LOS SUEÑOS de Emmanuel* parecen humildes, pero son poco distintos a los de millones de habitantes de nuestro planeta.
“Que yo consiga trabajo para ayudar a mi esposa, a mis hijos. Y para ayudar a mi familia que está allá en Haití,” me cuenta, en un albergue de la Ciudad de México. “Nosotros salimos para buscar una vida mejor para nuestras familias”.
Emmanuel ha arriesgado su vida para perseguir sus sueños. Ha recorrido medio continente a pie y en autobús. Ha sobrevivido secuestro, robo y extorsión. Todo para poder reconstruir su vida con su esposa, hijo e hija en un lugar seguro.
Miles de personas como él se han visto obligadas a huir de Haití en los últimos años, por la pobreza extrema y los desastres naturales y humanitarios que han dejado más de 4.4. millones de personas viviendo una crisis de inseguridad alimentaria aguda. También están escapando de la violencia generalizada en un país donde el gobierno ha sido implicado en crímenes de lesa humanidad y donde hasta el presidente Jovenel Moïse fue asesinado en julio.
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Pero cuando llegan a México o Estados Unidos, las autoridades de estos países a menudo buscan deportarles a Haití. Esa no es la respuesta adecuada a una grave crisis de derechos humanos. El derecho internacional existe precisamente para situaciones como esta y establece que no se debe devolver a nadie a un lugar donde su vida estaría en riesgo.
Emmanuel tiene 34 años. Estudiaba mecánica, pero tuvo que abandonar la escuela porque no podía pagar las clases. Se fue de Haití en 2009 para buscar mejores oportunidades. Dejar su país fue “muy triste,” dice. “Pero si no tienes cómo vivir entonces tienes que salir”.
Llevó a su familia a Brasil, donde su esposa trabajaba de día mientras él cuidaba a los hijos. Luego él salía a trabajar de noche, operando una máquina industrial. Aun así, no ganaban lo suficiente para mantener a la familia. Además, dice que sufría de discriminación constante de personas brasileñas que le decían “maldito haitiano” y le estigmatizaban por las carencias que tenía. Por eso decidieron irse de nuevo, y cruzaron diez países con la intención de llegar a Estados Unidos.
En muchos países la policía o las autoridades migratorias les extorsionaron para dejarlos pasar. Lo más grave sucedió en Veracruz, México, donde unos hombres sin uniformes subieron a su autobús y les pidieron sus documentos. Agarraron a Emmanuel y a otros tres hombres haitianos y los metieron en un coche, les taparon los ojos y los amarraron de pies y manos.
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Luego los llevaron a una casa, donde le exigieron 3,500 dólares estadounidenses a cada uno por dejarlos ir. Los golpearon mientras revisaban sus pertenencias, dice Emmanuel, y “comenzaron a sacar muchas armas grandes”.
“Les decíamos: nuestras familias no tienen dinero para pagar”, cuenta Josué, otro de los hombres secuestrados. “Y respondían: si ustedes no pagan, no salen de aquí. Tienen que pagar. Si no, ustedes se van a quedar aquí sin comer, sin tomar agua y los vamos a matar”.
Los cuatro haitianos pasaron nueve días ahí, temiendo por sus vidas, hasta que sus familias lograron juntar 2,000 dólares por cada uno. Al recibir el rescate, sus captores les devolvieron sus celulares y los liberaron en una carretera.
Otros haitianos en el albergue cuentan historias parecidas. Eddy, de Puerto Príncipe, tiene 37 años. Trabajó como plomero para la Cruz Roja Americana en Haití durante cinco años, pero se cansó de la violencia cotidiana que enfrentaba. “Nunca he vivido sin violencia estando allá. Nunca”, me dice.
“PREFIERO MORIR ANTES QUE VER ESO DE NUEVO”
Vistiendo una playera de Bob Marley, Eddy está acostado en un colchón en el piso, mientras la lluvia de la tarde golpea las ventanas. Dice que vio cosas terribles durante su viaje, sobre todo en el infame Tapón de Darién, un tramo casi inaccesible de la selva panameña controlado por grupos armados. Ahí le asaltaron y atestiguó cómo abusaron de una madre y su hija de 13 años.
“Es un infierno”, dice. “Le dije a Dios: prefiero morir antes que verlo de nuevo”.
Al llegar a México, Eddy pasó seis días en un hacinado centro de detención migratoria, al lado de personas que dice que fueron diagnosticadas con covid-19. Además, en el estado de Chiapas, justo después de pasar por la aduana, cuenta que fue asaltado de nuevo por tres hombres con machetes y dos con pistola. Le quitaron todas sus pertenencias y cuando les rogaba que le devolvieran su pasaporte, lo golpearon en la cabeza.
Eddy estima que gastó 3,000 dólares en llegar hasta México. Pero ahora, sin identificación, no puede recibir transferencias. “Por eso yo vine [al albergue]. Yo tengo familia para ayudarme para pagar un hotel, pero sin documentos no puedo recibir dinero”.
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Muchas personas vendieron todas sus pertenencias en Haití para financiar su viaje. Emmanuel dice que apostó todo por la oportunidad de sacar adelante a su familia. Ahora, después de todo, teme que las autoridades los devuelvan a un país donde no tienen nada.
“Si nosotros llegamos aquí y nos deportan, es un crimen”, afirma Emmanuel. “Vas a ir con mucha tristeza, porque gastaste todos tus ahorros en el camino, y llegas aquí y te deportan. ¿Y con qué vas a vivir allá? No tienes casa. ¿Dónde vas a dormir? No tienes comida. ¿Qué vas a comer allá? ¿Y cómo vas a mandar a tu hijo a la escuela?”
No obstante, las autoridades estadounidenses han devuelto más de 7,000 personas a Haití en las últimas semanas, a pesar de haber reconocido en mayo que el país no era un lugar seguropara recibir a personas deportadas. Por su parte, el gobierno mexicano anunció en septiembre que daría refugio a más de 13,000 personas haitianas, pero hasta ahora sigue deportando a cientos más.
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Esto es inaceptable. Las autoridades de ambos países deben garantizar el derecho universal a solicitar asilo y detener las deportaciones inmediatamente. Además, como ha afirmado la ONU, deben “ofrecer mecanismos de protección o acuerdos de estancia legal para garantizar el acceso efectivo a vías migratorias regulares”.
En vez de juzgar o estigmatizar a quienes huyen de Haití, Emmanuel sugiere que las personas de otros países consideren qué harían si estuvieran en sus zapatos.
“[Irían] a otros países a buscar una vida nueva”, concluye. “Así como nosotros”. N
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*Los nombres de algunas personas se han cambiado para proteger su identidad.
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Duncan Tucker es jefe de medios para las Américas de Amnistía Internacional.