Andábamos sumergidos en la política
ruidosa y en los problemas cotidianos cuando irrumpe una de esas historias
fuertes, auténticas, conmovedoras, que nos enfrentan con la crueldad y la
belleza de la vida y que nos ponen ante un grave dilema moral. La historia de
Harambe, el gorila macho de lomo plateado del zoo de Cincinnati al que han
tenido que abatir a tiros cuando se acercaba peligrosamente a un niño. El
pequeño había caído a un riachuelo por un descuido de sus padres y el simio lo
zarandeaba como un pelele, entre curioso y confuso, sin entender qué hacía
allí, invadiendo su territorio, aquel cachorro estúpido de humano. En cualquier
caso no parecía que Harambe quisiera atacar al niño, más bien jugueteaba con
él, lo tocaba toscamente, se ponía a su lado y sólo una vez llegó a arrastrarlo
por el agua con cierta brusquedad, como si en realidad quisiera sacarlo del
río. Pero no, no parecía que la intención del gorila fuera despedazar al
pequeño. Podría haberlo hecho en cualquier momento de un solo manotazo, la
fuerza de un gorila enrabietado puede llegar a ser descomunal.
He visto el dramático video de Harambe
con el niño, esos minutos angustiosos, la gente del zoo gritando
histéricamente, el gorila imponente, majestuoso, tranquilo, de pie junto al
pequeño que lloraba de miedo, y he sentido una profunda tristeza. El animal se
sentía fuerte y poderoso, confiado y tranquilo, como tratando de decirnos que
no debíamos tener miedo de él porque era el rey del lugar y un rey siempre debe
ser justo con el más débil. No podía intuir Harambe que en ese momento otro
primate mucho más peligroso que él, un bípedo carroñero, le estaba apuntando ya
con un fusil. Un gorila no ataca a personas si no se siente previamente
amenazado, pero un humano es capaz de todo, incluso de matar a otros humanos
sin razón alguna, sólo por puro placer, incluso es capaz de permitir que mueran
ahogados setecientos congéneres tras hundirse un barco en las costas de Lesbos,
algo que un simio no haría nunca. Los ojos de Harambe no mostraban ira, ni
furia, ni parecían especialmente hostiles hacia el niño. Si acaso revelaban
sorpresa ante la extraña situación. Probablemente se comportaba como el
patriarca supremo del clan que pensaba en qué hacer con la cría, si sacarla del
agua o jugar con ella nada más o quizás entablar uno de esos contactos
fraternales entre dos miembros de especies hermanas, uno de esos encuentros
misteriosos entre gorilas y humanos que la fascinante doctora Jane Goodall hizo
posible tantas veces. Pero el niño lloraba y todos en el zoo estaban muy
nerviosos, todos menos Harambe, que no entendía nada. Había varias
alternativas: darle comida al gorila para que se olvidara del pequeño,
dispararle con un dardo anestésico o dejar que sus cuidadores trataran de
convencerlo para que se alejara de allí. Todas las soluciones eran malas y en
realidad el magnífico ejemplar estaba muerto desde el mismo momento en que el niño
desvalido cayó al río.
He intentado ver el video por segunda
vez y no he podido. Quizá sea un blandengue y un sensiblero demasiado influido
por aquel fabuloso King Kong en blanco y negro de mi infancia que era
injustamente acribillado por los aviones, en la cima del Empire State, por
culpa de la estupidez de un hombre que pretendía capturarlo, domesticarlo y
encerrarlo en un circo. Hoy no hay circos con gorilas, pero hay zoos, que no
dejan de ser cárceles para animales y que deberían estar prohibidos sin
excepción. Los monos, como las personas, tienen sus derechos, el primero de
ellos el derecho a la dignidad y a vivir en libertad en lugares como Guinea, el
hogar natural del gran Harambe y de donde nunca debió haber salido. Tras la
muerte del espalda plateada, el zoo humano de internet ha enloquecido como una
jaula de grillos, como suele suceder en estos casos. Los animalistas radicales
piden cárcel para los padres del chiquillo por homicidio involuntario y algunos
han colocado flores a los pies de la estatua del gorila. En el otro lado están
los civilizados que anteponen la vida del menor a la del mono, algunos de ellos
muy dispuestos a rescatar niños rubios occidentales, pero a dejar morir a los
niños de las pateras, de piel algo más oscura, pobre y siria. Las redes
sociales arden con memes de memos, chistes sin gracia y reportajes más o menos
lacrimógenos sobre la tragedia del gorila de Cincinnati. La especie humana ha
degenerado mucho desde el mono, y degradando, degradando hemos llegado a gente
como Bárcenas, Granados, Blesa y toda esa subespecie de homínidos que se
arrastra encorvada por los pasillos de Bruselas. Contemplando semejante
espectáculo enfermizo en las redes sociales a uno le dan ganas de que le salga
pelo por todo el cuerpo, de que se le arqueen los brazos y las piernas al grito
de uh-uh, de transformarse en el sabio y noble orangután, una especie mucho más
lista, sensible y avanzada que el hombre.
Escribió Borges que los monos son tan
inteligentes que no hablan para que no les obliguemos a trabajar y cualquier
día son ellos los que se levantan de su humillación y nos ponen al tajo, como
en aquella vieja película de Charlton Heston. No podemos entender a los
animales porque son mucho más inteligentes que nosotros, piense usted en eso,
amigo lector, cuando vaya a meterse un chuletón de cordero entre pecho y
espalda. Por mi parte he intentado ponerme en el lugar de ese vigilante que ha
tenido que disparar su arma para acabar con la vida de un ser tan noble y
grandioso como Harambe y me he preguntado qué hubiera hecho yo en ese minuto
fatal. Quizá hubiera apretado el gatillo sin dudarlo. Nadie en su sano juicio
puede dejar que un gorila de doscientos kilos juguetee con un niño indefenso.
Eso es lo que me dicta la lógica de la conciencia, pero el corazón me dice que
el ser humano ha cometido un nuevo crimen, un crimen tan cruel como injusto.
Uno más en la ya larga lista de tropelías del mono desnudo.