El sábado 15 de febrero de 2014, en la Ciudad de México, falleció el escritor y periodista Federico Campbell. En mi opinión, creo que él partió un poco antes, la noche del 14 de febrero, día del telegrafista. (Campbell era hijo de un hombre que ejerció este oficio, y solía definirse como “el hijo del telegrafista”, frase que también definía a Gabriel García Márquez). Su muerte fue noticia en los diarios de circulación nacional y acaparó las primeras planas de los periódicos de su natal Tijuana. Los medios de comunicación habían dado seguimiento a su condición médica desde que ingresó al hospital un par de semanas antes. Semblanzas y citas de destacados escritores, amigos y colegas periodistas, destacaban que fue un hombre inquisitivo, congruente, caminante, generoso, ético, crítico del poder y la criminalidad quien se cuestionaba con frecuencia si su escritura servía a alguien o para algo, pues decía que en este país uno puede denunciar todo y nunca pasa nada.
Sesenta años de andanzas por el mundo habían comenzado cuando, a los 14 años, un joven inquieto salió de Tijuana rumbo a un internado en Hermosillo. Estudió periodismo en Minnesota, trabajó de reportero en Connecticut, fue corresponsal en Washington. Muy joven recorrió por vez primera la península italiana y vivió en Barcelona. Fue un asiduo visitante de París, de Roma, de Sicilia, y al final de su vida desarrolló entusiasmo por Berlín. Pero los suyos no fueron sólo viajes geográficos. Sus andanzas en el periodismo, el ensayo y la literatura culminaron con su última presentación en público, en una conferencia sobre Juan Rulfo la noche del 24 de enero de 2014 en el Centro Cultural Tijuana. Se cerró el círculo. A los 72 años, Federico había vivido lo suficiente para recordar que empezó a escribir en una máquina portátil que le regaló su madre y que continuó haciéndolo el tiempo suficiente para ver que las personas revisaban las noticias o disfrutaban de los libros en dispositivos electrónicos móviles que cargaban en su mochila o en el bolsillo.
Ni su enfermedad ni su muerte afectaron el trabajo que, con el editor Martín Solares, Campbell venía realizando desde 2013. Un mes y medio antes de morir el autor de Transpeninsular le había entregado el manuscrito de su libro de ensayos Padre y memoria. Algo parecido sucedió con la nueva edición de Pretexta o El Cronista Enmascarado, cuyas correcciones definitivas dejó indicadas en un viejo ejemplar, de modo que poco después de su muerte salieron de las imprentas cinco libros: La era de la criminalidad (FCE), Padre y Memoria (Océano), Regreso a casa (coedición Conaculta / Cecut) , Pretexta (FCE) y gracias a su traductora al italiano, Elena Trapanese, La memoria di Sciascia (Impermedium Libri). Aquí vale recordar lo que Juan Villoro dice en el prólogo de la muy reciente edición de Transpeninsular (Ediciones B, 2015): “editar es un heroísmo que depende de complicidades”. Federico Campbell lo aprendió muy joven. ¿Cómo podría olvidarlo?
Campbell era mi tío, hermano de mi madre Sarina Campbell. Narrar lo que conviví con Federico toda una vida, o una crónica de su última visita a Tijuana (del 20 al 27 de enero de 2014), no sería muy diferente al anecdotario de cualquier familia de Tijuana que recibe visitantes: Los Angeles County Museum of Art en lugar de Disneylandia; la tienda de excedentes militares en San Diego en lugar del centro comercial de Mission Valley.
“¿Por qué se llama El nombre de la rosa?” me preguntó poco después de haberme enviado el libro de Umberto Eco a mediados de los ochenta. Leí seiscientas páginas en dos días y medio y todavía no lo sé. Antes, a los 15, cuando vivía con mi hermano Jesús en la colonia Las Brisas, a donde constantemente llegaban libros por correo, leí Adiós a las armas de Hemingway, La línea de sombra, de Conrad y muchos otros títulos. ¿Cómo olvidarlo? Aunque el tío no me enseñó a leer, me acercó desde niño a la buena literatura y a hacer conexiones. Como para muchos, fue tío, amigo, mentor, padre, hermano y un gran cómplice. Por eso cuando me enteré de su enfermedad, apenas cuatro días después de despedirnos en Tijuana, tomé una maleta, el último libro de Vargas Llosa (que desde entonces no puedo terminar de leer) y un vuelo nocturno. Acababa de amanecer cuando llegué al Hospital, al área de terapia intensiva, donde había varios casos confirmados de influenza AH1N1.
A veces, a los seres humanos nos hermana la tragedia. Ahí estaba el tío, tras el vidrio transparente, dormido. Más tarde llegaron Beatriz Aldaco, Vicente Alfonso, Rosina Conde, Titi Mendoza, Federico su hijo, y Carmen su esposa. Los siguientes días pasé la mayor parte del tiempo en la sala de espera. De día aquello era difícil, de noche peor aún. “¿Familiares de fulanito o zutanito?”, son palabras que no deseas escuchar. En las madrugadas no salen buenas noticias de terapia intensiva. Alguna vez leí que después de 50 años, muchos recordaban exactamente el momento en que se enteraron del asesinato de Kennedy. Muchos tenían grabado a detalle lo que estaban haciendo cuando escucharon la noticia. ¿Cómo podrían olvidarlo?
El 15 de febrero me levanté muy temprano para ir al Hospital. Alguien cuyo nombre no recuerdo me pasó la estafeta, y me di cuenta de que muchos amigos se habían sumado a pasar las noches al pendiente de Federico. Entonces sonó el teléfono: ¿familiares de Federico Campbell? La buena vibra, el apoyo y la solidaridad llegaron de todas partes del país y del extranjero. Pero también ocurría lo contrario: el embate de algunos en las redes, con su insensible los Campbell mal y de malas, me recordaba a los personajes que Javier Marías llamaba “Ladrones de cenizas”.
El tío Federico tuvo una gran vida y construyó una gran obra. Gracias a él estoy consciente que quizás algunos detalles que comento no sucedieron tal como yo los describo. Porque gracias a él aprendimos que más que reproducir, la memoria recategoriza, reorganiza. “Para acabar pronto; no podríamos vivir ni pensar sin memoria,” solía decir el tío cuando hablaba de uno de sus temas favoritos, que está presente en la mayor parte de su obra. Por eso, también es un dato curioso que NE OBLIVISCARIS (No olvidar) reza el escudo de armas del Clan Campbell. No, tío Federico, nosotros no te olvidamos. N
Tijuana, febrero 2016