La dura represión que se observa en distintos lugares del planeta en contra de ciudadanos opositores ilustra un giro preocupante en los sistemas que en el pasado llamábamos democráticos: desde Caracas hasta Cataluña, desde Moscú hasta París, desde Gaza hasta la Habana, desde Ankara hasta Managua, la dura ofensiva de los gobiernos y de actores no estatales en contra de la sociedad civil es una realidad de nuestro tiempo. Se observan tendencias aceleradas para limitar los espacios ciudadanos, censurar los medios de comunicación y marginar las voces disidentes. Todo esto acompañado de violencia sistémica, detenciones arbitrarias, tortura y, en casos extremos, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas.
La contraposición entre gobierno y sociedad, recuerda la metáfora del palacio y la plaza, donde la primera indica en el lenguaje político corriente a quienes deciden, mientras que la segunda sirve para referirse a la multitud que se encuentra afuera y abajo del gobierno, y que no tiene otro poder que el de protestar. Refleja una multitud de personas que se reúnen espontáneamente con el objetivo de manifestar un estado de ánimo, una opinión o una voluntad política de oposición, a diferencia de aquellos lugares cerrados —el palacio como sede del poder político— donde se reúnen solamente pocas personas para tomar decisiones socialmente significativas y lejos de las miradas indiscretas de la población.
Cuando las hegemonías excluyentes aplastan a las minorías aparece el rostro del autoritarismo. Un sistema político que define a los regímenes antidemocráticos de masas en los cuales ningún sector de la vida social y de las actividades políticas, culturales, jurídicas y económicas escapa al control del poder gubernamental. En el plano ideológico el elemento predominante está constituido por una concepción donde el Estado es considerado precedente del individuo y del grupo, en cuanto portador de la verdad última y de la capacidad de distinción entre el bien y el mal. Tal punto de vista no es producto de las ideologías clásicas, de derecha o de izquierda, sino de un modo de interpretar el poder. Sociológicamente, en el autoritarismo se reconoce una fuerte concentración administrativa, un desmedido control de los medios de comunicación y de la propaganda para una integración monolítica de la sociedad. Este sistema cancela a la oposición a través de una estigmatización que identifica amigos y enemigos.
En el autoritarismo se anula la responsabilidad ética del individuo en la ejecución de las órdenes del jefe máximo, mientras que la sociedad se convierte en un sujeto colectivo de los ejercicios plebiscitarios a través de una permanente, continua y obligatoria movilización política. El líder supremo aparece como portador de un poder mesiánico que promete construir una nueva sociedad en la que la paz estaría garantizada a condición de eliminar a los enemigos internos y externos.
La violencia produce destrucción del tejido social, polarización, odio y resentimiento, así como deseos de venganza. El miedo está en los cimientos de la vida cotidiana, en el entramado de las relaciones sociales, habita en la base de la cultura. Aparece como el fundamento de toda comunidad social, como afirma Freud, y de toda organización política, como sostiene Hobbes. El temor y el pánico son los grandes argumentos de la política moderna. El miedo brota ante la inseguridad, mientras que la política nace de las respuestas que ofrecen las diferentes estrategias democráticas para combatirlo.
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