EN UNA reciente visita que realicé a Sudán tuve la oportunidad de caminar por los campos de refugiados cerca de la frontera con Etiopía. Habiendo escuchado que hay preocupaciones sobre la calidad y cantidad de ayuda disponible para los refugiados provenientes de Etiopía quería observar las condiciones de primera mano y escuchar a los refugiados hablar sobre sus necesidades en términos de salud y bienestar en general.
Desde noviembre de 2020, y tras huir de la violencia en la región de Tigray, en Etiopía, más de 61,000 personas se han registrado como refugiados después de cruzar la frontera con Sudán. En los últimos días, la paciencia de los refugiados ha disminuido y las personas han comenzado a manifestarse debido a que están cansadas de suplicar que les proporcionen una alimentación más adecuada.
Aunque diversos grupos étnicos han huido de la lucha hacia Sudán, las personas que conocí ese día eran principalmente tigrayanos. Si bien expresaron su justificada desesperación por los escasos niveles de disponibilidad de agua, saneamiento y alimentos en Sudán, las conversaciones rápidamente se centraron en sus temores respecto a los miembros de sus familias que se quedaron atrás, así como en relatar los eventos traumáticos sufridos durante sus trayectos hasta alcanzar un lugar seguro.
Las condiciones en Sudán, al parecer, no eran la historia principal que querían contar. Querían que yo, y usted, supiéramos de la violencia indiscriminada, los asesinatos, las detenciones y el clima de miedo que reina en sus lugares de origen. Querían saber si el mundo está consciente y se preocupa lo suficiente como para ayudar a poner fin a los combates que destrozaron sus vidas y los trajeron hasta Sudán.
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Un joven se me acercó para decirme que lo habían detenido junto con su hermana, su esposo y sus tres hijos. Fueron llevados a un centro de detención no oficial en donde estaban detenidas cientos de personas, jóvenes y mayores. Cuando los guardias se emborrachaban, pateaban a la gente, les golpeaban con sus rifles y violaban a adolescentes y mujeres jóvenes a punta de pistola. Después de 20 días detenido, logró escapar por una ventana. Llegó a Sudán, pero su hermana y su familia permanecen detenidas. No ha tenido noticias de ellos desde que escapó y está desconsolado por su destino.
Otro hombre me dijo que estaba tratando de ayudar a una vecina embarazada a escapar de su casa cuando ella recibió un disparo y resultó herida; tuvo que dejarla atrás y correr por su vida. Tres de las personas con las que escapó fueron asesinadas a tiros cuando cruzaban el río entre Etiopía y Sudán, a escasos minutos de alcanzar la seguridad.
Me dijeron que las milicias y los grupos armados les dijeron a los tigrayanos que se fueran y nunca regresaran, alegando que ese es territorio amhariano (de la etnia Amhara), no tigrayano.
“NO PODEMOS REGRESAR”
La lucha en Tigray todavía continúa. Un hombre me dijo que cree que lo peor está por venir. “No podemos regresar todavía”, afirmó.
Hoy, la crisis humanitaria en Tigray se encuentra en situación crítica, según informes de nuestros equipos médicos que trabajan en Etiopía. Las personas están atrapadas entre los brotes locales de violencia, y más de la mitad de las instalaciones de salud en Tigray que han sido visitadas por los equipos de Médicos Sin Fronteras no funcionaban. Los combates comenzaron en la época de cosecha en una región en la que los cultivos ya estaban dañados por las langostas del desierto, por lo que hoy la comida es alarmantemente escasa.
MSF ya está trabajando en Tigray y continuamos negociando con quienes están en control para que nos permitan el acceso a áreas adicionales afectadas por los combates.
Los refugiados que lograron huir a Sudán me dijeron, y quieren que la gente sepa, que quienes tienen el control en Tigray están deteniendo y masacrando a civiles, saqueando y destruyendo instalaciones médicas y perpetrando actos de violencia sexual. La gente también sufre hambre. Las agencias de ayuda enfrentan repetidamente limitaciones para brindar asistencia en la zona. La red de telecomunicaciones está severamente restringida para obstaculizar el flujo de información fuera de la región. Esta no es solo una guerra contra las personas y la infraestructura, también es una guerra de narrativas.
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Dadas las historias que escuché en Sudán, dar voz a las personas atrapadas al otro lado de la frontera se convierte en un imperativo moral: dar testimonio sobre la violencia y el miedo generalizados y señalar aquellos problemas que requieren soluciones políticas que los médicos y las clínicas de MSF no puede ofrecer.
No hay duda de que las condiciones que presencié durante mi visita a los campamentos en Sudán están por debajo de los estándares. Continuaremos planteando estos problemas a las organizaciones y los actores clave, dentro y fuera de Sudán. Nuestros equipos médicos dirigen clínicas en los campamentos y constantemente buscamos formas de mejorar la calidad de nuestros servicios médicos y hacerlos más relevantes.
Pero acoger y cuidar a los refugiados en Sudán y brindar atención médica en algunas ciudades y lugares de Tigray no es suficiente cuando cientos de miles de personas más permanecen aisladas, sujetas a violencia, detención, abusos, sin acceso a la ayuda alimentaria, a la asistencia sanitaria y a la protección.
Los ataques a instalaciones civiles son inaceptables y deben terminar. Los civiles nunca deben ser un objetivo y las organizaciones humanitarias deben poder acceder libremente a los más necesitados. El miedo y el horror colectivo que escuché —y sentí— por primera vez entre los refugiados que conocí en Sudán, definitivamente debe imponerse sobre el estridente silencio en torno a lo que está sucediendo hoy al otro lado de la frontera en Etiopía. N
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Stephen Cornish es director general de Médicos Sin Fronteras Suiza. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.