“¿Llegará el día en que despierte?”. Eso se preguntaban todos mis seres queridos, y los médicos no podían responder. Nadie lo sabía. Lo cierto es que un accidente dañó mi cerebro y cambió mi vida para siempre.
Las pérdidas que sufrí a lo largo de mi experiencia universitaria comenzaron el primer año con Duke, el perro que me acompañaba desde la infancia. Llegado el segundo año mi tío quedó paralizado tras un accidente de natación y mi madre enfermó de cáncer de páncreas, al que sucumbió pocos meses después del diagnóstico, dejándome con su perrito, Teddy, quien se convirtió en mi sombra.
Transcurridos un par de años empecé a sentirme más tranquila y estable. Solo necesitaba cubrir dos materias para asistir a la ceremonia de graduación, lo que marcaría el final de mi educación universitaria y me abriría las puertas a un futuro prometedor. Pero el accidente que sufrí ocurrió a escasas semanas de iniciado el último semestre de pregrado.
La noche del 7 de septiembre de 2019, cuando salí a caminar con Teddy después de la cena, una conductora en estado de ebriedad nos atropelló. Nunca entenderé qué pasó aquel día, pues siempre seguíamos la misma ruta y a la misma hora. Lo único que recuerdo es que cruzábamos el paso peatonal cuando la mujer nos embistió como a 50 kilómetros por hora. No dudo de que su auto haya quedado un poco abollado. Pero, para nosotros, todo cambió.
EL ACCIDENTE AFECTÓ MI CEREBRO Y CAMBIÓ MI VIDA PARA SIEMPRE
Teddy murió inmediatamente después del accidente, mientras que yo fui lanzada al suelo con tal fuerza que el golpe sacudió mi cerebro dentro del cráneo, ocasionándome un tipo de lesión cerebral traumática conocida como “daño axonal difuso” o DAD. En pocas palabras, los axones de todo el cerebro se desgarraron y cortaron —algo similar a lo que sucede en el síndrome del bebé sacudido—, lo cual me dejó con graves déficits físicos, emocionales y cognitivos con los que lidiaré el resto de mi vida.
No recuerdo haber recibido tratamiento mientras permanecí en el Norte de California, aunque he visto fotografías de cuando me trasladaron en avión a Los Ángeles, mi ciudad natal, donde me internaron en hospitales próximos a mi hogar y estuve rodeada de un sistema de apoyo… a pesar de que lo único que quería era volver a casa al terminar la universidad.
La primera vez que abrí los ojos, después de varias semanas, no pude ver nada y así seguí varias semanas más. Una vez que empecé a responder a estímulos lo único que podía hacer era asentir con la cabeza y señalar con una mano, pues el lado derecho de mi cuerpo estaba parcialmente paralizado. Aun cuando meses antes del accidente había obtenido mi título universitario, tuve que reaprender todo como si fuera una niña, pues mi cerebro resultó muy afectado.
Durante aquellas primeras semanas, familiares, amigos y seres queridos permanecieron siempre a mi lado, aguardando el momento en que pudiera despertar. Nadie sabía cuándo abriría los ojos (ni siquiera si volvería a abrirlos), cuáles serían mis déficits físicos, cómo se verían afectadas mis capacidades cognitivas, si alguna vez sanaría y en qué medida.
AQUELLA CONDUCTORA CAMBIÓ MI VIDA DE MANERA IRREPARABLE
Cuando recobré la conciencia inicié el largo recorrido hacia la recuperación, consciente de lo que estaba ocurriendo y capaz de responder al mundo que me rodeaba. Me encanta dormir, así que bromeaba sobre la oportunidad de haber dormido más de dos semanas.
En un instante, aquella conductora cambió mi vida de manera irreparable. Estoy segura de que la suya también cambió. No obstante, ella siguió adelante sin daños permanentes, en tanto que yo pasé semanas inconsciente, meses interminables en hospitales y otras instalaciones de atención médica, y recibiendo neurorrehabilitación intensiva todos los días, durante casi dos años, después de recibir el alta en diciembre de 2021.
Ese periodo transcurrió en incontables sesiones de terapia física, ocupacional, cognitiva y educacional. Pero el costo emocional del accidente (tanto para mí como para cuantos me rodeaban) es imposible de describir.
Desde el principio me di cuenta de que tenía una historia que contar —una historia que pedía a gritos que la dejara salir de mi cabeza—, por lo que comprendí que necesitaba escribirla para comenzar a procesar lo que me había pasado.
Un mes después de volver a casa empecé a escribir sobre lo ocurrido sin dirección o intención alguna. Dado que ni siquiera podía teclear, lo que hice fue dictar a mi tía, quien facilitó el proceso ofreciéndome pistas y haciendo preguntas. Por ejemplo: “¿Qué sentiste al saber eso?”, o “¿Qué pensabas después de lo que sucedió?”.
MI LIBRO ME HA PERMITIDO ASIMILAR LOS LARGOS AÑOS QUE PASÉ EN RECUPERACIÓN
Ya que tuve la fuerza y destreza necesarias para teclear, trataba de escribir algo al final de cada día, con una enorme taza de café junto a la computadora. Tecleo, tecleo. Tecleo. Primero, solo oprimía las letras con el dedo índice. Pasé muchísimas horas en eso. Así encontré la manera de contar mi historia, la cual empezó a tomar forma y a seguir un orden cronológico. Mi tía me ayudó a organizarla en capítulos y, de esa manera, el relato comenzó a parecer un libro.
Fue un proceso tan catártico que no pude interrumpirlo. Surgido de la necesidad de dar voz a la historia que bullía en mi mente para, después, transformarla en un vehículo que ayudara a otros que pasaban por lo mismo que yo. Es así como nació mi libro, al que di el título The Best of the Worst: My TRUE Story of Surviving and Thriving After a Traumatic Brain Injury (Lo mejor de lo peor: mi verdadera historia de supervivencia y crecimiento después de una lesión cerebral traumática), el cual publiqué hace poco bajo el nombre Emily Silver Owen, con el añadido de “Silver” (el apellido de soltera de mi madre) como un homenaje a la mujer que me dio la vida.
Ese libro se ha convertido en el vehículo que me ha permitido asimilar, entender y racionalizar los largos años que tuve que pasar en recuperación. Si bien la noche del accidente una versión de mi vida murió junto a Teddy, al cabo de cinco años he logrado referirme a ese episodio como el momento de mi renacimiento. Para mí, aquel día se ha vuelto un recordatorio de la fragilidad de la vida y de que las cosas pueden cambiar en un segundo. Nunca sabemos cuán afortunados somos hasta que lo perdemos todo.
TRAS EL ACCIDENTE, LA LESIÓN EN MI CEREBRO ME VOLVIÓ NEURODIVERGENTE
Además de la infinidad de desafíos físicos y emocionales que tendré que superar durante el resto de mi vida tras el accidente, la lesión en mi cerebro me volvió neurodivergente. Ese término significa que el cerebro de una persona funciona de manera distinta al de la mayoría, bien sea a consecuencia del autismo, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) o una lesión cerebral como la mía.
Aunque el aspecto de una persona no tiene la menor importancia, las lesiones cerebrales traumáticas son invisibles, y hoy sé que, aun cuando no las veas, no por eso dejan de estar presentes. Algunos de quienes vivimos en el espectro neurodivergente necesitamos explicaciones detalladas o más lentas; más tiempo para procesar una pregunta; e incluso indicaciones adicionales. Por ello, para muchos de nosotros, los recordatorios son muy útiles y hasta necesarios, ya que a menudo son justo lo que necesitamos para asegurarnos de hacer algo.
Es importante que quienes conviven con nosotros hagan el esfuerzo de entendernos y, de ser necesario, nos brinden una mano amiga. Tal vez no nos hagan falta muchas cosas, pero el apoyo siempre nos ayuda. Aceptar la neurodivergencia transformó mi existencia, y nunca recuperaré la vida neurotípica que llevé durante 22 años. Es más, mi libro ni siquiera incluye la palabra neurodivergente porque la neurodivergencia es una identidad adquirida. Una identidad con la que terminas por sentirte cómodo y conforme.
HE ADOPTADO EL COMPROMISO DE GENERAR CONCIENCIA SOBRE LAS LESIONES CEREBRALES TRAUMÁTICAS
Ahora he aprendido a proclamar mi nueva identidad neurodivergente con entusiasmo (Emily 2.0). Hoy tengo una nueva percepción de mí misma. Y aunque la creación de mi libro se ha vuelto un periodo bastante difuso, el proceso tras el accidente ha dejado un efecto perdurable en mí y me ha ayudado a aceptar y a comprender los cambios de mi cerebro.
La aceptación de mi neurodivergencia me ha servido para llegar al punto en que hoy se encuentra mi vida. Asimilar, aceptar y abrazar mi neurodiversidad me ha quitado un enorme peso de encima porque me brinda la paz que necesito para aprender de los errores que cometo sin sentirme frustrada por la incapacidad para hacer las cosas con la rapidez con que las hacía antes.
He adoptado el compromiso de generar conciencia sobre las lesiones cerebrales traumáticas y tengo nuevos proyectos en proceso. Estoy ansiosa de compartir mis historias —bien sean reales o imaginarias— con cualquiera que esté dispuesto a leerlas. N
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Emily Owen es autora de The Best of the Worst: My TRUE Story of Surviving and Thriving After a Traumatic Brain Injury (Lo mejor de lo peor: mi verdadera historia de supervivencia y crecimiento después de una lesión cerebral traumática). Todas las opiniones expresadas son exclusivas de la autora. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.