Encendía la tv con el corazón agitado y me acostaba en el sillón de la sala, cómodo, entre cojines, como si agarrándome a ellos atrapara unos cuántos salvavidas. En la pantalla estaba por aparecer trepando al cuadrilátero un ser de otra dimensión. Y decir “otra dimensión” no es metáfora. Cuando André el Gigante salía de los vestidores de la Arena México, por su tamaño colosal, su fortaleza, por su mirada de ogro, a mis cinco años sentía que el luchador francés rompería el cristal luminoso para someterme en tres segundos con sus manos de tentáculos de monstruoso calamar.
Y no lo hacía conmigo pero sí con sus enemigos. ¿Qué sentido tenía que Villano III fuera el gladiador más sagaz y colmilludo? ¿Cuál era la utilidad de que Lízmark fuera la deidad de los lances aéreos? ¿De qué servía a Canek ser la eminencia a ras de lona? De nada: el francés André los sometía sin esfuerzo como quien destripa una lagartija con la suela del zapato. Altura, 2.24 metros. Peso, 236 kilos.
Imposible. Solo ayudados por Godzilla.
Ayer, la Croacia ante quien habíamos sucumbido enamorados por su valor, clase, inteligencia, sacrificio, encaró a otro fenómeno francés, a otro André el Gigante formado por 11 futbolistas sin tantas virtudes hechiceras ni ese sex-appeal implacable. Y no pudo. La Francia de la Copa del Mundo fue un titán al que le fue suficiente exigirse poco para ser más que cualquiera. Muchos (no todos, seguro) terminamos insatisfechos. Esperamos un mes para un glorioso espectáculo circense con luces, acróbatas, música, encantamientos, y sólo vimos al fortachón musculoso que levantó una pesa tremenda. Luces apagadas, fin de la función y vuelta a casa.
Es raro: Francia comenzó Rusia 2018 maravillando con la filigrana de Griezmann y Mbappé, y su llama artística se fue apagando en la medida que avanzó el torneo. Un equipo cada vez más pragmático iba destazando rivales en el campo de batalla, uno tras otro, y sí, admitamos su eficiencia, pero ese tremendo ejército a caballo era frío.
Se fue burocratizando, digamos. ¿Carecía de recursos? Claro que no. Ahí estaban Matuidi, Pogba, Mbappé, expresiones de un futbol cautivante, pero maldición: el equipo de Deschamps descubrió que la burocracia bastaba. Se volvió un administrador de su virtuosísimo.
Para colmo, a Francia lo apoyó ayer la casualidad. Hubo apenas un roce en la falta que acabó con el autogol de Mandzukic. Y fue absurda la mano de Perisic (justo Perisic, cuya multitud de neuronas no le caben en la cabeza).
Francia tuvo 8 llegadas al arco y metió 4. Croacia tuvo 15 y metió 2. Francia tuvo la posesión 39% y Croacia 61%. Francia hizo 271 pases y Croacia 547. Si viéramos esos números sin saber el marcador final, diríamos: Croacia goleó. Pues no: el que llegó menos, el que tocó menos, el que controló menos, es el campeón: los azules anotaron 4 y los rojiblancos 2. Pese a que la inversión francesa fue menor, en este planeta es mejor empresario el que gana más, no el más original. Haz corte de caja y suma para conocer al vencedor.
Se nos fue el Mundial y con ella nuestros campeones sentimentales, las inolvidables Bélgica de Hazard y Croacia de Modric, pero en el futuro esos equipos dandis y conquistadores habrán de buscar otras vías para que los ganadores no sean otra vez los mejores administradores del juego, los que se dan el lujo de instalar como centro delantero a Giroud, que en siete partidos no remató a gol una sola vez. Ni una. “Pues qué bien –dirán Les Bleus-, ni siquiera fue necesario”. Y tienen razón.
Alzó la copa André el Gigante. No es posible: que ante eso en el largo camino hacia Qatar 2022 los luchadores que vuelan, brillan, divierten, ilusionan, embelesan, hagan algo.