
CUANDO ERA NIÑA, Janine Benyus solía pasar
la mitad del día en el bosque que rodeaba
su casa en Nueva Jersey. Salía muy temprano,
apenas despuntar el alba, con el almuerzo que
le había preparado su madre, algunas guías de
campo y un microscopio. Doce, catorce horas
pasaban hasta que escuchaba una campana
que tañía su madre para llamarla a cenar.