilla mafiosa. Sin embargo, en democracia la buena voluntad y los buenos deseos no pueden ser asumidos como suficientes para mantener en el poder a nadie. Un gobierno tiene un mandato específico: cumplir y hacer cumplir la Constitución y sus leyes; y eso requiere eficacia política, administrativa y técnica. Y si no se tiene, llegar al poder es simplemente un absurdo.
Twitter: @saularellano