Un psiquiatra conectado con la CIA tiene ideas radicales para atraer de vuelta a quienes cambiaron de bando y así evitar muertes y daños económicos.
Parece que no ha pasado mucho tiempo desde la última vez que supimos de otro cambio de camiseta en la CIA u otras agencias de inteligencia. En febrero, las autoridades federales acusaron a Monica Witt, ex sargento de contraespionaje de la Fuerza Aérea y después contratista de la defensa, de pasar secretos extremadamente sensibles a Irán. En los últimos dos años, dos ex agentes de la CIA fueron arrestados bajo cargos de espiar para China.
¿Son solo cosas espía vs. espía, material para libros y películas? No. Los últimos dos supuestamente contribuyeron en lo que se ha descrito como una ola “catastrófica” de arrestos y ejecuciones de 18 a 20 hombres de la CIA en China. Witt, quien desertó en 2013 por Irán, supuestamente les dio a sus encargados los nombres y fuentes de agentes estadounidenses involucrados en actividades clandestinas.
Por supuesto, mientras haya servicios de espionaje, habrá desertores. La CIA, el FBI y el Departamento de Defensa han pasado años estudiando por qué buenos oficiales de inteligencia se vuelven malos, sin encontrar, evidentemente, una manera efectiva de evitar que se vendan, mucho menos de persuadirlos para que se denuncien ellos mismos. Ahora, David Charney, un psiquiatra de Alexandria, Virginia, quien ha pasado horas entrevistando a traidores que fueron atrapados, se le ha ocurrido una táctica radical: perdonarlos —en cierto sentido— si se entregan.
“Tienes que ofrecerles algo que en verdad marque una diferencia en sus vidas”, dice él de los desertores quienes llegan a arrepentirse de venderles secretos a los rusos, chinos u otros adversarios. “Y se me ocurrió lo único que a mi parecer marcaría una diferencia: no encarcelarlos”. Por supuesto, los infiltrados se enfrentarían a la confiscación de sus ingresos ilícitos, multas severas, toda una vida de monitoreo de sus finanzas y tal vez la reubicación con una identidad nueva, bajo una vigilancia muy estricta. “Todo tipo de cosas malas”, dijo Charney durante una conferencia reciente para gente del sistema en Washington, D.C., “pero no cárcel”.
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Un psiquiatra de voz suave, con bigote, nacido en Brooklyn, Nueva York, con una clientela considerable de espías, Charney, de 76 años, se ve como si acabara salir del set de una de las primeras películas de Woody Allen. Pero sus entrevistas carcelarias con los infiltrados convictos Robert Hanssen y Earl Edwin Pitts, agentes del FBI atrapados cuando espiaban para los rusos, y Brian Regan, un sargento de la Fuerza Aérea quien trató de vender documentos clasificados a China, Irak y Libia, lo convencieron de que la inteligencia estadounidense debería establecer una “salida” para los colaboracionistas aquejados por la culpa para que salgan a la luz. Él la llamaría la Oficina Nacional de Reconciliación de Inteligencia, o NOIR (que significa, por supuesto, negro en francés).
“Oh, sí, tenía que verme lindo”, decía Charney a un público complacido en el Instituto de Política Mundial, una escuela de posgrado especializada para aspirantes a espías y nerds de seguridad nacional en Washington, D.C., a principios de febrero. Pero él no es simplista con respecto a los costos humanos y financieros de la traición: hombres de la CIA rodeados y ejecutados, familias y amistades destruidas y, a menudo, la pérdida de cientos de millones de dólares en tecnología armamentista ultrasecreta ante, digamos, agentes chinos.
¿Por qué lo hacen? ¿Y por qué son casi todos hombres? Evan Thomas, ex columnista de Newsweek, una vez llamó a los desertores de la CIA como “descontentos que se odiaban a sí mismos y resolvían su ira al traicionar a sus propios jefes”. Pero detrás de eso, dice Charney, están “el orgullo masculino y el ego”. Contratiempos notables —en sus matrimonios, finanzas o carreras— los hacen sentir como fracasados. Están atascados en un limbo emocional, “el peor estado mental que la gente conoce”.
“Ahora bien, algunos de ellos”, le platicaba Charney al público, “recurren a la botella y beben. Otros simplemente se deprimen y otros tendrán aventuras amorosas”. Pero algunos “se convencerán a sí mismos de que ‘no soy yo; son esos bastardos del trabajo, esos tipos los que me fregaron’. Y podrían llegar a decidir: ‘Me la van a pagar’.”
Un agente experimentado de la CIA o el FBI tiene pocos problemas para hacer contactos secretos con servicios de espionaje enemigos y ser reclutado como infiltrado. Pero en cuanto su “euforia” inicial —el dinero al instante, el abrazo cálido del servicio de espionaje otrora un enemigo, la satisfacción de la venganza— se disipa, comenta Charney, él de repente se percata de que es “un perdedor” de nuevo. Los nuevos jefes del infiltrado ciertamente no aflojarán su agarre. Pueden chantajearlo si se resiste. Está atascado.
Y allí es donde entraría NOIR, dice Charney, establecida en una ubicación discreta lejos de la CIA o de las oficinas centrales de otra agencia de la defensa, para que ninguno de los colegas en la agencia del infiltrado sepa lo que está sucediendo.
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Algunos cazadores veteranos de espías desdeñan la propuesta de Charney. “Es totalmente absurdo y no merece mis comentarios”, dice Mike Rochford, un jubilado y veterano cazador de espías del FBI. “Simplemente no es práctico en una democracia real basada en el imperio de la ley. Infringes la ley, vas a prisión. ¡Totalmente absurdo!”
“Una de las peores ideas que he oído en mucho tiempo”, repite Kevin Hulbert, ex oficial de carrera de operaciones de la CIA cuya última designación fue como alto asesor de contraterrorismo en el FBI. “Esto sería como sugerir que hay asesinos seriales por allí a los que parece que no podemos atraparlos, así que para evitar que sigan matando, deberíamos ofrecerles una amnistía por sus homicidios previos si simplemente aceptan dejar de matar”. Darle algún tipo de perdón a alguien como Aldrich Ames, quien obtuvo cuatro millones de dólares cuando “asesinó a 10 hombres de la CIA” en Rusia, dice Hulbert a Newsweek, es una “idea horriblemente mala”.
De la misma manera, un ex alto funcionario de contraespionaje, un amigo de Charney quien pidió el anonimato para poder hablar con libertad, dio una plétora de juicios negativos. Entre ellos: “Un proceso NOIR institucionalizado bajaría sustancialmente el estándar para el espionaje interno. Vende secretos. Hazte rico. Si no funciona, entonces suelta la sopa”. Y conserva tu libertad. Las ideas de Charney también carecen de una evaluación rigurosa de sus pares, dice esta persona.
A Charney no le sorprende. “No pienses que no sabía que la gente se atragantaría con esto”, dice él. Para muchos empleados de agencias de espionaje, la cárcel es demasiado buena para los traidores; deberían pegarles un tiro. “La gente en la CI [comunidad de inteligencia] tiene una mentalidad de policía”, opina Charney, enfocándose en atrapar “al chico malo después de que cruza la línea”. Se le oponen de manera similar las decenas de contratistas gubernamentales alrededor de D.C. quienes tienen un motivo monetario para desarrollar “un programa, un plan que use activos de alta tecnología, que monetice el problema”.
Pero en privado, dice él, algunos ex funcionarios del FBI, la gente que es más responsable de atrapar espías, le han dicho: “Esta en realidad es una muy buena idea”.
De hecho, nada menos que Frank Figliuzzi, el ex director de contraespionaje del FBI, comenta que está abierto al NOIR. “Intenté muchísimo hallar lagunas en el concepto de Charney porque, al principio, yo tenía una fuerte reacción visceral contra la noción de ser indulgente con un traidor”, dice él a Newsweek. “Pero Charney supera con cuidado prácticamente todas mis objeciones”.
NOIR trabajaría mejor con “los peores de los peores” infiltrados, dice él, como Ames o Hanssen, quienes dudaron de sus acciones y por un tiempo dejaron de trabajar para los rusos.
“Charney pone el foco de su atención sobre el infierno en vida que experimentan los infiltrados, cuando ya es demasiado tarde para escapar, desgraciadamente está poco abordado al interior de las agencias, las sesiones informativas de la defensa y el entrenamiento de los empleados”, comenta Figliuzzi. “Si se mejoraran estas condiciones que viven los infiltrados, podrían tener un rol profiláctico importante en evitar el contraespionaje y darles un escape a espías potenciales”.
Algunos desertores posiblemente sean inmunes a estas salidas, la mayoría de los veteranos de inteligencia los nombran: “espías ideológicos”, como Monica Witt, la lingüista de la Fuerza Aérea, capacitada en persa, quien presuntamente resintió las actividades contraterroristas estadounidenses y terminó por abrazar el islam. Mónica Witt es más parecida a los “espías atómicos” de la época de la Segunda Guerra Mundial y el legendario Kim Philby y otros espías-diplomáticos británicos quienes abrazaron el comunismo ruso. De manera similar, Edward Snowden, el tristemente célebre filtrador de la Agencia de Seguridad Nacional, y Bradley (posteriormente Chelsea) Manning, el especialista en inteligencia del Ejército quien filtró un tesoro vasto de documentos a WikiLeaks, parecían motivados por una desafección cuasi ideológica con las políticas estadounidenses.
“Podrán ponerle un cariz ideológico a ello”, refuta Charney, “pero son seres humanos, e incluso con ellos tienes que ver su psicología más profunda”.
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Lo que nos llevó a pensar en el presidente Donald Trump, un “posible” agente ruso, según Andrew McCabe, ex director interino del FBI. Él dice que lanzó una investigación de contraespionaje sobre el presidente después de que Trump despidió a su jefe, James Comey, para deshacerse de la investigación sobre el “Russiagate” de dicha oficina, según admitió Trump después. Otros ex altos funcionarios de inteligencia estadounidenses han sugerido en los últimos dos años que los rusos tienen bajo su control a Trump.
¿Podría haber una solución similar a NOIR en este asunto?
“¿Trump o McCabe?”, preguntó Charney. Para mediados de febrero, las expectativas de que el fiscal especial Robert Mueller pillaría a Trump por algún acto específico de colusión con los rusos habían disminuido. Pero si el pasado sirve de guía, la evidencia sólida que implique a Trump posiblemente tendría que provenir de alguien dentro del Kremlin; en otras palabras, un infiltrado.
“El secretito sucio del mundo de la inteligencia”, dice Charney, es que “casi ningún espía es atrapado porque se le haya detectado sino porque traicionó”, décadas después de su daño incalculable.