América Latina y el Caribe sufren de altos niveles de violencia de género que raramente son investigados de manera efectiva. Para quienes ejercen el trabajo sexual, a la gran cantidad de abusos, particularmente a manos de funcionarios estatales, se suma la profunda discriminación que hace que la justicia sea casi imposible de obtener.
Según una investigación publicada esta semana por la Red de Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe – RedTraSex, más de 1,200 trabajadoras sexuales de 15 países de América Latina y el Caribe denunciaron haber sufrido algún tipo de abuso a sus derechos humanos desde 2016. Entre los más reportados hay discriminación, acoso, hostigamiento, amenazas, agresiones físicas, violaciones sexuales y extorsión.
Según los testimonios, la mayoría de estas violaciones a los derechos humanos tuvieron lugar a manos de funcionarios estatales, incluyendo policías. En la mayoría de los casos, las víctimas decidieron no denunciar por miedo, porque el perpetrador trabajaba en una fuerza de seguridad o porque sabían que sus reportes no prosperarían.
Tenían razones para no confiar en el sistema. Aquellas que intentan interponer denuncias suelen ser desanimadas en el proceso, ignoradas o maltratadas.
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Para las trabajadoras sexuales migrantes la situación es aún más difícil. El temor a ser deportadas combinado con la xenofobia que muchas de ellas enfrentan a diario se transforma en barreras difíciles de derribar.
Los hallazgos de la investigación de RedTraSEx coinciden con una serie de informes de Amnistía Internacional respecto a la situación de vulnerabilidad y abusos que sufren muchas trabajadoras sexuales en todo el mundo.
En marzo del 2019 me reuní personalmente con varias autoridades de la República Dominicana para discutir los hallazgos de la investigación de Amnistía Internacional en la que encontramos que en el país caribeño la policía humilla, insulta y abusa a trabajadoras sexuales de forma habitual. Lo hacen como una forma de control social sobre ellas, diseñada para castigarlas por transgredir las normas sociales de feminidad y sexualidad “aceptables”.
A pesar de que este tipo de violencia por parte de la policía equivale a tortura o malos tratos según el derecho internacional, los Estados tienden a hacer poco para detenerla. Esto, en parte, porque los abusos son consecuencia de los altos niveles de estigmatización y discriminación a los que se enfrentan las personas trabajadoras sexuales en muchas sociedades.
EXPLOTACIÓN Y ABUSO, MONEDA CORRIENTE
Verónica Lino, quien ejerce trabajo sexual y activismo en Cochabamba desde hace más de 15 años, dice que, en Bolivia, donde el trabajo sexual está parcialmente regulado, la explotación y el abuso también son moneda corriente. Explica que el sistema tiende a favorecer a los dueños de los locales donde las mujeres trabajan y pagan por los cuartos, y que las condiciones de trabajo son generalmente muy pobres.
Con la llegada de la pandemia de covid-19 la situación empeoró aún más.
“Cuando cerraron los locales y no se podía salir a trabajar durante ocho meses, las chicas ya no sabían que comer. Muchas empezaron a vender sus cosas. Muchas perdieron los cuartos donde vivían. Ya no se podía vivir y nadie hacía nada por este sector,” explica Verónica.
Sin espacio para llevar a sus clientes, ni apoyo por parte de las autoridades, las trabajadoras comenzaron a organizarse. Primero fue un grupo de WhatsApp donde discutían opciones, ideas, posibles ayudas y estrategias. No podían trabajar en las calles porque allí eran más vulnerables a malos tratos y tortura por parte de la policía.
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Verónica y otras 20 trabajadoras sexuales comenzaron a tocar puertas, a exigir derechos. Sin planificarlo, se convirtió en referente entre sus compañeras. A las llamadas de pedido de ayuda comenzaron a llegar las denuncias. Verónica se preparó para documentar casos de abusos, acompañar a las sobrevivientes en la lucha para conseguir justicia. Hoy viaja por todo el país para recopilar información y asistir a quien la necesite.
“Se va corriendo la voz. Las compañeras se van avisando y así llegan a mí las chicas a contarme sus problemas. Es muy fuerte en algunos casos, muy fuerte. He terminado yo llorando con ellas muchas veces porque a estas alturas una trabajadora sexual sea tan abusada por los dueños, los guardias de seguridad, los clientes,” dice Verónica, y cuenta que a causa de su labor de derechos humanos algunos dueños de locales no le rentan espacios para trabajar.
Aunque en el papel, a través de sus constituciones, por ejemplo, la mayoría de los países de la región protegen a todas las personas, incluyendo a las trabajadoras sexuales, contra la discriminación, y los códigos penales tienden a no tipificar la venta y compra de sexo como un delito, en la práctica la falta de leyes que protejan a las trabajadoras sexuales de la estigmatización, la discriminación y la violencia, y el hecho de que no se investigue ni se persiga a los autores, tanto individuales como estatales, deja a las trabajadoras sexuales en una situación de extrema vulnerabilidad.
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Una y otra vez, cuando hemos hablado con trabajadoras sexuales, lo que quieren es tener un lugar en la mesa, que sus voces sean escuchadas y sus necesidades, tenidas en cuenta a la hora de desarrollar políticas públicas que las afecten.
Verónica y otras de las trabajadoras sexuales organizadas piden que los Estados reconozcan el trabajo sexual como trabajo. Dicen que una ley que lo regule, reconozca y proteja las sacaría de la clandestinidad y brindaría una serie de protecciones sin las que hoy son vulnerables a sufrir abusos.
“Con una ley habría más reconocimiento”, dice. “Sin ella, ellos (los gobiernos) son los dueños de nuestros cuerpos”. N
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Erika Guevara Rosas es directora para las Américas de Amnistía Internacional.