¿Es posible que la enfermedad de Lyme sea consecuencia de un experimento estadounidense con armas biológicas? ¿Acaso los militares utilizaron ingeniería genética para producir una bacteria más insidiosa y destructiva que luego, de alguna manera, escapó del laboratorio y se diseminó en la naturaleza?
¿Es esa la razón de que, cada año, alrededor de 300,000 estadounidenses reciban el diagnóstico de una enfermedad debilitante y en extremo dolorosa?
Esta teoría ha estado circulando durante años, y ahora vuelve a cobrar impulso gracias la reciente divulgación de numerosos titulares y tweets sensacionalistas. Es más. hasta el Congreso de Estados Unidos ha ordenado que el Pentágono revele si modificó garrapatas para usarlas como armas.
Nada más lejos de la verdad.
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Es cierto que las garrapatas son portadoras de agentes infecciosos que podrían usarse como armas biológicas, y que, desde hace tiempo, las fuerzas armadas han hecho investigaciones científicas en torno a las garrapatas. De hecho, varios puntos del estuario de Long Island Sound, cerca del laboratorio de investigaciones militares de Plum Island, fueron los primeros sitios donde se identificó la epidemia estadounidense de la enfermedad de Lyme.
Sin embargo, el Ejército nunca ha liberado el agente de la enfermedad de Lyme (ni algún otro patógeno) en el territorio estadounidense.
Comencé a trabajar en el tema de la enfermedad de Lyme en 1985 y, como parte de mi tesis doctoral, investigué si los especímenes museográficos de garrapatas y ratones albergaban algún rastro de la enfermedad de Lyme previo a los primeros casos humanos identificados en Estados Unidos a mediados de la década de 1970.
Y así, en colaboración con el microbiólogo David Persing, descubrimos garrapatas infectadas que habían sido recolectadas en 1945 en el sur de Long Island. E incluso encontramos varios estudios que demostraban que una colección de ratones de Cape Cod, capturados en 1896, presentaban la infección.
Por lo anterior, es evidente que, décadas antes de la identificación de la enfermedad de Lyme -y mucho antes que los científicos militares pudieran modificarla o convertirla en arma- la bacteria causante del problema ya vivía en la naturaleza. Esto es prueba más que suficiente de que la teoría de conspiración es errónea. Pero, por si no bastara, hay infinidad de evidencias adicionales que demuestran que la enfermedad de Lyme no tuvo necesidad de la intervención humana para medrar en la naturaleza.
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Es muy improbable que Lyme sea una arma biológica
Soy profesor de la cátedra de biodefensa en el nivel de posgrado y reconozco que, alguna vez, las fuerzas militares de Estados Unidos y otros países tuvieron interés en la guerra biológica; es decir, en el uso de agentes biológicos para causar daño.
Una de las propiedades más importantes de cualquier agente utilizado en la guerra biológica es su capacidad para inhabilitar rápidamente a los soldados enemigos. Y las bacteria que causan la enfermedad de Lyme no corresponde a esta categoría.
Las investigaciones dirigidas a la guerra biológica se han centrado en patógenos que transmiten las garrapatas, los mosquitos y demás artrópodos; por ejemplo, peste, tularemia, fiebre Q, fiebre hemorrágica de Crimea-Congo, encefalitis equina del Este o la encefalitis verno-estival rusa [arbovirosis]. Las etapas iniciales de todas estas enfermedades suelen ser muy debilitantes, y sus tasas de mortalidad pueden ser muy altas (la encefalitis equina del Este mata hasta 30 por ciento de los individuos infectados, mientras que el tifus epidémico acabó con 3 millones de personas durante la Primera Guerra Mundial).
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En cambio, si bien la enfermedad de Lyme causa síntomas graves en algunas personas, la mayoría solo presenta un cuadro tipo gripal que el sistema inmunológico puede combatir sin dificultad. Y aunque es verdad que quienes no reciben tratamiento pueden desarrollar complicaciones a largo plazo, como artritis o problemas neurológicos, es muy raro que la infección resulte letal. Por otra parte, la enfermedad de Lyme tiene un periodo de incubación de una semana: demasiado prolongado para convertirla en un arma biológica eficaz.
Por último, aun cuando el padecimiento fue descrito en Europa durante la primera mitad del siglo XX, es imposible que las fuerzas armadas lo manipularan, ya que el agente fue identificado hasta 1981, cuando un entomólogo médico -el difunto Willy Burgdorfer-, hizo un hallazgo fortuito.
Descubrimiento del agente de la enfermedad de Lyme
A fines de la década de 1940, Burgdorfer hacía investigaciones de posgrado sobre la biología de la fiebre recurrente transmitida por garrapatas, una enfermedad bacteriana capaz de propagarse de los animales a las personas [zoonosis]. Aquellos estudios le llevaron a desarrollar nuevos métodos para detectar infecciones en las garrapatas, y también para infectar dichos arácnidos con dosis específicas de un patógeno. Personas como yo seguimos usando sus métodos.
A la larga, Burgdorfer se estableció en los Laboratorios Rocky Mountain de Montana. Dicha instalación era una avanzada del Servicio de Salud Pública y de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos; y, en aquellos días, el centro mundial para la investigación en garrapatas.
La especialidad de Burgdorfer era estudiar la manera como los agentes microbianos se adaptan a los tejidos internos de las garrapatas, para lo cual realizaba infecciones experimentales y las observaba al microscopio. Incluso antes de identificar el agente de la enfermedad de Lyme, Burgdorfer gozaba de reputación mundial como experto en el ciclo de vida de Rickettsia rickettssii, una bacteria que infecta garrapatas y ocasiona una enfermedad conocida como fiebre maculosa de las Montañas Rocosas (RMSF, por sus siglas en inglés).
Fue justamente RMSF lo que le condujo a descubrir la causa de la enfermedad de Lyme. Burgdorfer trabajaba en Long Island, Nueva York para entender mejor la epidemiología de RMSF y responder interrogantes como: ¿A qué se debía que los vectores conocidos -las garrapatas caninas [Rhipicephalus sanguineus]- no estuvieran infectados incluso en áreas donde había personas enfermas? Supo entonces que una nueva especie de garrapata -la del ciervo [Ixodes scapularis]- se había vuelto tan común en Long Island que varios investigadores empezaban a considerarla un vector de RMSF.
Esto hizo que Burgdorfer se comunicara con Jorge Benach, un colega de la Universidad Stony Brook, y pidió que le enviara algunas garrapatas de ciervo para averiguar si eran portadoras de Rickettsia rickettssii. Y dio la casualidad de que Benach le hizo llegar unos especímenes obtenidos de la vecina Shelter Island, Nueva York.
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Burgdorfer hizo pruebas con la “sangre” de las garrapatas de ciervo, pero no encontró el agente causal de RMSF. En vez de eso, lo que descubrió fue otras bacterias con forma de espiral conocidas como espiroquetas. Y aquellas espiroquetas eran muy parecidas a las que había estudiado cuando era estudiante de posgrado: el patógeno de la fiebre recurrente transmitida por garrapatas. El hallazgo hizo que el entomólogo médico comenzara a pensar que, si unas espiroquetas eran la causa de la fiebre recurrente, tal vez esas otras fueran responsables de la artritis de Lyme, un trastorno misterioso y recién identificado cuya causa era desconocida.
Aquella epifanía resultó en el artículo histórico publicado el 18 de junio de 1982 en la revista Science, y cuyo título planteaba la siguiente pregunta: “La enfermedad de Lyme: ¿una espiroquetosis transmitida por garrapatas?“
La teoría de conspiración no toma en cuenta los hechos
Se ha exagerado el hecho de que las espiroquetas que causan la enfermedad de Lyme hayan sido descubiertas en las garrapatas de la Isla Shelter, vecina inmediata de Plum Island, Nueva York, donde se alzaba una instalación que el Ejército de Estados Unidos utilizó como laboratorio de investigación hasta 1954.
Sin embargo, fue mera casualidad que Benach enviara los especímenes de Shelter Island con los que Burgdorfer hizo su descubrimiento fortuito. Es más, para 1984, una vez que supieron qué buscar, los investigadores encontraron espiroquetas de la enfermedad de Lyme en garrapatas de las costas de Connecticut, de Nueva Jersey y hasta en la de California.
Vamos a suponer que el Ejército se puso a trabajar de inmediato en el patógeno descubierto en 1981. Ahora bien, como hemos precisado, el agente de la enfermedad de Lyme fue descrito casi tres décadas después de la clausura del laboratorio militar, en 1954, mismo año en que el Departamento de Agricultura de Estados Unidos ocupó el Fuerte Terry de Plum Island para estudiar enfermedades animales exóticas. Por otro lado, el descubrimiento ocurrió 12 años después de 1969, cuando el presidente Richard Nixon prohibió las investigaciones para la guerra biológica. A todas luces, si alguien manipuló la bacteria debió hacerlo después de 1981, de manera que la cronología de los teóricos de conspiraciones no funciona.
Lo que termina por desbancar la teoría de que la enfermedad de Lyme es producto de la liberación accidental de un arma biológica estadounidense, es el hecho de que los primeros casos identificados no ocurrieron en 1975 en Old Lyme, Connecticut [noreste de Estados Unidos], como se afirma. Sino en 1969 y en Spooner, Wisconsin [medio este], donde un médico describió el cuadro clínico de un paciente que jamás había salido de la región. Y para rematar, la enfermedad volvió a manifestarse en el norte de California hasta 1978.
¿Cómo pudo ocurrir una “liberación accidental” en lugares tan distantes? De ninguna manera.
Por otra parte, el análisis genético de las poblaciones de Borrelia burgdorferi (el agente causal de la enfermedad de Lyme) que han sido aisladas en el noreste, el medio oeste y en California apunta a que las cepas están separadas por barreras geográficas que les impiden mezclarse. De haberse tratado de un germen de laboratorio -en específico, de una cepa modificada para propiciar su propagación, y que se filtró a la naturaleza en los últimos 50 años-, las tres poblaciones geográficas tendrían una mayor semejanza genética. En otras palabras, nada indica que los tres tipos de espiroqueta provengan de una misma fuente y que, encima, dicha fuente haya escapado de un laboratorio.
Las causas de que la epidemia se haya vuelto tan problemática incluyen reforestación, crecimiento suburbano e incapacidad para gestionar los rebaños de ciervos.
Los defensores de la teoría de conspiración argumentan que el interés del Ejército en las infecciones transmitidas por garrapatas ha influido en los investigadores más importantes. Hasta que apareció la enfermedad de Lyme, la cifra mundial de laboratorios especializados en garrapatas podía contarse con los dedos de las dos manos; de suerte que, como reconocido experto en garrapatas y en las infecciones que transmiten, es muy factible que Willy Burgdorfer recibiera subsidios de las fuerzas armadas, y que hiciera investigaciones o asesorara a los militares. Y la razón es que, entre 1950 y 1980, esos fondos eran una de las pocas fuentes de recursos para los proyectos sobre garrapatas; los cuales, sin duda, tuvieron la finalidad de identificar los riesgos para los soldados, y encontrar la mejor manera de protegerlos de esos arácnidos.
Hacia el final de su vida, Burgdorfer ofreció varias entrevistas en las que hizo alusión a programas de guerra biológica o de biodefensa, mas eso no debe interpretarse como una confesión de que había intervenido en esfuerzos ultra secretos. Tuve oportunidad de hablar con él en varias ocasiones y siempre me sorprendió con su sentido del humor, un tanto irónico. Así que, en mi opinión, la insinuación de que su labor para las fuerzas armadas podía tener algún trasfondo, no fue otra cosa que una broma que gastaba a sus entrevistadores.
Hace más de tres décadas que estudio la epidemiología y la ecología de la enfermedad de Lyme con el propósito de reducir el riesgo de infección de los estadounidenses, por lo que me horroriza que el Congreso de Estados Unidos haya tomando con seriedad una vieja teoría de conspiración. Es muy fácil refutar la idea de que la enfermedad de Lyme es consecuencia de un accidente de la investigación en armas biológicas. Los legisladores harían mejor en dedicar su tiempo a respaldar nuestros esfuerzos para prevenir esta enfermedad, en vez de perderlo prestando oídos a una acusación descabellada que se sustenta en malas interpretaciones e insinuaciones.
Sam Telford es profesor del Departamento de Enfermedades Infecciosas y Salud Global en la Universidad de Tufts.
Este artículo fue tomado de The Conversation bajo una licencia de Creative Commons. Lea el artículo original.
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