Dicen que cuando Hernán Cortés llegó a las costas de México, dio la orden de quemar los barcos. No habría regreso. No habría marcha atrás. Solo quedaba avanzar.
No sé qué tan cierta sea la historia, pero la metáfora me gusta. Hay momentos en la vida en los que uno tiene que hacer exactamente eso: prenderle fuego a lo que fue y caminar con paso firme hacia lo que viene. No porque sea fácil, sino porque no hay otra opción.
Quemar los barcos es apostar sin red de seguridad. Es dejar atrás lo que ya no nos sirve, lo que nos ancla al miedo o a la comodidad. Es tomar una decisión y sostenerla con toda la determinación posible. Es enfrentarse al futuro con las manos vacías, pero con la experiencia que nos dio el pasado.
No significa lanzarse al vacío sin pensar. Al contrario, es avanzar con la certeza de que, aunque no haya camino de vuelta, hay un camino hacia adelante. Significa confiar en uno mismo, en las habilidades que se han construido, en la capacidad de adaptarse y de encontrar nuevas rutas.
Todos hemos tenido que quemar barcos alguna vez. Dejar un trabajo estable para ir tras un sueño. Soltar una relación que ya no daba más. Reinventarse después de un fracaso. No es una decisión sencilla. Da vértigo. Da miedo. Pero también da libertad.
Porque cuando ya no hay regreso, solo queda avanzar. Y en ese avance está la posibilidad de algo nuevo. Algo mejor. O, al menos, algo que antes ni siquiera habíamos imaginado.