Sangre, sangre, sangre. Mascherano caía, despejaba, arrancaba pelotas al rival, aullaba indicaciones, se barría, y en su cara un tajo profundo emanaba sangre abundante. Se limpiaba con la mano en un gesto mecánico, como si nada, como si lo fastidiaran chorros de sudor y no la impresionante lengua roja que se expandía en su mejilla. Y entonces luchaba más, y vuelta a luchar, y otra vez duro y dale. Quizá si le hubieran clavado una estaca en el cráneo, arrancado un ojo, mutilado un brazo, habría seguido en su combate poseído contra el oponente, contra la esterilidad de su equipo, contra la eliminación, contra el dolor de causar el penal absurdo del maldito empate. El soldado sin pelo y de ojos desorbitados encaraba lo que parecían sus minutos finales de vida entregando sus entrañas.
Qué emotivo, sí, pero no estaban sirviendo de nada ni su lucha salvaje ni la de los otros 10 futbolistas argentinos, bucaneros que también se dejaban la piel y los músculos ante ese otro ejército albiceleste que hasta la afonía saltaba en la grada. Argentina optaba por ondear la bandera de los Güevos, con mayúsculas, como si solo ella lo salvara de la muerte.
Y curioso que un rato antes el partido contra Nigeria enseñara a esa selección lo opuesto. Al minuto 14 Messi recibió al borde del área una delicadísima parábola desde medio campo, amortiguó la pelota con la discreta elevación de su muslo y antes que cayera al césped la bajó con un toquecito del empeine. Dos maniobras breves y dulces, como si para sellar un pacto amoroso bastara un beso suave en la frente de su mujer. Siguieron varios pasos veloces y un tiro cruzado de mediana fuerza: sabía que era innecesario un misil si la ponía en un trecho de red lejano.
En síntesis, Argentina había llegado al gol sin acudir a la violencia guerrera sino con el encantamiento de segundos de un futbol hermoso: colectividad, precisión, velocidad, sutileza. Nada de testosterona. Y en vez de respetar ese camino de eficiencia probada, desde entonces se traicionó. Por el empate, la urgencia del segundo tanto y el tiempo que apremiaba, otra vez volvió a su horrible condena: los güevos. Y como en nombre de ellos se cometen atrocidades, los sudamericanos cambiaron la alegría por la sed de matar a machetazos. Barridas, choques, remates insensibles hacia el cielo, pata fuerte, desesperación, sudor a mares. Y sangre, claro. En el mejor de los casos, las ocho columnas dirían: “Sin parar de luchar, Argentina volvió a casa”. Pobre consuelo.
Pero se hizo la luz. El portero Armani la tocó en el fondo y el equipo argentino inició una secuencia de 13 pases en la que participaron 10 jugadores. La pelota viajó del Polo Norte a la Antártida, de Asia a América, en una jugada de 36 segundos con todos los jugadores ocupados en trazar triángulos con una obsesión: la paciencia. Pum, pam, pum, pam se movió la pelota en pases cortos y largos sin que los africanos la recuperaran. Suave, ligera, pulcra, tocó los botines argentinos, eludió barridas verdes, fue la carta oculta de una sagaz partida de póker que acabó cuando Mercado mandó un centro que ahora sí, con un zapatazo criminal, a cuatro del final Rojo mandó al fondo.
Vinieron el delirio, los abrazos, Messi y su sonrisa infinita, Maradona vulgar e hiperventilado y un país que se va reconciliando de a poquito con su Selección.
Para todo eso el equipo solo necesitó volver a su esencia: el futbol, el buen gusto, el juego simple, el placer de tocar y tocar hasta atolondrar al adversario, encontrar los pasadizos ocultos que conducen al arco y al fin abrazar la recompensa.
Argentina, no pierdas otra vez la memoria: más futbol, menos sangre.