
El 12 de agosto de 2025 México entregó a Estados Unidos a 26 narcotraficantes de alto perfil (bajo la condición de que no se les aplique la pena de muerte). Lo presentaron como un acto de cooperación internacional, pero en realidad fue una operación política perfectamente calculada (una coreografía dictada desde Washington) y ejecutada en silencio para que la opinión pública apenas pudiera reaccionar.
Esta fue la segunda entrega masiva del año (en febrero se enviaron otros 29 capos), entre ellos Rafael Caro Quintero, Antonio Oseguera Cervantes “Tony Montana”, los hermanos Treviño Morales (Z-40 y Z-42) y Vicente Carrillo Fuentes. La narrativa oficial habla de seguridad compartida, pero la verdad es que esto es seguridad administrada desde fuera.
Cada vez que México recurre a este tipo de movimientos sin un debate serio, se erosiona la soberanía y se manda un mensaje claro (la justicia nacional no puede con ellos y necesitamos que otro país haga el trabajo sucio). La pregunta es obvia: ¿En cuántas otras áreas de la seguridad nacional estamos ya supeditados a decisiones que se toman fuera de nuestras fronteras? Y más aún: ¿Cuántas veces se ha usado este mecanismo para evitar que un capo hable aquí sobre lo que sabe de políticos, empresarios o mandos militares?
En la lista de agosto destacan nombres como Servando Gómez “La Tuta” y Abigael González Valencia (cuñado de El Mencho). Su sola presencia en un tribunal estadounidense es dinamita pura: pueden dar nombres, fechas, cuentas bancarias y rutas de dinero sucio que toquen a figuras de alto nivel en México. La pregunta es si esas revelaciones verán la luz o quedarán enterradas en expedientes clasificados (según lo que convenga a fiscales y negociadores norteamericanos). La experiencia dice que gran parte de esa información se filtra a cuentagotas como lo he venido mencionando, lo suficiente para negociar sentencias, pero no para derribar las redes políticas que sostienen al narco.
Es aquí donde el riesgo político se vuelve evidente: si los testimonios tocan a ex gobernadores, alcaldes, mandos de seguridad o jueces corruptos, ¿Se actuará? ¿O se usará la información como moneda de cambio para limpiar a unos y hundir a otros según la conveniencia del momento? En este juego, los ciudadanos quedamos como espectadores de una guerra selectiva donde no se combate al narcotráfico en su estructura real, sino a facciones específicas que dejaron de ser útiles o que se volvieron incómodas.
Además, quitar piezas clave como “La Tuta” o Abigael no es el golpe final que aparenta. Serán reemplazados y esas plazas se disputarán con violencia. Ya lo vimos con las guerras internas en el Cártel de Sinaloa entre Los Chapitos y las facciones ligadas a El Mayo Zambada: los vacíos de poder no pacifican, encienden más la mecha.
La extradición fragmenta a los grupos, pero también multiplica el caos en territorio nacional, y en ese caos, los pactos locales se reacomodan y nuevas alianzas emergen. El otro punto que pocos quieren tocar es que estas entregas masivas ponen en riesgo a quienes han vivido y gobernado bajo la lógica del narcoestado. Localmente hay políticos, policías, empresarios y funcionarios judiciales que han cimentado sus carreras gracias a la protección o alianza con los cárteles. Si uno de estos 26 decide cooperar de verdad, puede abrir un agujero en la fachada de legalidad que protege a muchos, desde presidentes municipales hasta mandos federales.
En este contexto, la operación no es solo judicial, sino geopolítica. Estados Unidos gana influencia directa sobre la información estratégica del narcotráfico en México y puede administrarla a su conveniencia (para presión diplomática, para negociación comercial o para justificar medidas internas). La narrativa oficial dirá que México también gana seguridad, pero en realidad gana dependencia porque se refuerza la idea de que la justicia mexicana es incapaz de procesar a sus criminales más peligrosos.
¿Y quién pierde? Pierde la soberanía, porque no es lo mismo coordinarse que subordinarse. Pierde la justicia mexicana, porque se le niega la oportunidad de demostrar que puede investigar, procesar y sentenciar a estos criminales.
Pierde la ciudadanía, porque el resultado probable es más violencia interna y menos acceso a la verdad.
Pierden también los pueblos que viven bajo control del narco, porque los vacíos de poder rara vez los llenan policías o jueces; los llenan otros grupos armados.
Lo más inquietante es la opacidad. Si estos 26 extraditados empiezan a soltar información comprometedora, lo más seguro es que Estados Unidos administre esas revelaciones como arma política, y que México no tenga acceso real a ellas. Salvo que lo filtren en los medios, será imposible saber qué dijeron y a quién señalaron. Eso deja abierta la puerta a chantajes políticos disfrazados de cooperación judicial, y a ajustes de cuentas que poco tienen que ver con la justicia y mucho con el control de poder.
Esta extradición masiva no es un acto aislado, es un síntoma de un modelo donde las decisiones críticas de seguridad se toman con más atención a las presiones externas que a las necesidades internas. La entrega de capos es una ficha en un tablero más grande donde México juega a contener el fentanilo, evitar aranceles y mantener la “buena vecindad” mientras sacrifica margen de maniobra político y judicial.
Lo correcto sería que toda cooperación judicial con Estados Unidos se haga bajo reglas claras: que se garantice el acceso de México a las declaraciones, que se informe públicamente al Congreso y a la sociedad, que se proteja a quienes denuncien a políticos corruptos y que no se oculte la identidad de los implicados. La justicia debe servir para desmontar las redes que sostienen al crimen organizado, no para mantenerlas operando con otros rostros.
Porque en esta jugada queda claro: ganan Estados Unidos y su aparato de seguridad, que se llevan no solo a los criminales sino a la información más valiosa. Ganan también algunos políticos mexicanos que ven en la extradición la oportunidad de borrar evidencias o de eliminar a rivales incómodos. Pierden la justicia y la soberanía, porque seguimos cediendo el terreno más delicado de nuestro Estado de derecho. Pierden los ciudadanos, porque la violencia no se detendrá y la verdad seguirá secuestrada.
Si México no rompe este ciclo y asume de verdad la responsabilidad de enfrentar al narco en casa (pero enfrentarlo en serio, con investigaciones que alcancen a políticos, policías, empresarios y militares que lo han protegido), seguiremos viendo estas extradiciones como un show diplomático que sirve para tranquilizar a Washington mientras aquí nada cambia. Y mientras nada cambie, será claro que el verdadero negocio no es la guerra contra las drogas, sino la administración del crimen con fines políticos.
@FSchutte
Cinsultor en seguridad y analista político.