Teresita vivía en un apartamento rentado, chico y amoblado en el Eje 7 Félix Cuevas, como a cinco cuadras del metro Zapata si se viene de este a oeste. Su voz más bien densa, como con sabor a piña, arremansada. Sin embargo, cuando se molestaba, chirriaba. Delgada, ligeramente encorvada, de estatura media. Sus senos sí redondos, medianos, compactos.
La conocí en la estación del metro General Anaya, una tarde en que yo regresaba de una gestión de trabajo. Provoqué la conversación. Al final ella dijo que se había conmovido con mis palabras.
Luego estuvimos viéndonos durante seis o siete días alternos en la cafetería al aire libre que se halla en el borde del centro comercial Plaza Universidad si se sale por el lado oeste. Cerca de la casa de Teresita.
Era antropóloga social. Y muy bien informada en general. Lo adverso: gustaba dar opinión de todo. Enmendarme la plana aun cuando esta no fuese enmendable. Yo se lo soportaba porque me faltaba arrojo para abandonar sus senos. [Si persisto en asuntos similares se debe a que, como aclaré antes, estoy escribiendo la vida real, no una novela].
Semejante conflicto se les da a muchos hombres, solo que no lo dicen. Ha dejado escrito el poeta en sus Cuadernos: “Los senos de mujer pueden resultar la más letal de las armas en ciertos casos y en otros la paz al fin alcanzada; y en muchos otros lo que hoy suelen llamar ´conflicto de intereses`”. ¿Te gustan mis tetas?, me preguntó en los inicios.
Para avisarle que bajara a abrir había que llamarla por teléfono. Su apartamento tenía descompuesto el interfono y le había repetido al casero que no sería ella quien pagara la reparación. “Ni madres”, me decía Teresita que le había espetado en varias ocasiones para cerrar la conversación acerca del tema. Él le aseguraba que pronto lo haría.
De modo que debía llamarla desde el teléfono público de la esquina para avisarle. Era en un segundo piso. Tres pesos costaba la llamada desde el público. Para mí entonces tres pesos era mucho. Bueno, entonces y después ha sido mucho…
Tuvimos una discusión porque yo no lograba encentrar el chorro de la orina y así regaba el asentadero de la taza. Antes, en Cuba, seguramente yo regaba el borde de la taza. Luego, en México, nunca se me ocurrió que era menester levantar el asentadero cuando fuese un hombre quien orinara, de pie, como orinan los hombres.
Sería, digo, la falta de costumbre, la carencia de ese reflejo: en Cuba, la taza del baño, en donde yo vivía, no tenía asentadero. Así, con esta falta, me habían entregado el apartamento que me gané asistiendo de sol a sol de lunes a viernes y de sol a mediodía los sábados, durante cuatro años, a las labores dizque voluntarias de las “microbrigadas de construcción de obreros revolucionarios”. Estaba claro, lo sabía todo el país: los jefes de las obras sustraían, para revenderlos en el mercado negro, tiradores de gabinete, vidrios de ventanas, latas de pinturas, puntillas, cables eléctricos, persianas, baldosas, grifos, etcétera, etcétera. Bueno, cambio el rumbo, porque siento que se me empieza a caer este cuento —que por muy real que sea un cuento, no se debe caer.
Teresita me anunció que, como yo, al fin y al cabo era muy errátil, la solución sería que me sentara a orinar. Como las mujeres. Me negué, ¿cómo sería posible que me lo propusiera? Insistió. Lo cierto es que cuando a ella se le ocurrió, poco antes, yo lo había pensado. Había previsto que, luego de hacerlo sentado, dejase caer en la taza un chorro de agua, tomada con un cazo o la cubeta o lo que fuera —que debería sentirse afuera—. Pero ella se adelantó y decidí no transigir. Concederlo sería declararme de acuerdo, nuevamente, con una de sus posturas que, ¿quién podría dudarlo?, se hallaban más allá del cociente intelectual promedio. Pero, sobre todo, sentía que acatarlo resultaría humillante.
Le dije que me iría la mañana siguiente y me respondió “está bien”, mirando al techo. Ya estábamos en la cama, bocarriba. Agregué que lo pensara bien: quizá yo, entrenando suficientemente, lograría que el chorro encentrara la taza; e iría mejorando la diana poco a poco. Teresita replicó que de ninguna manera, ya se había cansado de decirme lo mismo y lo mismo y bien cuando ella llegaba de la calle o cuando yo salía del baño luego de orinar y ella se encontraba en la casa, allá iba a pasar papel higiénico o trapos o esponjas o lo demás al asentadero. Porque era tan indolente, dijo, que ni siquiera me ocupaba de reparar el daño. [En realidad, por más que yo frotara, tallara, limpiara el asentadero, ella encontraba huellas; en ocasiones —me advertía— en los exteriores de la taza].
Añadió lo que otras veces: eres genial para las abstracciones, para auscultar las nubes, tomarles el pulso a las estrellas, desenredar el devenir de la Historia y todo lo que faltaría de alto vuelo… Pero, manito, para la vida real eres un desastre… si es que a veces no he terminado de pasar la jerga y ya estás caminando por el piso… —Esto último lo expresó con esos registros medio estridentes de su voz de arroyo grueso, subterráneo, hondo, apacible—. En suma, o sentado o no había arreglo, enfatizó en voz más alta.
Yo miré de costalazo sus senos que, bajo la sudadera, desnudos, se mantenían, solitos, enhiestos, y se me ocurrió que estarían palpitando. Bueno, seguramente así estarían, aunque no se me ocurriera. Podía irme de inmediato, no era necesario que esperara a mañana. Dijo como remolcando las sílabas. En estos momentos no sería aconsejable: era casi medianoche, entrarle a estas horas a la colonia Doctores tenía cierta intención de suicido. Dije mirando el techo. Lo que más me preocupaba era abandonar sus senos. Se me aguaron los ojos y menos mal que así fue cuando Teresita apagaba la lámpara de noche y se volteaba hacia el lado contrario [Lo ya dicho: dilemas así se les presentan a muchos hombres; solo que tantos son machistas y no lo reconocen, no lo dicen; empeñados en obviar que Dios le otorgó a la mujer los atributos —de cuerpo y espíritu— necesarios para que cuenten con el poder principal e infinito de la raza humana].
En la mañana llamé a su trabajo para preguntarle si me podía llevar el cuadro —una reproducción de un paisaje chiapaneco— colgado en la sala. ”Órale, es tuyo, mi rey”, me había anunciado alguna vez porque yo tanto lo celebraba. Ahora le pregunté porque una cosa es que fuera mío en la sala y otra que estuviera en mis pertenencias. “Llévate el pinche cuadro, cabrón”, me dijo tan en alta voz que instintivamente alejé el auricular.
A continuación Teresita me echó una lista condensada de los apoyos que me había dado, de nuevo arrastrando las sílabas, aplastándolas. Y agregó hallarse segura de que nunca se habría dado el caso de una pareja separada porque el varón se meara fuera de la taza, “Fíjate si tú alucinas”, terminó, de nuevo en muy alta voz. Le di las gracias por todo y en ese instante sentí deseos ardientes de meter reversa: proponerle algo así como regresar a la tarde de ayer, cuando aún no habíamos peleado.
No me llevé el cuadro. De cualquier manera yo no tenía pared donde colgarlo. Telefoneé a Cándido Ugarte para avisarle que iría para su casa. N
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Capítulo de Pero qué bonito y sabroso, novela inédita. Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus obras más recientes son Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.