ESTE 1 DE JULIO se conmemoró el centésimo aniversario de la fundación del Partido Comunista de China (PCC), una ocasión que el gobierno celebra con banquetes, fuegos artificiales, desfiles y festivales en todo el país, todo ello para celebrarse a sí mismo. ¿Y por qué no? Un partido iniciado en 1921 por unos cuantos hombres que se reunían en secreto en una época de creciente inestabilidad en el país más poblado del mundo ahora preside la segunda nación más poderosa del planeta.
Pekín tiene más confianza que nunca en su destino de suplantar a Estados Unidos (una potencia en declive, de acuerdo con el Partido) como la superpotencia más importante del mundo en 2049, precisamente 100 años después de que el PCC llegara al poder jurando seguir los dictados de Marx, Lenin y Mao, en el denominado “comunismo con ‘características chinas’”. Sin embargo, en la práctica, en ese país existe poco comunismo del siglo XX. Es más bien un “totalitarismo con ‘características chinas’”.
China tiene el segundo mayor ejército del mundo en cuanto al número de efectivos; es la segunda economía más grande y, de acuerdo con el informe Hurun que da seguimiento a la riqueza mundial, tiene al mayor número de multimillonarios: 1,058, en comparación con los 696 de Estados Unidos. (En otros estudios se indica que el número de multimillonarios chinos es menor, justo por debajo de Estados Unidos).
Asimismo, el poder político de China brinda riqueza a los funcionarios del partido de alto rango, y esa es parte de la razón por la que el presidente y líder del partido, Xi Jinping, ha hecho énfasis en una campaña anticorrupción durante su tiempo en el cargo (aunque se informa que la familia del mismo Xi es bastante adinerada). Existe un importante sector privado de la economía compuesto por grandes empresas, aunque estas no pueden actuar libremente en contra de los deseos de Pekín.
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A pesar de permitir que las fuerzas del mercado impulsaran el crecimiento económico del país durante los últimos 40 años, lo que el Partido celebra más que cualquier otra cosa es que mantiene un férreo y completo control del poder político. El Partido controla las altas esferas que, a su vez, controlan la economía (la banca, el área energética, los sectores clave de la tecnología), y su control va creciendo gracias al desarrollo de tecnología orwelliana de vigilancia ejercida por el Estado, que hace que cualquier disenso resulte difícil, peligroso y, en consecuencia, raro.
El Partido Comunista de China, dice Cai Xia, excatedrático de la Escuela del Partido Central de Pekín, donde se forma a los cuadros del Partido para gobernar, preside “un Estado neototalitario”.
Para Estados Unidos y el resto de Occidente, este hecho debería suscitar el tipo de sesiones de autocrítica que Mao Zedong solía aplicar. La realidad de la China moderna está ahora a la vista: la supresión brutal de las minorías étnicas como los uigures y los tibetanos, el pisoteo de las libertades civiles en Hong Kong que había acordado no tocar, la exhibición de poder militar en el Mar del Sur de China. Todo esto hace que sea cada vez más claro que una generación de manos chinas, desde legisladores gubernamentales y académicos hasta ejecutivos de negocios, se equivocaron tremendamente con Pekín.
Su esperanza y su sueño era contribuir a que China, una nación aislada y empobrecida a inicios de la década de 1970, pudiera integrarse en el orden mundial existente. Ayudar a que China se convirtiera, en la ahora famosa frase del ex subsecretario de Estado Robert Zoellick, en un “socio responsable”.
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La política de “integración” con Pekín comenzó con Richard Nixon y su histórica visita a China en 1971, y se ha desarrollado con cada presidente a partir de entonces. Una premisa subyacente clave para muchos de los arquitectos de la política estadounidense hacia China fue que, a través de la apertura económica, vendían vientos liberalizadores que, al final, cambiarían políticamente a China. En un discurso pronunciado en 2000, el presidente estadounidense Bill Clinton lo expresó de esta forma: “Al unirse a la Organización Mundial de Comercio, China no solo acuerda importar más de nuestros productos, sino que está de acuerdo en importar uno de los valores más amados de la democracia: la libertad económica. Cuanto más liberalice China su economía, tanto más plenamente liberará el potencial de su pueblo, su iniciativa, su imaginación, su notable espíritu de empresa…[y] el genio de la libertad no volverá a encerrarse en la botella”.
Resulta casi doloroso leer esas palabras en la actualidad, y Cai, en un artículo recién publicado por el Instituto Hoover, indica que esa premisa era “ingenua”. La “aceptación de la teoría de la integración penetró tanto entre las élites políticas de Estados Unidos, que tuvo en ellas un efecto intoxicante. La gran falacia [de la integración] fue asumir que el PCC podía transformarse para compartir el poder y aceptar la democracia”.
Siendo justos, hubo momentos en los que los vientos políticos de China parecían estar cambiando. En la década de 1980 había figuras de alto nivel en el Partido (los antiguos secretarios generales Hu Yaobang y Zhao Ziyang) que promovieron la reforma política, e incluso la democracia abierta al estilo occidental. El espíritu de liberalización llevó a las manifestaciones a favor de la democracia en 1989 que terminaron, por supuesto, en una carnicería. La muerte de cientos de civiles en la Plaza de Tiananmén a manos de la milicia de Pekín reveló al mundo lo decidido que estaba el Partido a mantener su poder. La incursión en Tiananmén acabó con el coqueteo con la liberalización política.
Nada se ha producido desde entonces. “El PCC —dice Cai— está decidido a reenmarcar el orden y las normas internacionales existentes y conducir al mundo en dirección opuesta a la democracia liberal”.
Esa comprensión finalmente comienza a penetrar en Washington y en todo el mundo. La cuestión es ¿por qué tomó casi una década del férreo gobierno de Xi Jinping para que esto sucediera? Porque Deng Xiaoping comprendió, como lo han hecho todos sus sucesores, que el negocio de China son los negocios. El arma no tan secreta de ese país es su atractivo para las empresas extranjeras: primero como una plataforma de exportación de bajo costo, y luego como un mercado de 1,300 millones de personas en una economía que crece constantemente. China era irresistible, y Deng lo sabía.
Después de Tiananmén, el entonces presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush, envió a su asesor de seguridad nacional, Brent Scowcroft, a realizar dos visitas secretas a Pekín para preparar un reinicio de las relaciones. En la primera de esas reuniones, Deng le dijo a Scowcroft: “El mercado chino aún no está totalmente desarrollado, y Estados Unidos puede aprovecharlo en muchas formas. Debemos estar felices porque los comerciantes estadounidenses siguen haciendo negocios con China. Esto puede ser una forma importante de dejar atrás el pasado”.
El sector comercial estadounidense se encontraba más que feliz de dejar atrás “el pasado”. El nivel de envilecida reverencia por parte de la comunidad comercial estadounidense hacia Pekín podía llegar a ser embarazoso. En una ocasión, poco después de que China se uniera a la Organización Mundial de Comercio, MTV realizó un banquete en Pekín. El presidente y director ejecutivo de la empresa se levantó para hacer un brindis, en el que dijo que estaba absolutamente seguro de que China sería el “mejor mercado” de MTV.
“¿Por qué estoy tan seguro?”, preguntó retóricamente. “Porque —dijo gritando— ¡es China!”
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En una mesa cercana, Li Yifei, presidenta de MTV China, giró la vista en señal de vergüenza, o quizá, de desprecio.
Una parte del sector corporativo de Estados Unidos se ha desencantado con Pekín, cansado por los robos de propiedad intelectual, los subsidios entregados a competidores locales y las promesas no cumplidas de acceso a los mercados. Sin embargo, Wall Street aún sigue enamorado, al igual que las grandes empresas tecnológicas, muchas de las cuales tienen grandes cadenas de suministro en ese país, ganan mucho dinero vendiendo a los clientes chinos, o ambas cosas. (Pensemos en Apple).
Esas empresas esperan que el presidente Biden relaje los aranceles impuestos en la era de Trump y que, en general, adopte un tono más suave hacia Pekín. En este momento, los aranceles siguen vigentes, pero el tono se ha modificado. Aunque ha calificado de “adversaria” a la Rusia de Vladimir Putin, el gobierno de Biden no utiliza ese término cuando habla de Pekín. Esto, a pesar de que funcionarios chinos hablan cada vez más abiertamente sobre su intención de suplantar a Estados Unidos como el número uno.
¿Se trata de un objetivo realista para el PCC? Cai y otros señalan que aún existen vulnerabilidades en el régimen. Dado que China se ha vuelto más rica, los chinos también quieren volverse aún más ricos. La economía debe seguir creciendo; eso es lo único que, para muchos ciudadanos chinos, hace que el opresivo estado de vigilancia resulte remotamente tolerable. Algunos economistas piensan que el modelo económico de China ha cumplido su ciclo y que se avecinan los problemas. Una crisis económica engendraría una crisis política, o al menos eso es lo que dice el argumento. El problema es que se trata de un pronóstico a muy, muy largo plazo.
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Sin embargo, en su reciente ensayo, Cai escribe: “En los más de 30 años que he tenido contacto con funcionarios de nivel medio y alto del PCC, puedo decir que al menos 60 a 70 por ciento de los funcionarios de alto nivel del PCC comprende la tendencia de avance del mundo moderno. Entienden que solo un gobierno constitucional democrático puede garantizar una estabilidad a largo plazo en China y proteger los derechos humanos, la dignidad y la seguridad personal para uno mismo”.
El problema para ese 60 a 70 por ciento: en un sofocante estado de vigilancia, en el que el Partido lee hasta la más mínima expresión que las personas hacen en línea y escucha sus llamadas telefónicas, ¿cómo pasar de una condición a la otra? ¿Y hay algo que Estados Unidos y el resto del mundo exterior puedan hacer para ayudar? Ese podría ser el desafío para una nueva generación de manos chinas. N
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek