Más de 20 países han habilitado los móviles para reconocer a quienes podrían haberse expuesto a la infección y notificarles que deben permanecer aislados.
Antes de la pandemia, semejante propuesta nos habría parecido una pesadilla salida de un futuro distópico en el que la raza humana se somete por completo a las grandes compañías tecnológicas. Sin embargo, en un documento publicado en línea el pasado 10 de abril, los logotipos de Google y Apple encabezan la descripción de un proyecto corporativo conjunto que busca habilitar los teléfonos inteligentes (smartphones) para que generen un registro de cualquier individuo con el que el propietario tenga contacto.
¿Habrá alguien dispuesto a suscribir una vigilancia así de extrema? Pues resulta que gran parte del mundo ya lo ha hecho. En concreto: los funcionarios de salud de Corea del Sur, que han recurrido a videocámaras y aplicaciones (apps) para rastrear a quienes tuvieron contacto con un paciente de COVID-19 desde antes de que manifestara síntomas. Lo mismo ha sucedido en China, Singapur y Australia, países que han implementado el rastreo celular de contactos. Y buena parte de Europa va por el mismo camino. Por ejemplo, el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS, por sus siglas en inglés) ha autorizado un proyecto que, de hecho, ya se encuentra en pruebas piloto; en tanto que el gobierno alemán está pisándole los talones.
Y mientras los gobernadores estadounidenses contemplan estrategias para abrir sus estados y permitir que la ciudadanía regrese a los centros de trabajo, algunos expertos advierten de un repunte del SARS-CoV-2, ya que el coronavirus sigue en circulación. A fin de evitar más catástrofes en las salas de emergencia —como la que saturó los hospitales de la Ciudad de Nueva York en abril—, es necesario que los funcionarios de salud pública actúen con agresividad para contener los brotes aislados antes de que se diseminen. En opinión de los expertos, la clave para el control de la enfermedad es el rastreo de contactos. Y, a tal fin, proponen que, por cada caso nuevo de COVID-19, los trabajadores sanitarios desarrollen una lista de personas con las que el paciente interactuó antes de presentar síntomas, para luego contactar a cada uno de los sospechosos y recomendar el aislamiento voluntario.
A no dudar, el seguimiento de contactos resultó muy eficaz en epidemias previas, particularmente en la de VIH/sida. Aun cuando el rastreo de COVID-19 no habría de ser igual de indelicado —puesto que no hace falta identificar a las parejas sexuales—, la investigación abarcaría muchas más personas, circunstancia que plantea serios problemas en un país donde la población se lanza a protestar en las calles por cualquier presunto ataque contra sus libertades civiles, como el cierre de salones de belleza o gimnasios. Más aún, dado que el patógeno infecta diariamente a decenas de miles de personas, el seguimiento de todos esos casos obligaría a crear un ejército de alrededor de 100,000 trabajadores de la salud (según cálculos del Centro Johns Hopkins para la Seguridad Sanitaria).
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La justificación del proyecto es que la tecnología permitirá automatizar este proceso. Dio resultado en Corea del Sur, cuyas cifras de COVID-19 se han convertido en la envidia del mundo: a principios de mayo, la nación asiática de 50 millones de habitantes había registrado menos de 11,000 casos y poco más de 250 defunciones, lo que equivale a 1/16º de la tasa de infección per cápita de Estados Unidos y a 1/300º de su tasa de mortalidad.
Más de 20 países —entre ellos, la mayor parte de los asiáticos— han reclutado los smartphones para identificar a quienes podrían haberse visto expuestos a la infección y notificarles que deben permanecer aislados o someterse a una prueba para descartar el contagio. En ese sentido, Estados Unidos es una nación retrógrada, pese a su muy cacareada industria tecnológica.
Así pues, la gran noticia es que, muy pronto, los smartphones estadounidenses tendrán la capacidad para rastrear contactos. El argumento científico es que, a la vez que las entidades federales contemplan reanudar actividades económicas, aumenta la necesidad de identificar a quienes entran en contacto con personas que han resultado positivas al coronavirus y dar seguimiento a las cuarentenas voluntarias, requisitos indispensables para impedir que el contagio se salga de control. Con todo, los esfuerzos de rastreo requieren de mucho tiempo y trabajo, por lo que se espera que toda la información personal que recogen los celulares —incluida quiénes somos, y quién o qué tenemos cerca— brinde la ayuda que tanto necesitamos, como hizo en Corea del Sur y otros lugares.
Ahora bien, los estadounidenses no son como el resto del planeta. Más que cualquier otra población del mundo, los domina el instinto de resistirse a la vigilancia gubernamental, incluso en circunstancias de vida o muerte. Y tratándose de rastrear sus contactos, esa resistencia se alza como un obstáculo infranqueable.
“Ante una pandemia de rápida evolución, las protecciones al derecho de privacidad restringen la capacidad del gobierno para proteger la salud de la población”, señala el Dr. Eric Campbell, profesor e investigador de la Universidad de Colorado, especialista en políticas de salud y bioética.
El desafío no es meramente tecnológico. Si bien el proyecto de Google-Apple y otros esquemas para rastreo automatizado de contactos cumplen con todos los requisitos que han establecido los defensores de la privacidad, el problema es que esos mismos requisitos de privacidad bloquean los datos que los funcionarios sanitarios necesitan para proteger a las personas. Y así, hasta el momento, ninguna de las estrategias propuestas permite que funcionarios e individuos dispongan de información detallada y confiable que marque una gran diferencia.
Tan importante es la privacidad para los estadounidenses que no hay garantía de que el rastreo automatizado de contactos modifique la situación a corto plazo. De hecho, es muy posible que el impacto de cualquier estrategia nunca llegue a ser tan profundo en Estados Unidos como en otras partes del mundo.
SOLO TIENES QUE NEGARTE
Lo más probable es que cualquier esquema de smartphone para rastreo de contactos, no obstante cuán bien diseñado que esté, sucumba ante la resistencia. Para empezar, nadie espera que la presidencia de Trump imponga la participación y, hasta ahora, ninguna entidad federal ha propuesto un programa obligatorio. Estados y localidades que han decretado el uso forzoso de mascarillas de protección están enfrentado airadas protestas. El gobierno de Stillwater, Oklahoma, tuvo que retractarse de su proclama de mascarilla obligatoria cuando numerosos comercios empezaron a recibir amenazas graves de los clientes. Y apenas este 1 de mayo, un guardia de seguridad comercial de Flint, Michigan, fue muerto a tiros tras exigir que un cliente acatara la orden estatal de usar una mascarilla de protección.
Por lo anterior, no sorprende la falta de disposición para exigir que la población se someta a un rastreo electrónico. Cualquier app para rastreo de contactos basada en teléfonos inteligentes tendría que ser opcional: descarga opcional; activación opcional; opcionales para la cuarentena o la prueba de detección al recibir la alerta de exposición; notificación de infección opcional; y también opcional compartir los datos pertinentes con funcionarios de salud o cualquier otra persona.
En el caso de los europeos, la participación opcional no parece ser impedimento. Una encuesta de la Universidad de Oxford reveló que la aceptación de las apps para rastreo de contactos oscila entre 68 y 86 por ciento en Alemania, Italia y Francia. En cambio, un estudio del Centro de Investigaciones Pew demostró que solo 45 por ciento de los estadounidenses considera aceptable el rastreo de smartphones. “Para que sea realmente útil, es necesario que al menos 60 por ciento de la población esté dispuesta a participar”, precisa Jennifer Daskal, directora del Programa de Tecnología, Derecho y Seguridad en la Facultad de Leyes de la Universidad Americana, en Washington, D. C. “Dado el escepticismo de este país, es difícil que alcancemos ese nivel de adhesión”. Y tampoco ayuda que los usuarios no obtengan un beneficio directo con el uso de la app, cuyo único privilegio es recibir una notificación indicando que vuelvas a ponerte en cuarentena. En otras palabras, el beneficio es para todos los demás.
Los defensores de la privacidad apuntan al temor —legítimo— de que una política de rastreo de contactos permita que las organizaciones identifiquen individuos por sus nombres, y adquieran información personal como ubicación, nombres de las personas con quienes conviven y, en particular, su información de salud. Por ejemplo, si tienes o no el diagnóstico de COVID-19, si has estado expuesto a la enfermedad y cuáles son los síntomas que presentas. La Ley de Transferencia y Responsabilidad de Seguro Médico de 1996 (conocida en inglés como HIPAA), limita que las organizaciones de salud intercambien información sobre problemas de salud subyacentes, mas no impide que las aseguradoras compartan la información a la que tienen acceso.
El proyecto de Google-Apple, igual que las propuestas de MIT, Stanford y otras instituciones, fue diseñado para responder a estas inquietudes. Por ejemplo, no crea un registro de la ubicación ni del nombre, sino que asigna un número específico a cada celular, y los dígitos cambian más o menos cada 15 minutos, de suerte que es casi imposible relacionarlos con un nombre. La única información que recoge el software es el número asignado a los celulares cercanos, y solo si están lo suficientemente cerca para alertar sobre un posible contagio en la eventualidad de que el portador de alguno de dichos dispositivos manifieste la infección.
En atención a las inquietudes de privacidad, el software de Google-Apple no incluye “capacidades completas” para proporcionar datos de contacto. Para empezar, los usuarios tienen que descargar y activar las apps de rastreo que utilizan indicadores específicos para smartphones. Si el usuario descubre que se ha contagiado, es necesario que participe el hecho a la app (por supuesto, voluntariamente) para que —previa autorización— el software envíe un listado de los números específicos que representan los celulares de quienes también pudieron haberse infectado en los últimos días. Todos los dígitos llegan a una computadora que gestiona alguna de las organizaciones que forman parte del esfuerzo de rastreo de contactos —con toda probabilidad, una dependencia de salud gubernamental—, y esta genera algún tipo de alerta (digamos, “Podrías haber estado expuesto”) acompañada de instrucciones para iniciar el aislamiento voluntario y solicitar la prueba de detección.
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¿De dónde saldrían las aplicaciones y quién las supervisaría? En todos los países que han implementado el seguimiento automatizado de escala nacional, las dependencias de salud gubernamentales —como NHS, en el Reino Unido— se encargan de seleccionar la app y determinan los detalles clave; por ejemplo, cómo notificar una infección, quién recibe la notificación y cuándo, tipo de información enviada y dónde se almacena. Estados Unidos no dispone de una organización parecida. Lo más aproximado son sus Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), los cuales no están autorizados a definir políticas detalladas.
“Nunca hemos tenido una infraestructura nacional de salud pública que sea capaz de gestionar este tipo de tareas”, comenta John Christiansen, abogado de Olympia, Washington, especializado en tecnología informática para salud pública y privada. “Ni siquiera tenemos agencias estatales de salud pública con la autoridad necesaria. Casi toda la infraestructura de salud pública es local, si es que la hay”.
La idea de una colección de programas de nivel urbano o municipal, distribuidos por todo el país, y cada cual con aplicaciones y políticas específicas, no se antoja muy confiable. Pero la alternativa tampoco lo es. ¿Permitiríamos que Google, Apple y demás gigantes tecnológicos instrumenten un programa nacional para rastreo de contactos y controlen toda la información? Difícil. Según una investigación de Kaiser Family Foundation, la proporción de usuarios que estarían dispuestos a descargar el software de rastreo de una compañía tecnológica es equivalente a la de quienes aceptarían la app de una dependencia de salud pública.
En cuanto a una autoridad medianamente confiable para gestionar un extenso programa de rastreo de contactos, Christiansen señala que la mejor opción sería una coalición de actores estatales del sector salud, incluidos hospitales, aseguradoras y dependencias gubernamentales. Estados como el de Washington ya tienen coaliciones que supervisan la uniformidad de la facturación y el intercambio de expedientes médicos. Sin embargo, se requeriría de mucho tiempo para formar suficientes coaliciones en todo el país y determinar si son capaces de gestionar un esfuerzo de salud pública así de masivo. Y tiempo es lo que no tenemos, afirma el legista.
¿QUÉ HAY DE LA SEGURIDAD?
Los países de Europa y Asia que han implementado el rastreo automatizado de contactos utilizan sistemas que incluyen medidas para ocultar identidades individuales, casi siempre mediante algún tipo de “confusión informativa”; es decir, eliminan la información identificable —como el nombre— y alternan los datos de manera aleatoria para impedir la identificación personal o bien, sustituyen los datos detallados con resúmenes agregados.
La estrategia de Google-Apple va más allá: para empezar, nunca registra información identificable, y los datos reunidos se almacenan, exclusivamente, en el smartphone del usuario.
En este caso, el gran problema es el jaqueo celular. Hay empresas que utilizan los canales abiertos de Bluetooth y wifi para captar datos celulares de las personas que deambulan en las tiendas, y esos datos incluyen los números de rastreo móvil que han sido asignados a cada dispositivo. Lo habitual es que esos hackers vendan la información a terceros, quienes la introducen en la economía informática volviéndola susceptible de publicidad dirigida y otras formas de explotación. Ahora bien, a fin de detectar los smartphones circundantes e intercambiar el número de rastreo específico de cada uno de esos dispositivos, el sistema de Google-Apple precisa de que el celular del usuario siempre tenga activa la conexión Bluetooth.
“Esto incrementa mucho el riesgo de privacidad en cualquier sistema de rastreo de base Bluetooth”, advierte Alan Butler, director ejecutivo interino y asesor general del Centro de Información sobre Privacidad Electrónica (EPIC, por sus siglas en inglés), grupo para la defensa de la privacidad sito en Washington, D. C. Y también es una de las razones por las que el Reino Unido optó por un sistema que almacena información en servidores centralizados, en vez de hacerlo en los celulares de los usuarios.
El anonimato es otra debilidad de los esquemas para rastreo de contactos. El sistema de Google-Apple utiliza identificadores que cambian continuamente para garantizar que no puedan usarse para identificar al propietario del teléfono. Sin embargo, ningún sistema es infalible, y todo tipo de información presuntamente “des-identificada” ha terminado por ser “re-identificada”. La manera más simple de hacerlo es dar un vistazo a los comentarios de salud publicados en medios sociales —puesto que los nombres de los autores aparecen en el post— y luego, solo hay que correlacionar esos datos con la información médica no identificada. En 2018, Facebook trabajó con el sistema de salud de la Universidad de Stanford y el Colegio de Cardiología de Estados Unidos para explorar, justamente, ese tipo de estrategia. Y el año pasado, Facebook volvió a las andadas permitiendo que compañías externas analizaran publicaciones grupales, supuestamente privadas, para recabar datos de salud que (en teoría) también podrían utilizarse con esa finalidad.
Butler insiste en que ni siquiera las amplias protecciones del proyecto de Google-Apple garantizan la privacidad de los usuarios de un sistema para rastreo de contactos, asegurando que los “hackers y otros actores disponen de muchas opciones para hacer la ingeniería inversa del sistema y reidentificar a las personas infectadas”. (Google no ha respondido a una petición de comentarios, y un portavoz de Apple remitió a Newsweek al material que las dos compañías han publicado).
Los usuarios de aplicaciones para rastreo de contactos corren un gran riesgo. De vulnerarse la información sobre los individuos infectados o las personas que estuvieron cerca de ellos, las repercusiones serían tremendas para el empleo, las relaciones personales y la reputación pública de todos los interesados. “Es fácil entender por qué las fuerzas del orden público, las agencias de inteligencia o los actores maliciosos tendrían interés en utilizar los datos sobre rastreo de proximidad”, señala Daskal.
Los proponentes del rastreo automatizado de contactos arguyen que el riesgo de hacer mal uso de los datos podría minimizarse si la información se borra una vez que se vuelve irrelevante para gestionar la infección —después de unas dos semanas, según el proyecto de Google-Apple—, y desmantelando todo el sistema cuando haya pasado la crisis pandémica. En respuesta, los defensores de la privacidad señalan que casi todos los mecanismos de investigación “temporales”, implementados inmediatamente después de los ataques del 11 de septiembre, siguen activos.
BENEFICIOS CUESTIONABLES
Para buena parte del público estadounidense, todos estos riesgos serían aceptables a condición de que el sistema de rastreo propuesto desempeñe una función importante en el control de la pandemia. Pero aun si el sistema fuera adoptado por una cantidad suficiente de usuarios dispuestos a notificar sus infecciones y a cumplir con la cuarentena, es muy factible que proyectos como el de Google-Apple emitan tantas falsas alarmas y omitan tantas exposiciones que la gente termine por desconfiar, previene Ryan Calo, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Washington y codirector del laboratorio de políticas tecnológicas de dicha institución. “Nada garantiza su eficacia y, de hecho, podrían causar más daños que beneficios”.
Calo, quien hace poco compareció ante el Senado estadounidense para hablar del tema de la privacidad en el contexto de la respuesta al coronavirus, agrega que las señales Bluetooth pasan con facilidad a través de las paredes, las ventanas de los autos y otras barreras que el virus no puede cruzar. En otras palabras: cuando los sistemas de base Bluetooth —como el de Google-Apple— emitan una alerta para iniciar la cuarentena, la advertencia podría llegar a individuos que no han estado expuestos. Del mismo modo, el sistema podría pasar por alto exposiciones graves debidas al contacto con partículas virales depositadas en cualquier superficie o gotículas expectoradas por un individuo infectado que acaba de salir de un lugar. También cabe la posibilidad de que el portador del patógeno haya dejado su celular en otra habitación o en el auto, de modo que el dispositivo se encontraría fuera del rango de la detección de proximidad. “Recibirías una notificación falsa de que no has estado expuesto. Pero también habría un montón de situaciones en las que no recibirás notificación cuando sea necesario”, prosigue Calo.
El sistema en sí es susceptible de manipulación, agrega. Operativos políticos que intenten desalentar la participación electoral, o agentes maliciosos que quieran perturbar la paz de un barrio, o incluso de toda una ciudad, podrían organizar que decenas o hasta cientos de personas notifiquen de infecciones falsas para desatar una andanada de alertas ficticias. Corea del Sur y muchos otros países han limitado este problema permitiendo que sus sistemas para rastreo de contactos recojan y almacenen más datos, incluidos localización GPS, expedientes de salud personales e imágenes de videocámaras. Aun cuando los datos adicionales sirven para validar o eliminar las alertas de proximidad y mejorar la precisión de las notificaciones de infección, esa información conlleva un costo tan alto para la privacidad que la mayoría de los estadounidenses no estaría dispuesta a pagarlo.
De superar estos obstáculos, aún quedaría otro problema: la inmensa desigualdad que semejante sistema introduciría en la lucha contra el coronavirus. Alrededor de 20 por ciento de los estadounidenses no tiene un smartphone, así que ese sector de la población quedaría excluido del sistema. La mayoría de esas personas vive en comunidades vulnerables formadas por minorías, donde la regla es no proporcionar información a los funcionarios públicos; más que nada, por el temor de que esa información llegue a manos de las fuerzas del orden público. Por otra parte, muchos integrantes de esas comunidades seguramente optarán por ignorar cualquier notificación de iniciar la cuarentena, por la sencilla razón de que necesitan seguir trabajando para cubrir las necesidades más básicas de sus familias. “Los miembros de esas comunidades serían invisibles para el modelo de rastreo automatizado de contactos”, previene Kirsten Ostherr, directora del Laboratorio de Futuros Médicos en la Universidad Rice.
REDUCIR LAS EXPECTATIVAS
Ahora bien, argumentar que el rastreo celular de contactos producirá información incompleta y falsa, que no reunirá la tasa de adopción requerida y que supone riesgos para la privacidad no significa que debamos olvidarnos del asunto. Y es que hasta las versiones más ineficaces de los proyectos propuestos podrían lograr que cientos de miles de personas se pongan en cuarentena o se sometan a pruebas de detección en caso de exposición; y eso bastaría para eliminar, por lo menos, una pequeña fracción de la tasa de nuevas infecciones. Así pues, decenas de millones de estadounidenses tendrán que decidir si el riesgo adicional a la privacidad es un precio que estarían dispuestos a pagar por la oportunidad de ayudar a contener la enfermedad.
El gran peligro que ofrecen los proyectos para rastreo automatizado de contactos es que las autoridades y el público confíen excesivamente en las contribuciones del sistema y abandonen otras estrategias que podrían producir resultados muy superiores. Entre ellas, el rastreo convencional de contactos a cargo de trabajadores capacitados, agilizar la distribución de pruebas rápidas, y promover o —en caso necesario— imponer las políticas de distanciamiento social y confinamiento voluntario.
Daskal opina que, si adoptamos todas esas medidas, tendremos una posibilidad, muy real, de hacer que la tasa de infección caiga a niveles manejables. Y será entonces cuando el rastreo automatizado surgirá como una estrategia más viable. “Si podemos acercarnos a la normalidad, el seguimiento de contactos vía smartphones podría ser de utilidad para evitar que los pequeños brotes se vuelvan contagios masivos”, concluye.
Ahora que, en la distopía que estamos viviendo, esa “normalidad” parece cada vez más lejana.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek