En sus ya rutinarias conferencias matutinas, el presidente López Obrador ha dicho que el “plan antihuachicol” del gobierno ha reportado un ahorro de 2,500 millones de pesos. Explica tal estimación considerando que “antes del plan eran 787 pipas diarias robadas, ahora con el plan se ha bajado a 177 pipas diarias […] es decir, 610 pipas diarias menos”.
Como siempre, es difícil valorar y opinar sobre las cuentas alegres que suele reportar el presidente, puesto que no es afecto a citar ninguna fuente, de manera que, asumir la veracidad de sus dichos se reduce a un mero acto de fe.
Con independencia de la solidez de las estimaciones presidenciales, resulta no menos complicado explicar el contexto de la situación. Lo que sabemos a ciencia cierta —puesto que nos consta a muchos mexicanos, y en particular a los guanajuatenses— es que simplemente no hay manera de repostar gasolina como habitualmente solíamos hacerlo. La explicación que se ha dado es que, como parte del combate al robo de combustibles, el gobierno federal ordenó el cierre de los ductos que surten a las terminales de almacenamiento y reparto (TAR).
La confusión comienza cuando el gobierno, en voz del propio presidente, primero afirma que no es en los ductos donde se da el ilícito, sino en el robo de las pipas que transportan el combustible, solo para decir al día siguiente que sí es en los ductos, que por eso están cerrados, y agregar que en esta semana hemos tenido el día en que menos gasolina se han robado desde tiempos de Lázaro Cárdenas, puesto que solo pudieron atracar algunas pipas, ¿entonces en donde está la estafa, en los ductos o en las pipas? Misterio.
Los mensajes que personalmente envía López Obrador son, por decir lo menos, desconcertantes. Por más que asegure que no hay “desabasto”, basta con salir a la calle para toparnos expendios cerrados y, en los que operan, largas filas de automovilistas y personas a pie cargadas de bidones para surtir combustible.
La gran mayoría han tenido que esperar turno durante demasiadas horas para proveerse. La necia realidad no se ajusta a las aclaraciones del presidente. Por su parte, la jefa de gobierno de la Ciudad de México aseguraba que no había problemas de abasto en la ciudad, lo que el propio presidente desmiente al explicar que hubo un sabotaje a un ducto de conducción de Tuxpan a Azcapotzalco, es decir, sÍ hay desabasto.
En fin, confusión, contradicciones y medias verdades son parte del mensaje oficialista que no abonan en nada a la comprensión de la realidad ni a generar simpatía ni solidaridad social con los esfuerzos del gobierno por combatir el robo de combustible.
En la corriente maniqueísta ideológica tan de boga actualmente en nuestro país, parece que enfadarse por la escasez de gasolina significa apoyo incondicional a los delincuentes. Desde luego, no es así; al contrario, es deseo generalizado que se acaben esas conductas y se abata de una vez por todas el delito, pero ello no significa aceptar sin chistar el hecho de que seamos los ciudadanos quienes tengamos que padecer las consecuencias de lo que, a todas luces, se presenta como una disruptiva decisión improvisada, mal calculada e ineficaz, acompañada de señales equívocas y mensajes contradictorios provenientes desde el poder mismo.
Es natural y explicable la molestia ciudadana por la falta de combustible, sobre todo cuando la situación se minimiza y se trivializa por parte del mismo López Obrador, quien considera que “hay algunas molestias, pero no ha sido generalizado” (sic). Falso, las “molestias” son muchas y cada día que las gasolineras permanecen cerradas, la irritación social aumenta.
En su histórica arenga al pueblo inglés, Wiston Churchill, lejos de soslayar el crítico momento por el que pasaba su país, apelaba a la solidaridad de sus compatriotas, y a cambio solo ofrecía sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor. Claro está que López Obrador no se parece en nada a Churchill ni Gran Bretaña es México ni la Segunda Guerra Mundial se parece a lo que vivimos ahora en nuestro pais, pero lo que es cierto es que para llamar a librarla se requiere algo más que epítetos insultantes y discursos plagados de lugares comunes propios de la oratoria de López Obrador. El problema es que simplemente no genera confianza ni credibilidad entre aquellos que no militamos en las filas de sus incondicionales.
Si el costo para arrancar de raíz el delito de robo radica en soportar una temporada sin disponer del combustible, los mexicanos podríamos ser solidarios y comprometidos con esa intención del gobierno y estar dispuestos a sufrir la crisis a cambio del combate efectivo a la corrupción. Sin embargo, la verdad es que el presidente no genera ningún incentivo para provocar semejante respuesta. López Obrador no es factor de unión, sino artífice de la polarización social.
Lo único cierto es no sabemos muchas cosas; sobre todo, ignoramos si efectivamente la supuesta estrategia del gobierno logrará abatir el saqueo de gasolinas y cuánto durará. Por lo pronto, el remedio está saliendo peor que la enfermedad.
Es cierto que existe la legitimidad de empezar un gobierno cuando se ha ganado una elección, pero existe la legitimidad de ejercicio, que se da precisamente al gobernar, en las decisiones del día a día, y esa aún no se ve.