A unos cuantos meses de iniciado el gobierno de Trump, el exdirector de la CIA Michael Hayden realizó una especie de misión de reconocimiento en Pittsburgh, donde creció en una familia obrera católica romana y trabajó los veranos en campamentos de entrenamiento de los Steelers. Le había pedido a su hermano que reuniera algunas personas para hablar de política en un bar de deportes “al calor de unas cervezas Iron City”, una marca local.
“Conocía a muchos de los participantes, y de hecho, había crecido con algunos de ellos”, escribe Hayden en su perturbador e importante nuevo libro, The Assault on Intelligence: American National Security in an Age of Lies (El ataque contra la inteligencia: La seguridad nacional de Estados Unidos en una época de mentiras). “Pero podíamos haber provenido de distintos planetas”. Prácticamente todos ellos, recuerda, apoyaban al errático magnate neoyorquino que, contra toda probabilidad, había ganado la elección y se había mudado a la Casa Blanca unos meses antes. “Es estadounidense”, decían. “Es genuino… Es auténtico… No lo filtra todo ni analiza cada palabra”.
Sin embargo, lo más penoso para Hayden fue darse cuenta de que a los partidarios del presidente estadounidense Donald Trump no les interesaban los hechos, “o al menos, no mis ‘hechos’”, entre ellos, el hallazgo realizado por la inteligencia estadounidense de que el presidente ruso Vladimir Putin estaba a favor de Trump y que había trabajado intensamente para lograr que fuera electo. Cuando Hayden preguntó cuántas de las personas en el bar seguían creyendo la afirmación del presidente de que Barack Obama había espiado la Torre Trump, muchas manos se levantaron. ¿Por qué? “Simplemente repitieron, ‘Obama’”.
Un año después, la división partidista con respecto a los hechos comprobados del Rusiagate se ha ampliado hasta convertirse en un peligroso abismo. Mientras su popularidad crecía lentamente en las encuestas, el presidente intensificó recientemente sus ataques contra el FBI, acusando a ese organismo de espiar a su campaña y exigió al Departamento de Justicia que revelara la identidad de un informante que proporcionaba datos sobre los contactos rusos de los socios de Trump.
Los veteranos de la inteligencia de Estados Unidos contraatacaron. “Es un completo disparate”, respondió el ex agente especial del FBI Clint Watts, experto en guerra cibernética y autor de Messing With the Enemy: Surviving in a Social Media World of Hackers, Terrorists, Russians and Fake News (Metiéndose con el enemigo: Sobrevivir en un mundo de redes sociales, piratas informáticos, terroristas, rusos y noticias falsas). “Esta conspiración inventada se esparcirá sin control y será repetida como una verdad por sus partidarios, dañando aún más a las instituciones estadounidenses”. El exdirector de la CIA John Brennan imploró a los líderes republicanos del Congreso que impidieran que Trump minara la autoridad del Departamento de Justicia. “Si el señor Trump continúa por esta desastrosa vía”, tuiteó, “ustedes tendrán una importante responsabilidad por el daño infligido a nuestra democracia”.
Los ataques de Trump han hecho que los organismos de inteligencia de Estados Unidos asuman, de manera sin precedentes, la función de “divulgadores de la verdad”, escribe Hayden en su libro, equiparándolos con los “eruditos, periodistas, científicos”.
Es irónico. Desde hace mucho tiempo, los líderes de la CIA perdieron el derecho a esperar la fe incuestionable del público estadounidense. Viene a la mente su función al validar las falsas afirmaciones del gobierno de George W. Bush de que Irak poseía armas químicas, biológicas y posiblemente nucleares. También tenemos a James Clapper, el ex director de inteligencia nacional, que mintió bajo juramento sobre la vigilancia ejercida por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés). Y el FBI todavía vive con la mancha de las operaciones que realizó hace mucho tiempo para destruir a Martin Luther King Jr., los Black Panthers y los grupos pacifistas durante los conflictos de Vietnam y Centroamérica. Más recientemente, llevaron a irresponsables aspirantes a terroristas a participar en conspiraciones de bombardeos.
Ahora, Hayden (que, como director de la NSA después del 9/11, supervisó la vigilancia ilegal de los correos electrónicos de los estadounidenses) presenta el argumento de que los organismos de seguridad nacional de hoy merecen el apoyo del pueblo estadounidense contra un presidente apoyado por Rusia que trata de destruir su independencia.
Dejando a un lado la ironía, el hombre tiene razón. Los ataques sin precedentes de Trump contra instituciones clave para la seguridad nacional de Estados Unidos exigen una respuesta sin precedentes. La afirmación del presidente de que esto equivale a un ataque del “Estado profundo” contra él es falsa, afirman una y otra vez y otros veteranos de inteligencia de Estados Unidos.
“He trabajado en el área de inteligencia durante más de tres décadas. Sé distinguir a las fuerzas antidemocráticas”, escribe Hayden. “Las he visto en muchos países extranjeros”, es decir, en la policía secreta y en los oficiales militares que poseen las llaves del poder en lugares como Turquía. “No existe un ‘Estado profundo’ en la república estadounidense”, añade. “Simplemente existe ‘el Estado’ o, como yo lo caracterizo, profesionales de carrera que hacen su mejor esfuerzo dentro del ámbito de la ley”.
Sin embargo, ¿de qué manera los organismos de inteligencia de Estados Unidos, que trafican con fuentes secretas e información clasificada, realizan la transición a una función pública? Esto no es fácil. El año pasado, el entonces jefe de la NSA, el almirante Mike Rogers, y el entonces director del FBI James Comey se sentían claramente incómodos en Capitol Hill derribando públicamente la afirmación de Trump de que Obama o sus amigos británicos lo habían espiado durante la campaña. Sin embargo, esto no detuvo a Trump. Éste no hizo más que alimentar su tema conspiratorio, difundido mediante constantes tuits, de que la investigación del fiscal especial Robert Mueller sobre la supuesta colaboración entre funcionarios de campaña de Trump y el Kremlin es “UNA TOTAL CACERÍA DE BRUJAS”.
Una cosa es que los líderes de inteligencia de Estados Unidos desmientan las afirmaciones de Trump cuando son llamados a testificar bajo juramento en audiencia del Congreso, y otra, muy distinta, es que continúen con su campaña estando fuera del cargo a través de tuits o filtraciones: se arriesgan a dar validez al tema del presidente de que el “estado profundo” pretende atraparlo. El intento de Hayden de presentar a los organismos de inteligencia como una extensión del cuarto poder también “pasa por alto un punto evidente sobre la esencia de revelar la verdad”, escribió recientemente Mark Galeotti, una autoridad sobre la mafia rusa. “Los espías trasmiten sus verdades a sus propios cuadros, al tiempo que actúan con duplicidad y engaño con prácticamente todas las demás personas. Esta nunca ha sido una línea fácil, y en una época en la que la verdad sufre, esto no hace más que volverse más peligroso”.
Al diablo con todo, dicen Hayden, Brennan y Clapper, quien ha calificado a los tuits de Trump como “un ataque muy perturbador contra la independencia del Departamento de Justicia”. Hayden repasa las muchas veces en que el candidato Trump atacó a los líderes de la CIA y del FBI antes de la elección de 2016, una práctica que el presidente ha continuado tras asumir el cargo, incluso después de nombrar a Mike Pompeo, su propio jefe de espionaje republicano del Partido del Té, en Langley, sede de la CIA, y de despedir a Comey por rehusarse a abandonar su investigación sobre el Rusiagate. Pero a Hayden le preocupa igualmente la alianza de Trump con propagadores de rumores y racistas de la así llamada alt-right, cuyos mensajes son amplificados por guerreros cibernéticos rusos y bots automatizados que “toman cualquier tema social divisivo que [puedan] identificar”.
A juzgar por la discordia política que ha explotado con el ascenso de Trump, concluye Hayden, la estrategia de redes sociales del Kremlin ha sido lo suficientemente efectiva como para constituir una amenaza existencial para la democracia estadounidense. En ello, Hayden ve un ligero parecido a las guerras étnicas que se desataron en la antigua Yugoslavia en la década de 1990. Incluso, su libro inicia en las ruinas de Sarajevo después de la guerra, la cual era “una ciudad culta, tolerante y vibrante”, hasta que los nacionalistas serbios desataron guerras nacionalistas que, al final, dejaron 100,000 muertos y 2 millones de desplazados. “Lo que más me asombró mientras caminaba por la ciudad no fue lo diferentes eran los sarajevitas del resto de nosotros”, escribe, “sino lo mucho que se nos parecían. El manto de la civilización, concluí tristemente, era bastante delgado”.
Es posible que Trump no sea (todavía) un Slobodan Milosevic, pero ha demostrado ser tan anómalo, concluye Hayden, que nadie que tenga una reputación que valga la pena preservar debería asumir un cargo en su gobierno. Pocos meses después de que Trump asumió el cargo, Hayden recibió una llamada de un antiguo colega, quien le dijo que estaba considerando la posibilidad de asumir “un puesto de muy alto nivel” en el nuevo gobierno. ¿Qué debía hacer?
Hayden, que dedicó 41 años al servicio en el gobierno, le aconsejó que rechazara el puesto, afirmando que no haría ninguna diferencia en un régimen que valora la lealtad por encima de los conocimientos. “Te sentirás frustrado y abrumado por las otras actividades del gobierno”, le aconsejó Hayden, diciéndole que probablemente no llegaría al final del primer periodo. “Eres un hombre joven. No pongas en riesgo tu futuro”.
A principios de mayo, le pregunté a Hayden si le habría dado el mismo consejo a Gina Haspel, la controvertida funcionaria que había pasado toda su vida en la CIA y que había sido nombrada para dirigir ese organismo de espionaje. No, señala. Había hablado con Haspel, cuya nominación fue confirmada solo después de un agrio debate público sobre su función en el traslado en secreto a otros países de presos sospechosos de terrorismo y en el programa de “interrogatorios mejorados”. “Resultó claro, después de en esa conversación, que ella conocía los desafíos que enfrentaba y lo hacía en nombre del organismo y de todos nosotros”, dice Hayden. Además, añadió, ella no tenía “otras ambiciones”, a diferencia de otros oficiales de carrera de alto nivel cuyo servicio a Trump bien podría dejar una mancha indeleble en sus currículos. Haspel podía darse el lujo de decirle a Trump que se fuera al diablo, insinuó Hayden, o de bloquear algunas maquinaciones ilegales o poco éticas en relación con Rusia, China, Irán y otros países. El tiempo dirá cuál es el resultado.
En una ceremonia reciente de jubilación para un oficial de la CIA, dice Hayden, él miró al grupo de empleados del organismo y se preguntó si “se daban cuenta lo mucho que contamos con ellos”. Me recuerda un pasaje de The Assault on Intelligence: “Estamos acostumbrados a apoyarnos en decir la verdad para protegernos de los enemigos extranjeros”, escribió. “Ahora, quizás necesitemos que ellos digan la verdad para salvarnos de nosotros mismos”.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation whit Newsweek