Soy capitalista porque recuerdo claramente el socialismo.
Me convertí en capitalista debido a los años que pasé en la Universidad de Chicago, y a las décadas de trabajo internacional en las que fui testigo del socialismo. Hasta hace poco, estaba seguro de que no debía preocuparnos una repetición de aquel experimento, pues el socialismo había fracasado después de varios intentos. Parece que me equivoqué. El socialismo está creciendo. Y la culpa no es de Bernie Sanders ni de Elizabeth Warren. La culpa es nuestra. Te explico.
Nuestra versión del capitalismo no podría ser más defectuosa. El capitalismo se fundamenta en el concepto de que el interés personal y los mercados libres conducen a la mejor distribución posible de recursos y oportunidades. A fines de la década de 1970, cuando las economías socialistas comenzaron a fracasar, los capitalistas concluyeron que, si una menor regulación socialista era buena, mucho mejor sería prescindir por completo de ella. Eso hemos hecho desde entonces. Según el Financial Times, en 2018 la regulación antimonopolio alcanzó el nivel más bajo en 50 años, pese a que el propio Adam Smith argumentó que el capitalismo necesita reglas porque, sin ellas, se convierte en amiguismo y termina en una cleptocracia de estilo ruso.
Para colmo, hemos manipulado el sistema.
El capitalismo es un juego de Monopoly que suma 30 billones de dólares, donde son pocos los ganadores y muchos los perdedores. De acuerdo. Así es el juego. Pero lo hemos arreglado para que siempre gane la misma gente. Hemos creado un sistema educativo de dos niveles que obstaculiza la movilidad ascendente. Nuestro sistema fiscal propicia que los capitalistas contribuyan con muy poco a los recursos públicos que les dieron el éxito. Promulgamos legislaciones para que industrias y corporaciones no tengan que competir de verdad. Y hacemos que los grupos desfavorecidos se enfrenten entre sí. En resumen, lo que tenemos es un juego en el que unos cuantos pueden lanzar los dados muchas veces y disponen de un montón de tarjetas para “salir de la cárcel sin pagar”.
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Hablemos claro: somos socialistas hipócritas. El socialismo es la redistribución de la riqueza a manos del gobierno. Como dijera Karl Marx, “a cada cual según sus necesidades”. Estados Unidos ha asimilado muy bien eso de la redistribución; pero en nuestro caso, cada cual recibe según su influencia electoral. Es decir, tomamos la riqueza urbana y la entregamos a las zonas rurales, a los agricultores, a los ancianos… y a industrias como la farmacéutica, que destina presupuestos enormes al cabildeo. Por supuesto, negamos estar haciéndolo así, aun cuando cada vez más desposeídos ponen el dedo en la llaga. Como hizo Derek Thomspon en un artículo para la revista The Atlantic, donde cuestiona: “Si los baby boomers tienen socialismo, ¿por qué no los millennials?”. Si los capitalistas nos oponemos al socialismo, debemos deplorarlo en todo momento, ¿correcto? Pero si no estamos realmente en contra, entonces no podemos seguir demonizando a individuos como Bernie y Elizabeth.
Nos hemos negado a escuchar críticas; sobre todo en cuanto a la desigualdad del ingreso. La teoría es que los estadounidenses (y casi todos en el mundo) estamos mucho mejor desde que surgió el capitalismo. Pero la verdad es que no nos sentimos mejor. Y creo que se debe a un problema de biología. Digamos que mañana temprano voy a casa de Randy y le dejo un millón de dólares, y luego visito a George para entregarle 10 millones. Cualquiera pensaría que Randy quedó muy complacido. Pero no. Lo más probable es que venga a mi casa para protestar porque George recibió más dinero. A decir de la revista Science, el cerebro humano responde mejor a la riqueza relativa que a la absoluta. Y así, en vez de hacer intentos para entender por qué hay tantas personas frustradas, descartamos sus quejas sobre la distribución de riqueza calificándolas de amargadas o atribuimos su inconformidad a una ingenuidad casi infantil (como en el caso de la congresista Alexandria Ocasio-Cortez).
Y todo esto lo hacemos sin el menor miramiento. En lugar de agradecer humildemente nuestra buena fortuna, nos volvemos jactanciosos y acusamos a los menos afortunados de pereza, despilfarro o de no correr riesgos.
El capitalismo con principios es el sistema más favorable y justo para todos. Es muy superior al socialismo, apellídese “democrático” o lo que sea; sobre todo para los pobres y desfavorecidos. Si el socialismo pudiera reducir la desigualdad imperante en Estados Unidos, no lo haría levantando a los pobres, sino hundiéndonos a todos en una mediocridad insoportable (aunque tal vez no a los multimillonarios, quienes seguramente emigrarían a Montecarlo). El tema es que el capitalismo justo y con principios no forma parte de nuestro menú. Hemos creado una forma de capitalismo y un tipo de capitalista que resultan difíciles de tragar. Así pues, si queremos saber a qué se debe que el socialismo esté repuntando, solo tenemos que mirarnos en el espejo.
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Entre otros, Sam Hill es colaborador de Newsweek, exitoso autor y consultor financiero.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek