Las autoridades y gente de seguridad responsable de conservar el orden en la capital de Estados Unidos no estaban listas ni organizadas apropiadamente. Tampoco eran imparciales.
SABÍAN que podría suceder. Temían que Donald Trump hiciera lo que Sansón: derribar toda la casa sobre de sí en las dos semanas antes de que dejara la Casa Blanca. Oficiales del FBI, el Servicio Secreto, la Seguridad Nacional, el gobierno del Distrito de Columbia, el Pentágono, la Guardia Nacional y la Fuerza de Tarea Conjunta-Región de la Capital Nacional, quienes hablaron con Newsweek bajo la condición del anonimato en los días previos al disturbio en el Capitolio, todos, mencionaron el potencial de que manifestantes, milicias y matones paramilitares —alentados por el presidente— atacarían el barrio de Capitol Hill y el edificio del Capitolio.
Media docena de fuentes habló abiertamente sobre este preciso escenario: que la turba atacaría la “Casa del Pueblo” y que de alguna manera el sistema se vendría abajo. Ellos especularon que esto podría ocurrir por la conducta traicionera del presidente, por las deficiencias en el liderazgo del gobierno federal y el Congreso, y porque en realidad nadie estaba listo y todos miraban hacia el lado equivocado.
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La culpa se endilgó por todas partes: el FBI desdeñó al Departamento de Seguridad Nacional como un hatajo de aficionados y rufianes; los militares meneaban la cabeza por el presidente Trump y un liderazgo ausente en la Casa Blanca; miembros del Departamento de Seguridad Nacional se burlaban de la alcaldesa, el fiscal general y la fuerza policial del Distrito de Columbia, y todos dejaban en claro que “el problema” era de alguien más.
Quedó en claro que las mismísimas autoridades y personas de seguridad que, en teoría, eran responsables de conservar el orden en la capital de Estados Unidos, no estaban listas, ni bien dirigidas, ni organizadas apropiadamente y, lo más amenazante, posiblemente no eran imparciales.
¿CÓMO SE LLEGÓ A ESO?
Hay múltiples causas de este fracaso histórico.
La colcha fabricada de retazos de papeles y responsabilidades que se creó después del 11/9, y la ignorancia inmensa del público con respecto a todo lo referente a la seguridad nacional, han debilitado a Estados Unidos.
Muchas personas en el Washington oficial toleraron e incluso le siguieron la corriente a la sedición del presidente Trump y su incitación a amotinarse. Fuentes del FBI dijeron que la Casa Blanca no ordenó una revisión del 6 de enero o alguna medida de seguridad nueva. No estaba haciendo esas cosas, comentaron las fuentes, porque los asistentes presidenciales tenían miedo de que algún movimiento pudiera provocar que Donald Trump hiciera algo peor que cualquier cosa que ya estaba planeando.
A pesar de la amenaza obvia de violencia, el Departamento de Seguridad Nacional tampoco ha revisado el llamado “Evento Especial de Seguridad Nacional” del periodo de instauración (programado para cubrir del 15 al 21 de enero). Eso habría puesto al Servicio Secreto a cargo de la respuesta federal en general.
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Fuentes de otros departamentos dijeron que la Seguridad Nacional —que usó su ejército gigantesco de agentes del orden público para reprimir las protestas en Portland y otras ciudades— brilló por su ausencia. Chad Wolf, secretario interino de Seguridad Nacional, estaba en Oriente Medio, y evidentemente no pensó que la amenaza fuera lo bastante seria para que él estuviera en Washington.
En junio, cuando las protestas no involucraban a turbas derechistas a favor de Trump sino que, más bien, trataban de la justicia racial, el Departamento de Seguridad Nacional despegó su fuerza, sus ramas de agentes del orden, que ahora son las más grandes del gobierno federal —el Servicio Secreto, el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas, la Protección de Aduanas y Fronteras, las Investigaciones de Seguridad Nacional, los Agentes Federales Aéreos y el Servicio Federal Protector—, todos con la misión de proteger monumentos en la Explanada Nacional y los edificios de gobierno.
Pero, fuentes tanto del FBI como militares, dijeron que, a su parecer, la Seguridad Nacional estaba comprometida políticamente —”en el bando del presidente”, expresó una fuente—, tal vez incluso no estaba interesada en desplegar sus fuerzas, ya no digamos llevar a cabo su misión.
Varias fuentes dijeron que, antes del disturbio, temían que la Policía del Capitolio de Estados Unidos —con más de 2,000 agentes del orden público— pudiera no actuar, o pudiera no reaccionar intencionalmente, dado que muchos líderes republicanos en el Congreso querían que la turba amplificara sus voces disminuidas de que la elección era ilegítima. No ha habido confirmación de esta afirmación. Pero no se puede negar que la fuerza policial del Congreso falló en hacer su trabajo, cuando se permitió a los intrusos hacer desmanes y luego, por lo menos al inicio, muy pocos fueron arrestados.
Menos de un día después, el jefe de la Policía del Capitolio y los sargentos de armas de la Cámara de Representantes y el Senado renunciaron. Es seguro que habrá investigaciones posteriores.
Al final, recayó en el Departamento de Justicia el “coordinar” la respuesta federal, y fuentes del FBI dijeron a Newsweek que la agencia vigilaba de cerca a varios de los manifestantes que convergieron en la ciudad, que la agencia tenía una idea clara de los manifestantes, el tamaño de la multitud, los líderes y los peligros.
No obstante, la inteligencia obviamente no anticipó que los medios noticiosos especulaban abiertamente sobre lo que el presidente y sus partidarios tuiteaban públicamente. También hubo un fracaso monumental en la inteligencia local.
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El gobierno del Distrito de Columbia era la única fuerza preparada y lista cuando comenzó el asalto contra el Capitolio. La alcaldesa Muriel Bowser activó los 340 guardias nacionales del Distrito antes del miércoles. De acuerdo con un deseo del Pentágono de no involucrarse en la elección o usar a los soldados para hacer respetar la ley, la Guardia del D. C. estaba desarmada y se le asignó el control del tránsito y otros deberes potencialmente no letales para poner a disposición más oficiales del Departamento de Policía Metropolitana —con 3,800 agentes, el sexto departamento policial municipal más grande de esa nación— para hacer respetar las leyes.
Los disturbios —y la respuesta del Distrito— subrayan el argumento para convertir al D. C. en un estado, para que la alcaldesa no tuviera que pedir permiso a muchísimos niveles del Pentágono para activar la guardia.
Y finalmente está el Pentágono. La caminata de Donald Trump hacia el Parque Lafayette en junio pasado, acompañado por un grupo de fuerzas federales, Guardia Nacional y la policía local, hizo saltar a los militares estadounidenses. El presidente del Estado Mayor Conjunto, el general Mark Milley, en uniforme, se unió al séquito del presidente, dando la impresión de que los militares uniformados apoyaban a Trump y las fuerzas a su alrededor. El general Milley fue criticado duramente por su “falta de conciencia de la situación” al estar allí. Se disculpó públicamente.
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Ese incidente y la disculpa de Milley cambiaron la cultura del Pentágono; los oficiales con rango rechazaron firmemente el hablar de ley marcial y declararon abiertamente que las fuerzas armadas de Estados Unidos no tenían por qué participar en la elección o la transición. Fuentes militares dicen que la postura pasiva y una convicción de no participar incluso contuvieron la Fuerza de Tarea Conjunta responsable de disturbios civiles en el Distrito, y luego provocó que no estuvieran disponibles miembros adicionales de la Guardia y fuerzas en servicio activo sino hasta el siguiente día.
Sin importar lo que suceda ahora para reparar las debilidades en la organización, las fuentes dicen que hay dos cosas seguras. Primera, seguramente se aumentará la seguridad del Capitolio y habrá más restricciones a la actividad legítima de protestar. Y segunda, ahora se creará la impresión de que “los militares” son la única institución en la que se puede confiar, que es la única que puede, y siempre lo hará, salvar a todos.
Todos hablan ahora de restaurar el imperio de la ley y asegurar la responsabilidad de proteger la democracia de Estados Unidos, que las reformas posteriores a Trump deben ser tan considerables como aquellas posteriores al 11/9. Que “los militares son la única respuesta” no es solo una creencia falsa: también debilita las instituciones civiles en las que depende esa nación. N
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek