El presidente López Obrador se ha propuesto encabezar una profunda transformación política y social de nuestro país. Un cambio que debería ser también cultural en la medida que reclama una evaluación ética y normativa sobre el tipo de democratización que hemos producido. Es necesario un “corte de caja” que ilustre, por un lado, los avances logrados, dentro de los que destaca sin duda la fortaleza de las instituciones como demostró la resolución adoptada por nuestro máximo órgano jurisdiccional electoral; resistiendo toda clase de presiones, adoptó una sentencia definitiva sobre los comicios en Puebla. Y, por otro lado, los evidentes retrocesos que impiden un mayor desarrollo político, dentro de lo que destaca, de manera relevante, la enorme casta burocrática y los privilegios de los que se dotó en el curso seguido por nuestra errática transición hacia la democracia.
En tal contexto, también se coloca la responsabilidad de los ricos frente a una sociedad profundamente desigual e inequitativa donde la mitad de los mexicanos sobreviven con salarios de hambre y sin estar adecuadamente representados en los órganos donde se toman las decisiones relevantes. El Presidente “cabalga solo”, sin nadie en su equipo cercano que sea capaz de explicar los alcances de la renovación que se ha propuesto y que la sociedad reclama.
La lucha contra los privilegios recorre el mundo, tanto que el movimiento de los “chalecos amarillos” que en estos días protestan en la patria de la Revolución Francesa –que fue la cuna de la modernidad democrática– y que se está propagando a otros países europeos, lo hace justamente en contra de los privilegios de los pocos frente a las graves carencias de los muchos. Casualmente, hoy hace 70 años, la ONU adoptó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En los 30 artículos que la integran se recoge el conjunto de derechos considerados básicos para todas las personas de carácter civil, político, social, económico y cultural. El alcance de estos derechos representa el núcleo duro de una teoría de la justicia para los sistemas democráticos. Es el hilo conductor y el fundamento de aquella concepción jurídica y política que considera que todas las personas nacemos libres e iguales, lo que implica que debemos ser tratados como sujetos libres e iguales. Existe una aceptación generalizada en el derecho internacional de los derechos humanos en el sentido de que corresponden a todas las personas en virtud de su humanidad común, por lo que tenemos derecho a una vida de libertad y dignidad.
Los derechos nacen en circunstancias históricas caracterizadas por la lucha contra los viejos privilegios y las ventajas exclusivas. La tendencia más importante hacia la reducción de las diferencias sociales en los últimos 100 años ha sido la igualdad de derechos. El pensador británico Thomas Marshall sostiene la existencia de tres aspectos correlativos en el derecho de los ciudadanos a la igualdad: el jurídico, el político y el social, por lo que actualmente la calidad de la democracia está representada por las respuestas que ofrece a las problemáticas que aparecen en el horizonte y destacadamente la defensa de los derechos de las personas y la reducción de los privilegios como parte de una política innovadora frente a la marginación de amplios sectores desfavorecidos socialmente.
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