El ex primer ministro italiano abusó, insultó y explotó a varias mujeres, quienes finalmente lograron derribarlo. ¿Lo mismo podría pasarle al presidente de Estados Unidos?
Un populista de derecha con un bronceado excesivo y una base de militantes fervorosa al parecer elude escándalo tras escándalo. Hasta que, varias mujeres que fueron abusadas, insultadas y explotadas por él, lo llevaron a su caída. Este escenario podría sonar como la presidencia de Donald Trump, aunque con un final de fantasía liberal, pero en realidad hablo de Silvio Berlusconi, el extravagante ex primer ministro italiano.
Los dos líderes tienen mucho en común. Ambos son demagogos adinerados con largos historiales de bancarrota y negocios turbios. Ambos son celebridades: Berlusconi otrora dirigió un imperio televisivo; Trump tenía una exitosa franquicia de realities en televisión. Ambos entraron en la política afirmando que solo ellos podían arreglar un sistema político roto, uno del que se beneficiaron espléndidamente. Ambos son vendedores diestros que atrajeron a votantes disgustados gracias a que se proyectaron —paradójicamente— como autoritarios caricaturescos; hombres comunes y corrientes victimizados. Ambos se vieron envueltos en escándalos sexuales. Trump supuestamente engañó a su esposa embarazada con la estrella porno Stormy Daniels (nombre real Stephanie Clifford), luego trató de comprar su silencio antes de la elección de 2016. Berlusconi fue acusado de tener sexo con una joven prostituta en una fiesta “bunga bunga”. Ambos vieron esas situaciones polémicas convertirse en investigaciones sobre encubrimientos y abuso de poder.
A la mayoría de los estadounidenses —como a la mayoría de los italianos— en realidad no le importa la vida sexual de sus líderes. Pero sí le importa si sus líderes son corruptos. Sí le importa si sobornan personas, usan personas que cobran por arreglar problemas y también venden su acceso al jefe de Estado. Entonces, Trump —y sus críticos— tal vez quiera estudiar el fin de Berlusconi y cómo manchó la democracia de Italia.
La caída del magnate mediático italiano comenzó una noche de octubre de 2010 cuando Berlusconi —entonces con más de 70 años— supuestamente le dio a una bailarina de 17 años, llamada Karima el Mahroug, 7,000 euros y algunas joyas para que tuviera sexo con él. El encuentro quizá se habría mantenido en secreto, pero meses después, El Mahroug, conocida como “Ruby, la ladrona de corazones”, fue arrestada bajo cargos de hurto, y no de corazones, sino de miles de euros de su compañera de piso.
La primera llamada que hizo en la cárcel fue a Berlusconi. Pronto, el primer ministro italiano presionó al jefe de la policía en Milán para que la liberara, afirmando que la muchacha —una ciudadana marroquí— era sobrina del presidente de Egipto, Hosni Mubarak. Su arresto, explicó, podía suscitar una crisis diplomática.
Las autoridades filtraron la historia y la subsiguiente tormenta mediática incluyó narraciones escabrosas de orgías en la residencia de Berlusconi en Roma, donde se contrataban sexoservidoras para vestirlas de monjas y policías y representar esos roles ante el primer ministro. Siempre un demagogo, Berlusconi respondió al escándalo declarando: “Es mejor tener afición por las muchachas bonitas que ser gay”.
Lo que también salió a la luz en el escándalo: el líder libidinoso usó un apoderado —el empresario Gianpaolo Tarantini— para pagarle a otras mujeres (sexoservidoras, estrellas porno y vedetes) para que durmieran con él y, después, supuestamente guardaran silencio sobre sus jugueteos lujuriosos y mintieran a los magistrados.
La historia de Ruby no debió caerle de sorpresa al público italiano: un año antes, la esposa de Berlusconi, Veronica Lario, quien llevaba casada con él 19 años, le pidió el divorcio, acusando públicamente a su marido de “juntarse con menores”. Ella escribió una carta abierta al periódico principal de Italia, La Republica, donde llamó “un enfermo” al primer ministro. Miembros del partido político de Berlusconi y sus filiales mediáticas respondieron filtrando fotos seductoras de ella y esparciendo rumores de que dormía con sus guardaespaldas, entre otras cosas.
Luego estuvo Angela Merkel. Berlusconi nunca se acostó con ella, pero esta ciertamente ayudó a llevarlo a su caída. La canciller alemana no podía soportar su corrupción y franca misoginia (tampoco ayudó que él se refiriera a ella como una “perra incogible”). En tiempos normales, la riña entre Merkel y Berlusconi habría sido poco más que una disputa verbal, pero ocurrió en 2011, cuando Italia sufría una crisis financiera. El país necesitaba que la Unión Europea lo rescatara. El resultado: ella exigió que lo derrocaran como parte del precio por la sobrevivencia económica de Italia. Berlusconi fue expulsado del poder y se le prohibió tener cargos públicos por más de media década.
En 2013 lo sentenciaron a cuatro años de prisión bajo cargos de fraude financiero y evasión fiscal, aunque al final solo tuvo que hacer servicio comunitario (sigue siendo investigado por manipular testigos relacionados con El Mahroug y otras mujeres).
¿A Trump le espera un destino similar? No está claro, pero hay paralelos inquietantes entre sus problemas con las mujeres y los de su par italiano. Mírese el caso de Stormy Daniels. El abogado personal de Trump, Michael Cohen, le pagó a la estrella porno 130,000 dólares a través de una compañía poco antes de la elección de 2016 para que guardara silencio sobre su supuesta aventura con el candidato republicano. Al parecer, él lo consideró necesario para que la historia no se filtrara y afectara las posibilidades de ganar del magnate neoyorquino de bienes raíces.
Pero, como en el caso de Berlusconi, el escándalo pronto se amplió más allá del sexo. El abogado de Daniels, Michael Avenatti, finalmente reveló, entre otras cosas, cómo Cohen usó su acceso al presidente para ganar millones de empresas como AT&T y Novartis y de la compañía de inversión Columbus Nova, que está vinculada al multimillonario ruso Viktor Vekselberg, a quien Estados Unidos sancionó recientemente.
Aún no está claro si el presidente sabía lo que su abogado hacía, pero aquí hay de nuevo un paralelo con Berlusconi: mientras Tarantini ayudaba a encontrar mujeres para el primer ministro italiano, supuestamente cortejaba a empresarios acaudalados prometiéndoles acceso a cambio de sumas considerables de dinero.
Hasta ahora, la respuesta de Trump a estos escándalos también ha sido un reflejo de la de Berlusconi. Ambos comparten un sentido profundo de la victimización. Y ambos han atacado fervientemente a la prensa y a quienes tienen el potencial de derrocarlos (en el caso de Trump, las autoridades; en el de Berlusconi, el poder judicial italiano).
El resultado de esta estrategia, por lo menos para Berlusconi, fue una victoria parcial. Para cuando el primer ministro italiano fue obligado a renunciar, él había desacreditado y deslegitimado exitosamente a las cortes, llamándolas un “cáncer de la democracia” (solo 39 por ciento de los italianos todavía cree en un poder judicial independiente, según el Instituto Eurispes, un grupo de expertos europeos). Hoy, su legado tóxico continúa, y muchos en su base —alrededor de 25 por ciento del país— todavía creen que es inocente. Por ello es que, después de años fuera de un cargo público, pronto podría postularse de nuevo.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek