Al acoger a los hombres fuertes del sureste de Asia, Trump dice que está avivando la economía de Estados Unidos. Pero los críticos opinan que, más bien, está avivando la represión.
Mucho antes de que el presidente Donald Trump elogiara a Kim Jong Un como el “muy talentoso” y “fuerte líder” de Corea del Norte, su amorío con los líderes autoritarios de Asia estaba a toda marcha.
El otoño pasado, el presidente invitó a la Casa Blanca al entonces primer ministro de Malasia, Najib Razak, conocido por encarcelar opositores, amordazar a los medios de comunicación y supuestamente dirigir una cleptocracia. Pocas semanas después recibió al general Prayuth Chan-ocha, quien derrocó al gobierno elegido democráticamente de Tailandia en 2014. Poco después, Trump visitó Manila, donde presumió su “gran relación” con Rodrigo Duterte, ignorando las preguntas sobre el pésimo historial en derechos humanos del líder filipino.
La admiración franca de Trump por hombres fuertes antidemocráticos rompe con las décadas de precedentes diplomáticos y se da en un momento en el que la administración está desafiando las alianzas económicas y militares tradicionales; ha iniciado una guerra comercial con aliados en Europa Occidental, así como con México y Canadá, y ha tildado recientemente al primer ministro de este último país como “deshonesto” y “débil”. Algunos funcionarios dicen que el desviarse de las normas políticas es parte de la política de la administración de “realismo con principios”, una valoración perspicaz de los intereses de Estados Unidos guiada por los resultados en vez de la ideología. Como lo dijo una vez Nikki Haley, embajadora ante Naciones Unidas, la administración va a “jugar con quienquiera que necesitemos jugar” para hacer avanzar las metas estadounidenses.
Pero los críticos dicen que la política ignora los derechos humanos y los ideales democráticos. Acusan que, en el sureste de Asia, incentiva a los déspotas desde Camboya hasta Myanmar a pensar que pueden oprimir a su pueblo sin miedo a la intervención estadounidense o sanciones. Muchos líderes en la región incluso han adoptado el propio lenguaje de Trump para reafirmar su autoridad; el uso del término “noticias falsas” está generalizado.
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Michael G. Karnavas, un abogado domiciliado en La Haya y que se ha presentado ante la Corte Criminal Internacional, dice que el acogimiento de Trump les ha dado a los gobiernos extranjeros la “luz verde” para sus atrocidades. “Trump ha incentivado a estos líderes a hacer y decir lo que les plazca”, dice a Newsweek. “Los derechos humanos o el imperio de la ley no están en su lista”.
Para los defensores de los derechos humanos, entre los más preocupantes de estos líderes está Duterte, a veces llamado “el Trump de Asia”. Elegido en 2016, comenzó una campaña antidrogas e instó a policías, militares y ciudadanos comunes a matar traficantes, distribuidores e incluso consumidores. Human Rights Watch calcula que por lo menos 12,000 personas han sido asesinadas en la guerra contra las drogas, incluidos muchos que murieron en homicidios ilegales. La administración de Obama condenó los asesinatos, propiciando que Duterte llamase al presidente Barack Obama un “hijo de perra”.
En contraste, en noviembre pasado, cuando Trump se reunió con el líder filipino, no mencionó los derechos humanos y, de hecho, se rio cuando Duterte desdeñó a la prensa itinerante como “espías”. (Según el Comité para Proteger Periodistas, por lo menos 177 trabajadores mediáticos filipinos han sido asesinados desde 1986, y el mismísimo Duterte ha parecido defender los asesinatos, diciendo que los reporteros “no están exentos del asesinato si son unos hijos de puta”.)
Duterte también ha presionado por el encarcelamiento de uno de sus opositores más feroces, la senadora Leila de Lima. Ella ha estado cautiva por 15 meses, esperando un juicio por cargos de tráfico de drogas. De Lima dice que las autoridades filipinas le dijeron que la Administración para el Control de Drogas de Estados Unidos la identificó como capo de la droga, una acusación que niega vehementemente. Ella dice a Newsweek que ha solicitado ayuda a la embajada estadounidense. “Le pregunté al embajador si en verdad existe dicho reporte y que él refute la afirmación de Duterte si no hay tal”, escribe desde una prisión filipina. “Nunca recibí una respuesta formal a mi carta. Pienso que, en lo general, describe el grado de preocupación del gobierno de Washington por mi situación”.
Algunos analistas dicen que los embajadores de Estados Unidos guardan silencio porque no tienen una dirección clara de Washington. “Para estos embajadores, es difícil tomar una postura, hablar, si tu gobierno no te apoya”, dice Mohamed Nawab Osman, profesor adjunto de estudios internacionales en la Universidad Tecnológica Nanyang de Singapur.
En Camboya, el primer ministro Hun Sen ha fortalecido constantemente su control desde que asumió el poder hace 33 años. El año pasado cerró el periódico Cambodia Daily, y un aliado compró The Phnom Penh Post, lo que llevó a que Amnistía Internacional lamentase “el derrumbamiento de la libertad de prensa en Camboya”. Hun Sen luego abolió de plano la oposición política: su Suprema Corte declaró al Partido de Rescate Nacional de Camboya como parte de un complot extranjero para derrocar al gobierno, y ahora se espera que su Partido Popular de Camboya arrase en las elecciones de la Asamblea Nacional el 29 de julio.
Aun cuando mucha de la represión de Hun Sen es anterior a la elección de Trump, los críticos dicen que este ha empeorado las cosas con sus propias acusaciones falsas: que los federales lo han espiado, que el fiscal especial Robert Mueller encabeza una “cacería de brujas” en su contra, y que los “asquerosos” medios de comunicación nacionales van por su cabeza. “¿Cómo puede Estados Unidos criticar el proceso electoral en Camboya cuando Trump afirmaba que las elecciones de su país fueron amañadas o que el FBI tenía espías entre su gente?”, pregunta Karnavas.
Hun Sen claramente está prestando atención. El año pasado, cuando Trump atacaba a canales mediáticos con “premios a las noticias falsas”, el líder camboyano lo elogió. “Pienso que el presidente Donald Trump ha creado correctamente un premio”, dijo.
En Tailandia, Prayuth, ahora primer ministro, insiste en que se celebre una elección en febrero de 2019, pero esa es la sexta fecha electoral que ha anunciado desde que derrocó a la primera ministra, Yingluck Shinawatra, en mayo de 2014. En su visita de octubre de 2017 a la Casa Blanca, Prayuth le aseguró a Trump que se establecería una fecha electoral este año, pero les dijo a los medios de comunicación que el presidente nunca lo preguntó y que “fui yo quien comenzó la discusión y le aseguró que Tailandia acatará su hoja de ruta para regresar a la democracia”. Él dijo que Trump prefirió discutir la inversión y el comercio. Mientras tanto, Prayuth ha prometido leyes duras contra las “noticias falsas y el discurso de odio”.
Tal vez Trump simplemente quiere enfocarse en fortalecer la amistad de 200 años entre Estados Unidos y Tailandia, dice Kan Yuenyong, director ejecutivo de la Unidad de Inteligencia de Siam, un grupo de expertos de Bangkok. “Solo está regresando a reconstruir la vieja alianza”, comenta a Newsweek. “Pienso que Trump solo quiere asumir un enfoque diferente al de Obama”.
Otros argumentan que Trump no está incitando abiertamente a los autócratas, sino que más bien los faculta inconscientemente al abandonar el enfoque estadounidense tradicional en la democracia y los derechos humanos. “No es una estrategia o política deliberada”, considera Bates Gill, profesor de estudios en seguridad de Asia-Pacífico en la Universidad Macquarie en Sídney. “Es a causa de su falta de acción que las situaciones malas han empeorado”.
Cuando el malasio Najib visitó la Casa Blanca el año pasado, su asistencia se dio en medio de una investigación del Departamento de Justicia a las acusaciones de que el líder, sus parientes y amigotes robaron miles de millones de dólares de un fondo estatal de inversión. Sin embargo, Trump enfocó sus comentarios en el comercio y agradeció al líder malasio por comprar equipo estadounidense y comprometer uno de los fondos de pensión más grandes de su país a inversiones en las acciones de infraestructura de la administración. “Malasia es un inversionista enorme en Estados Unidos”, dijo Trump durante una sesión de fotos, donde también elogió al país por romper sus lazos comerciales con Corea del Norte. (The New York Times señaló que la Casa Blanca sí movió de lugar la sesión fotográfica lejos de la Oficina Oval, “negándole al Sr. Najib la foto acostumbrada con el presidente frente a la chimenea, bajo el retrato de George Washington”.)
“Con Trump hay cierta coherencia en términos de asegurar los intereses nacionales de Estados Unidos”, dice Osman. “Si no había algo que Najib pudiera hacer para promover los intereses estadounidenses, entonces Trump con toda probabilidad habría hablado de los derechos humanos”.
Los críticos dicen que Trump no estaba en posición de hacer responsable a Najib. “Si el presidente de Estados Unidos puede mentir con impunidad, irá tras la prensa”, dice Karnavas. “¿Por qué entonces los jefes de Estado donde el imperio de la ley es maleable no deberían hacer lo mismo?”.
Ocho meses después de la visita a la Casa Blanca, los malasios votaron en contra de Najib, al parecer hartos de su autocracia y su escándalo enorme. El ex primer ministro ha negado toda fechoría, pero ahora es investigado por el nuevo gobierno del primer ministro, Mahathir Mohamad. En la víspera de la elección, Najib gritó “noticias falsas” para acallar las críticas a su participación en el escándalo de malversación de fondos, y su gobierno adoptó una ley para castigar a los proveedores de “noticias falsas” hasta con seis años de prisión.
Un exdiplomático de Estados Unidos domiciliado en Bangkok, quien habló bajo la condición del anonimato, lamentó el paralelismo: “Todos incluso están sonando como Trump ahora”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek