EL CONFINAMIENTO no se vive igual desde la pobreza. Más de 32 millones de mexicanos no tienen internet en casa. Por si no fuera suficiente, el plan de instalación de fibra óptica en el territorio está prácticamente detenido. Sin conectividad y en aislamiento, jóvenes de la metrópoli y pequeños poblados que estudian el bachillerato y la universidad viven la discriminación por ser excluidos del sistema educativo.
En Ciudad de México, adolescentes emprenden la misión de conectarse a la red gratuita para continuar las clases en línea, suplicando que no se sature. Mientras que, en Tecoanapa, Guerrero, los estudiantes ya están casi con un pie afuera de la escuela; tienen dos alternativas: la mayoría volverá al campo, actividad cada vez más insostenible, o se enrolará al Ejército en medio de una sangrienta lucha contra el narcotráfico.
Esta es la realidad de la generación confinada que transita la emergencia sanitaria sin internet y sin educación.
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En Huamuchapa, una pequeña localidad de Guerrero, hay un bachillerato tecnológico que ni siquiera tiene paredes. Ahí, unos 200 alumnos intentan aprender de todo un poco, en un afán de cambiar su suerte.
En este poblado, perteneciente al municipio de Tecoanapa, solo abren dos cafés internet con computadoras que trabajan a paso de tortuga.
Seguir las clases en línea es imposible. Ni el 10 por ciento de los alumnos tiene, ya de menos, un teléfono celular.
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Iván Chávez es profesor en esa escuela, oficialmente llamada Centro de Educación Tecnológica Agropecuaria. Sus clases son variadas: desde bioquímica hasta lenguaje y comunicación. Con él, otros 12 profesores cumplen las funciones de enseñanza y también atienden las labores de administración en la escuela.
Iván pone un especial énfasis en las diferencias entre las aspiraciones de un alumno citadino y otro que vive en medio del campo. Y cuando las explica, las hace ver abismales.
Por ejemplo, mientras los estudiantes de la capital buscan ingresar a grandes instituciones, como la UNAM o el Politécnico, las opciones de los chicos de Tecoanapa son reducidas: o buscan un lugar en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa o se enlistan en el Ejército. No hay más.
Pero la mayoría de los jóvenes decide quedarse en el municipio para trabajar en el campo, algo cada vez más difícil, o de plano emigrar a Estados Unidos.
El grupo de Iván lo conforman 42 estudiantes, pero solo tres han logrado entregar las tareas a tiempo porque tienen internet; el resto deberá esperar a que acabe la pandemia para ponerse al corriente.
Lo que es cierto, explica Iván, es que el rezago educativo en la región es evidente.
“Hay alumnos que ya están en el bachillerato y no saben leer ni escribir. Así de preocupante es el nivel”, dice.
¿Y cómo es que alguien que estaría en edad de ingresar a la universidad no sabe leer ni escribir?
Iván tiene la respuesta: el sistema educativo en las comunidades es tan laxo que nadie es reprobado. Esto significa que un estudiante pasará automáticamente de año bajo la única condición de que no falte a sus clases, aprenda o no.
No es una regla escrita, pero los docentes saben que reprobar a un alumno es perderlo para siempre. “A pocos les importa realmente aprender. No le ven utilidad”, explica Iván.
A eso hay que sumarle que el machismo sigue enquistado en estas regiones, por lo que las aspiraciones de las mujeres son limitadas. Muchas elegirán casarse y tener hijos, sin la oportunidad de explorar su talento como profesionistas.
En Tecoanapa hay redes para conectarse, pero la señal es débil. Iván ha tenido que buscar las formas para que todos sigan aprendiendo. Una de sus técnicas es enviar las tareas por WhatsApp a los alumnos que cuentan con celular, para que a su vez las repartan al resto de los compañeros. El método ha funcionado, pero no a grandes escalas.
La vocación, dice Iván, no lo es todo.
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Giovanni sale de su casa todos los días armado con su cubrebocas y su celular. Abona los 50 pesos de saldo que le da su papá para que pueda hacer sus tareas, los cuales le durarán dos o tres días. Cuando se acaba este saldo, debe caminar por las calles sin pavimento de su colonia hasta los límites, donde puede conectarse a la red de internet gratuita de Ciudad de México.
Giovanni carece de computadora en casa, y a su colonia, Tempiluli, no llegan los servicios de internet.
Tempiluli es uno de esos lugares que hacen dudar al que llega, de si se encuentra todavía en la Ciudad de México o ya no. Perteneciente a la Alcaldía de Tláhuac, es una zona densamente poblada, pese a estar catalogada como suelo de conservación.
Por años, la falta de un adecuado orden territorial por parte de las autoridades, sumada a la progresiva necesidad de vivienda, han propiciado conflictos por la delimitación de ejidos, así como invasión de tierras, venta ilegal de predios y delitos ambientales como el relleno de cascajo en los canales de agua. Hace pocos años en este mismo sitio vivían peces y aves acuáticas; hoy es un laberinto de calles de tierra y filas interminables de casas de tabique y lámina.
A más de cuatro meses de declarada la Jornada Nacional de Sana Distancia en México, las escuelas se han tardado en decidir lo que deben hacer con estudiantes como Giovanni, que por sus limitaciones económicas y tecnológicas no han podido entregar la totalidad de sus tareas y mucho menos asistir a las clases a distancia.
Durante la pandemia, Giovanni se ha confinado con sus papás y su hermano menor, quien estudia la primaria y está en una situación similar a la de él. La familia ha respetado el confinamiento, salvo cuando Giovanni tiene que salir a conectarse para hacer sus tareas o cuando su padre sale a trabajar para proveer el único ingreso económico del hogar.
El padre de Giovanni se dedica a repartir hielo a las pescaderías del mercado de La Viga, sin embargo, el cierre de bodegas durante la pandemia disminuyó su sueldo a la mitad. Tampoco las propinas son las mismas. Aún así, sale de casa cada que es requerido y toma tres transportes para llegar a las pocas bodegas del mercado que siguen dando servicio.
Al salir de su colonia, Giovanni encuentra internet público y una banqueta para refugiarse con su celular. Revisa las tareas que le han enviado sus amigos por WhatsApp. Termina sus tareas, como puede, a dos dedos. De las nueve materias que cursa en el segundo semestre del Colegio de Bachilleres Plantel Tláhuac, trata de ir al corriente en ocho: “Uno de los profes me dijo que me quería pasar de listo y que no me iba a recibir las tareas por WhatsApp”, dice Giovanni.
El resto de profesores sí le permitieron entregar sus trabajos por esta vía, sin embargo, el hecho de no poder tomar las clases a distancia lo ha rezagado del resto. “La verdad es que no he podido ponerme al corriente, y corro el riesgo de reprobar”, cuenta Giovanni.
Las autoridades de su escuela han anunciado mecanismos de nivelación académica para los estudiantes que se han atrasado. La idea es que ningún estudiante termine reprobado este semestre, no obstante, la dificultad es la misma, pues dichos mecanismos también se cursan en línea o tienen algún costo.
“Yo no puedo pagar el precio de ocho materias para recuperar mis calificaciones”, afirma Giovanni.
En este sentido, la escuela responde que los alumnos, cuyas familias carecen de ingresos económicos o medios tecnológicos, deberán esperar a que termine la contingencia para atender su caso de manera presencial. De todos modos, se siente como un semestre perdido.
En todas las escuelas públicas de Ciudad de México, hay casos como el de Giovanni. Desde el principio sabían que el reto de continuar las clases a distancia era una empresa compleja y segregadora. No solo alumnos, sino también muchos profesores eran incapaces de utilizar la plataforma en línea diseñada por la SEP.
Por ello, las autoridades educativas se han visto en la necesidad de diseñar estos mecanismos exprés para los miles de estudiantes atrasados. Esto es muestra clara de que este sistema de educación remota no es factible a corto plazo en México. La pandemia ha desnudado la enorme desigualdad que aún persiste en nuestro país.
Giovanni se levanta de la banqueta, donde ha pasado dos horas sentado. Guarda su celular. Camina de vuelta a casa por las calles de Tempiluli, una colonia acostumbrada a ver desalojos de vecinos y demoliciones de casas irregulares. En su hogar ya lo aguardan para cenar y para jugar un juego de mesa, que es una de esas actividades que aún conservan las familias que no tienen internet en casa.
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Este complejo panorama, además de develar las fallas del sistema educativo en nuestro país, también delatan un fenómeno poco explorado, pero que existe: la discriminación del Estado mexicano.
La explicación detallada la tiene Alma Mata, experta en derechos humanos y excuarta visitadora de la CDHDF.
Para ella, que las clases continúen en línea, pese a que alumnos no puedan tener acceso por falta de recursos tiene un nombre: exclusión de derecho a la educación por condición socioeconómica.
La especialista refiere que, además, está involucrado el tema del derecho a la igualdad, el acceso a la información y el derecho por sí mismo a la educación.
El artículo 7 de la Ley General de Educación justamente establece las obligaciones del Estado para garantizar este derecho.
Por ejemplo, afirma que las autoridades están obligadas a eliminar cualquier forma de discriminación y exclusión, así como atender las capacidades y ritmos de aprendizaje de los estudiantes, eliminar las barreras de la enseñanza y adoptar medidas en favor de la accesibilidad.
No es todo. También deja claro que el Estado debe proveer de los recursos técnicos-pedagógicos y materiales necesarios para los servicios educativos.
Pero en este fenómeno hay dos realidades: la que se dice en el papel y la que se cumple en la práctica, reconoce Alma Mata.
¿Y qué puede hacer un estudiante que se ha sentido discriminado en su escuela por no contar con internet?
Para la abogada, es necesario hacérselo saber a algún órgano defensor de derechos humanos para que se hagan modificaciones de raíz y se cumpla lo establecido en la ley. Tampoco descarta la posibilidad de que quienes hayan sido víctimas de esta exclusión educativa puedan recibir una indemnización.
Poner en jaque al Estado no será un camino fácil, pero tampoco será imposible. Además, será un precedente para que las autoridades cumplan con las medidas, aunque sea paso a paso. Con algo que se gane en la batalla, por muy mínimo, será de ayuda para el futuro.
El tema, admite, es complejo debido a que nadie esperaba una pandemia. En todo el mundo han existido dificultades educativas, pero en México el rezago educativo se hace más hondo en los espacios más pobres del país.
La emergencia sanitaria, afirma, solo hizo recordar que la educación sigue siendo, como casi siempre, uno de los eslabones más débiles en el sistema mexicano.
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Más de 32 millones de mexicanos no tienen acceso a internet. Esa cifra es equiparable a llenar 363 veces el Estadio Azteca.
El año pasado, México apareció en un penúltimo lugar en una lista de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos sobre penetración de internet fija. En el análisis, hecho a 37 naciones, nuestro país se ubica solo por arriba de Colombia. El primer lugar lo tiene Suiza.
¿Estos números qué significan? En términos concretos, solo 15 de cada 100 habitantes posee acceso a internet fijo, comparado a escala mundial.
La Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares también tiene dolorosas cifras.
El año pasado, la proporción de hogares que disponen de computadora registró un descenso, de pasar al 45 por ciento de la población al 44 por ciento.
Del total de los usuarios de internet, 15 por ciento está entre los 12 y 17 años de edad, justo la edad en la que se estudia el bachillerato, y un 16 por ciento se ubica entre los 18 a 24 años, cuando se ingresa en la universidad.
La Secretaría de Comunicaciones y Transportes ha dado razones de la carencia de internet. Una de ellas es por la orografía del país y otra porque las empresas no le encuentran sentido a invertir en la instalación.
En el Plan Nacional de Desarrollo 2019, elaborado por el gobierno federal, se explica que las empresas no ven rentable dotar de internet a poblaciones menores de 5,000 personas.
La consultoría The Competitive Intelligence Unit lo confirma en uno de sus extensos análisis. Las empresas no invierten en lugares donde no es rentable operar. Esto significa que no tiene sentido instalar infraestructura para internet en una zona donde no se generará tráfico por el uso de servicios ni abona a la conectividad poblacional. Hacerlo representaría una inversión perdida.
Cuatro estados son los más afectados por estas políticas: Tabasco, Guerrero, Chiapas y Oaxaca. Ahí, millones de personas siguen a la espera de que las autoridades permitan instalar, al menos, puntos gratuitos de conexión.
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Nancy se prepara para salir a trabajar. Se frota las manos con gel antibacterial, se pone cubrebocas. Cruza el espacio semivacío de su nuevo hogar, un sitio al que tuvo que mudarse hace pocos días por causa de un conflicto con su familia materna.
Nancy agradece tener trabajo para sobrellevar la pandemia. Además, los muebles van llegando poco a poco: una estufa usada, un refri, una silla y hasta una puerta de madera que, recargada sobre un par de cajas, funciona como mesa de comedor.
Apresurada, sale de casa. Cruza un terreno baldío lleno de basura para cortar camino hasta la parada del pesero. Llega hasta el metro Constitución, en CDMX. De ahí, llega caminando a su trabajo, en una empresa donde hace la limpieza de las oficinas. Su horario es de lunes a viernes, de 9 de la mañana a 5 de la tarde.
Pero no es allí donde Nancy debería estar. Apenas en febrero de este año ella ocupaba ese horario para dedicarse de lleno a cursar la carrera en Comunicación y Cultura en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), Plantel Tezonco.
Pocos días antes de que se declarara la pandemia en México, Nancy todavía residía con su mamá y su abuela en la casa propiedad de esta última. Pero con el fallecimiento de la abuela, se desató una disputa familiar entre hermanos por quedarse con el inmueble. Nancy y su madre prácticamente salieron corridos de esa casa. Decidieron volver al departamento donde Nancy pasó su infancia. Si bien estaba descuidado por el abandono, al menos era propio.
Así, cargadas únicamente de su ropa y algunas cosas de higiene básicas, Nancy y su madre se mudaron a su nuevo espacio. Su papá se les unió en la mudanza. Para entonces, Nancy no trabajaba y esperaba indicaciones de su escuela.
Su mamá se dedica a empacar frituras en una empresa grande, pero la enviaron a su casa debido a su avanzada edad, con el sueldo a la mitad.
El empleo del padre es inconstante, pues trabaja en el área de mantenimiento del Parque de los Coyotes, que también fue cerrado por el confinamiento. Teniendo el departamento vacío y sin posibilidades de generar dinero para comprar muebles o contratar servicios, Nancy decidió ponerse a trabajar para ayudar a estabilizar la economía de su hogar.
Tras cada jornada de trabajo, Nancy procura detenerse tres cuadras antes de llegar a su casa, para conectarse a las redes gratuitas de internet que provee la Ciudad de México.
De este modo, revisa en su celular si su amiga le ha enviado a su WhatsApp las nuevas lecturas para hacer las tareas pendientes. “Las descargo y algunas las puedo leer sin problemas, pero hay archivos que mandan los profesores que no son compatibles con whats. Esos no los puedo abrir y, por ende, no puedo hacer los trabajos”, comenta Nancy.
A veces, su amiga le busca dichas lecturas y se las manda en un formato más universal para que pueda descargarlos y leerlos sin problemas.
“Siento que me he retrasado muchísimo. Ahorita solamente dos profesoras me dieron la oportunidad de entregar un trabajo final para acreditar las materias. Entonces, de siete, salvaría dos. Pero otros me dijeron que no podían hacer nada y que tampoco podían ser muy flexibles”, cuenta Nancy.
La mayoría de los profesores han sabido empatizar con las condiciones de desigualdad que imperan en México; intentan adaptarse a ellas. Pero hay otros que no han querido ver esta realidad, negándose a ofrecer alternativas para que estos alumnos acrediten las materias, ejerciendo así una discriminación disfrazada de rigurosidad académica.
Por lo pronto, Nancy ocupa la mayor parte de su tiempo limpiando pisos y oficinas. Tiene que trabajar, es cuestión de prioridades. Está consciente de que, por su situación, la continuidad de sus estudios está en riesgo. Pero lo que a ella más le preocupa ahora son sus papás. Siente que los vulnera al salir a trabajar cinco días a la semana, subida en el transporte público protegida únicamente por su cubrebocas.
En realidad, ella misma está en riesgo constante. Pero hay aspectos comunes que resaltan tanto en su caso como en el de Giovanni: ambos logran sobrellevar las materias durante el confinamiento, gracias a la solidaridad de sus compañeros de clase y la de los profesores que han sabido comprenderlos y no los discriminan. Pero también gracias a las redes de internet gratuitas de la Ciudad de México, que quizás no son suficientes ni son tan rápidas, pero son algo.
Ambos tienen que caminar varias calles para poder conectarse, pero consiguen que al menos WhatsApp funcione bien. En las zonas rurales de provincia no tienen esta misma ventaja. De todos modos, gracias a su trabajo Nancy contratará internet próximamente. El internet es un artículo de primera necesidad para un universitario.
Sus papás, que viven al día, la comprenden y la apoyan, mientras siguen esperando que vuelva algo lo más parecido posible a eso que todos entendíamos como normalidad.