Impulsados por la controvertida presidencia de Donald Trump, los demócratas pronostican una derrota aplastante para los republicanos en las elecciones intermedias de noviembre. Si tienen suerte, esa oleada electoral podría ser tan grande como la que surcó a Estados Unidos en el otoño de 1974, cuando los demócratas arrebataron a los republicanos 49 escaños en la Cámara de Representantes y cinco en el Senado.
Aquellos demócratas eran liberales, jóvenes, al igual que muchos de los candidatos que esperan obtener un escaño en el Congreso este otoño. “Literalmente, busqué la palabra ‘demócrata’ en el directorio telefónico para encontrar las oficinas locales”, afirma Bob Edgar, quien llegó al Congreso en 1974, proveniente de Pensilvania. En ese entonces, el idealismo sacudía a los recién llegados a Capitol Hill, como Edgar. Pero una vez ahí, la generación del 74 descubrió que la política es el arte de lo posible, y que lo que es posible suele ser mucho menos de lo que se promete. Los candidatos de la actualidad, preparados para un prometedor mes de noviembre, podrían acabar aprendiendo la misma lección. “Éramos un ejército conquistador”, señaló George Miller, que fue electo para la Cámara baja, proveniente de Carolina del Norte, en 1974. Sin embargo, Capitol Hill resultó ser un baluarte notablemente difícil, a pesar de sus bien documentadas fallas.
A la generación del 74 se le conocía como los Watergate babies; la elección que los llevó al cargo ocurrió tres meses después de que el presidente Richard Nixon renunció, en medio de la desgracia, para evitar ser sometido a un juicio político tras sus esfuerzos para sabotear a sus rivales demócratas durante la campaña de 1972. Prometieron servir como vigilantes de su sucesor, Gerald Ford, pero también “regresar al Congreso a su nivel constitucional adecuado, como una rama igual del gobierno”, publicó The New York Times.
John Lawrence llegó a Washington con los Watergate babies, como asesor del Representante Miller. Siguió siendo miembro del personal de Miller durante las siguientes tres décadas, antes de convertirse en jefe de gabinete de Nancy Pelosi, la demócrata de California que actualmente se desempeña como líder de la minoría en la Cámara. Esto convirtió a Lawrence en “el miembro del personal de más alto rango en la Cámara de Representantes”, como lo describió The Washington Post.
D. C. es una ciudad pequeña, y Capitol Hill es un montículo particularmente atestado en el que los rostros pronto se vuelven familiares. “Yo conocía a la mayoría de esas personas”, afirma Lawrence, refiriéndose a los hombres y mujeres que llegaron a Washington tras la ola demócrata de 1974. Hablamos en la Sala Nacional de las Estatuas de Capitol Hill, una tempestuosa tarde de invierno. El Congreso trataba de evitar otro cierre del gobierno, pero a él no le preocupaba especialmente: Lawrence, que se retiró en 2013, ahora enseña en la sede de Washington de la Universidad de California. Y estaba a un mes de publicar The Class of ‘74: Congress After Watergate and the Roots of Partisanship (La generación del 74: El Congreso después del Watergate y las raíces del partidismo), su oportuno libro sobre los usos y abusos del poder en el Congreso.
En 2014, Henry Waxman se convirtió en el último miembro de esa generación en abandonar Capitol Hill. El congresista de California, uno de los liberales más consumados de la Cámara baja, había agotado sus energías políticas. “Tengo confianza en que el Congreso será corregido”, declaró al diario Los Angeles Times. “No pueden decir que no a todo”. Sin embargo, los legisladores federales siguen haciendo justamente eso, aun cuando la Casa Blanca ha pasado del control demócrata al republicano.
Para su libro, Lawrence habló con Waxman y con alrededor de 40 miembros de esa generación y sus asesores de alto nivel. “Muchos de ellos realmente nunca tuvieron la oportunidad de contar su historia”, afirma Lawrence. Muchos de ellos también estaban muriendo. Y le desagradaba el sobrenombre de Watergate babies. Le parecía una mancha. La generación del 74 llegó al Congreso con una sensación de idealismo poco común para cualquier persona de Washington que tuviera la edad suficiente para conducir un automóvil. Pero no marcaron el inicio de una gloriosa era de liberalismo. “Tarde o temprano, este lugar te quita lo mejor de ti mismo”, declaró a The New York Times Toby Moffett, miembro de esa generación. “Pienso que hasta los mejores de nosotros se desgastaron, fueron hechos a un lado, hicieron enormes concesiones”. Su cansancio resulta notable únicamente porque se produjo después de apenas tres años en el Congreso. Jerry Ambro, un demócrata de Nueva York, le dio a Lawrence una rotunda valoración de sus compañeros de generación en el Congreso: “Los planes grandiosos nunca llegan a ningún lado”.
El 94 Congreso no salvó el alma del Partido Demócrata, pero los idealistas le dieron vida. Los nuevos liberales retiraron a tres presidentes de comités, todos ellos demócratas conservadores, e hicieron que las presidencias dependieran de los votos obtenidos en los colegios electorales y no de la antigüedad en el cargo. También dieron más poder a los subcomités. En la práctica, esto significó que los miembros más jóvenes del Congreso pudieran presentar temas que no tuvieran interés para los demócratas más viejos del sur, como el movimiento ambiental, los derechos civiles, la diferencia salarial entre hombres y mujeres.
Esos fueron cambios importantes. Pero no fueron lo que se había prometido en el periodo previo a la aplastante victoria de noviembre. “La reforma del Congreso no ocupaba un lugar particularmente alto en mi lista”, me dice Tom Downey, un demócrata de Nueva York que era el miembro más joven de la generación del 74. Downey fue uno de los que permanecieron en la Cámara, pero se retiró en 1993 para convertirse en cabildero. Otro miembro de esa generación, el republicano Gary Myers, volvió a Pensilvania, a la planta de acero en la que alguna vez trabajó. Robert Cornell, demócrata y sacerdote, volvió a Wisconsin, a la Iglesia católica en la que fue educado.
Otros alcanzaron niveles políticos más altos. Chris Dodd de Connecticut se convirtió en senador de Estados Unidos y, en 2008, fue candidato presidencial. El Congreso recompensa a aquellos que se quedan. El mayor legado de la generación del 74 quizá no fue lo que logró sino aquellos a quienes preparó, entre ellos, líderes demócratas como Waxman y Dodd (como reconoce Lawrence, esa generación estuvo compuesta en gran medida por varones de raza blanca). “Las elecciones en las que un partido obtiene grandes ganancias proporcionan oportunidades para que las personas formen parte del Congreso”, explica Norman Ornstein, experto en el Congreso del American Enterprise Institute, un grupo conservador de analistas.
Quienes se quedaron tuvieron cierto éxito. Waxman ayudó a aprobar importantes leyes, como la Ley de Atención a la Salud Accesible, a cuya redacción contribuyó. Dodd copatrocinó la reforma financiera de 2010 que lleva su nombre y que los republicanos están ansiosos por revocar. La generación de 1974 también fue pionera en el arte de la autopromoción. Desafiando las normas, buscaron ansiosamente a la prensa, y se negaron a asumir la función de diputados que se quedan al margen y en silencio. Lawrence explica que muchos de los demócratas nuevos en el Congreso habían salido del movimiento contra la guerra de Vietnam, así como de los movimientos por los derechos civiles y por la igualdad de las mujeres. Todos ellos habían atraído la atención de los medios de comunicación de la mano de líderes carismáticos capaces de articular sus opiniones, especialmente en la televisión.
Sin embargo, el espíritu reformista se utilizó principalmente jugando a la defensiva. En lugar de impulsar nuevas políticas liberales, sus miembros fueron obligados a defender las existentes contra el ataque conservador. En buena parte, Ford fue un presidente ineficaz, pero también lo fue su sucesor demócrata, Jimmy Carter, cuyo periodo es calificado por Downey como “una gigantesca oportunidad perdida” para los liberales. Después de eso, no hubo muchas oportunidades durante los ocho años del reaganismo que, a pesar de la continua mayoría demócrata en la Cámara de Representantes, socavó eficazmente los legados del liberalismo. “Estábamos demasiado ocupados combatiendo acciones de retaguardia para preservar los elementos del New Deal y de la Gran Sociedad”, afirma Downey.
En su resistencia contra Ronald Reagan, los demócratas utilizaron el tipo de tácticas a las que los Watergate babies habían renunciado. Jim Wright de Texas, vocero de la Cámara de 1987 a 1989, no se disculpó por recurrir a esos juegos de poder. Saboteó a Reagan al sostener sus propias conversaciones de paz con Nicaragua, y en el frente nacional, utilizó tácticas parlamentarias para lograr un efecto tan magistral que Dick Cheney, el futuro vicepresidente, lo calificó como “un hijo de perra con mano de hierro”.
Finalmente, Wright fue destituido por una investigación de ética, pero no antes de frustrar eficazmente los planes de los legisladores republicanos. Su principal némesis era un exhistoriador de Georgia que había llegado a Washington una década antes, prometiendo victorias republicanas: Newt Gingrich. “Si Wright llega a consolidar su poder —advirtió Gingrich en 1987—, será un hombre muy, muy imponente”. Siete años después, Gingrich lideró una revolución republicana, con lo que terminó con décadas de control demócrata casi ininterrumpido en la Cámara.
LEE TAMBIÉN: Juez federal ordena seguir con el DACA y aceptar nuevos solicitantes
Gingrich marcó el comienzo de un nuevo tipo de política, y la nación aún no se recupera. “Atacó al Congreso que deseaba liderar”, afirma Waxman, que actualmente dirige una empresa de cabildeo. “Describió con éxito y de manera muy punzante a los demócratas como no estadounidenses”. En 1990, una organización republicana difundió una guía para los legisladores que, de acuerdo con la publicación, repetían un estribillo cada vez más sonoro: “Ojalá que yo pudiera hablar como Newt”. Y han venido hablando como él desde entonces, a pesar de que Gingrich, acosado por problemas éticos y por la insatisfacción de sus compañeros republicanos, hace mucho tiempo que dejó Capitol Hill para ejercer su oficio retórico en Fox News.
Una segunda revolución republicana ocurrió en 2010, estuvo impulsada por el Partido del Té, que logró obstaculizar al presidente Barack Obama. Los republicanos que habían mantenido el control de la Cámara desde la elección (asumieron el control del Senado en la elección intermedia de 2014) han puesto en tela de juicio los temas de procedimiento más básicos. Provocaron el cierre del gobierno. Dedicaron más de ocho años a revocar la Ley de Atención a la Salud Accesible, pero no pudieron hacerlo. Y sostuvieron decenas de audiencias sobre el ataque contra el consulado estadounidense en Benghazi, Libia, sobre las cuales incluso el líder de la Mayoría de la Cámara, Kevin McCarthy, ha dicho que fueron una estratagema para dañar las posibilidades de Hillary Clinton de llegar a la presidencia.
Trump prometió llevar sus habilidades gerenciales a Washington, pero sus tuits parecen evadir los asuntos legislativos, lo cual deja confundidos a sus pares en el Partido Republicano. La investigación del Comité de Inteligencia de la Cámara sobre la intervención de Rusia en las elecciones se convirtió en una batalla de memorandos en competencia, uno emitido por los republicanos y el otro por los demócratas. Independientemente de sus méritos, la reforma tributaria del año pasado fue una prueba más del poco valor que el Congreso da a la cooperación, y de las grandes recompensas que otorga al rencor partidista. Por ello, no es de sorprender que la popularidad del Congreso sea únicamente de 18 por ciento, según Gallup; lo que sorprende es que no sea más baja.
Sin embargo, Lawrence no pierde su optimismo. La nación logró superar el Watergate. Y logrará superar esto, independientemente de lo que acabe siendo este soberanamente extraño momento en la política estadounidense. “Los rumores de la muerte de la democracia —afirma— han sido enormemente exagerados”.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek