Falta un año para que el Partido Demócrata elija a su candidato presidencial, pero las políticas de inmigración ya son el tema eje para sus aspirantes. Los contendientes de una lista larga y diversa coinciden en el mismo objetivo: derrocar a Donald Trump y sus políticas xenófobas y racistas.
PASADENA, CALIFORNIA.— En la relación entre México y Estados Unidos, la migración sigue siendo el centro de todo. El 30 de mayo por la tarde, en uno de sus arrebatos en redes sociales, el presidente Donald Trump lanzó un tuit donde aseguraba que su gobierno impondría un impuesto de 5 por ciento a las mercancías provenientes de México hasta que este país decida detener a los inmigrantes centroamericanos que buscan llegar a Estados Unidos. El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador respondió con una misiva serena, asegurando que los problemas sociales no se resuelven con sanciones económicas.
El intercambio aún encabezaba los noticiarios cuando al día siguiente, en la ciudad de Pasadena, en Los Ángeles, cuatro de los aspirantes a la candidatura demócrata a la presidencia de Estados Unidos se dieron cita para hablar sobre políticas de inmigración. Los senadores Bernie Sanders y Kamala Harris; el exsecretario Julián Castro, y el gobernador de Washington, Jay Inslee. Convocados por la Coalición por los Derechos Humanos de los Inmigrantes (CHIRLA) y otras dos organizaciones, presentaron su programa y propuestas en materia migratoria, marcaron claramente sus diferencias con la actual administración —en ocasiones, con duras críticas directas—, y se comprometieron a, en caso de ganar, presentar una iniciativa de reforma migratoria en los primeros 100 días de su gobierno.
Esto no es asunto menor. California es uno de los grandes bastiones demócratas, tanto para la movilización de votantes como para la recaudación de fondos de campaña, y encabeza la lista de contribuciones de los 50 estados —628 millones de dólares entre 2017 y 2018, según el Center for Responsive Politics, una organización que hace seguimiento de las contribuciones electorales y en políticas públicas—. Más del 50 por ciento de esos recursos van etiquetados directamente para las candidaturas del Partido Demócrata.
Hasta el momento 23 personajes han anunciado su intención de buscar la candidatura demócrata —aunque solo nueve de ellos tienen intención de voto superior a 1 por ciento—. El hecho de que el primer evento en el que una organización los invita a hablar de sus propuestas específicas se enfoque en la política migratoria es un indicador del estado de salud de la política estadounidense: con un inquilino en la Casa Blanca que impulsa una narrativa antiinmigrante, cuyas iniciativas han debido ser frenadas en el Congreso y las cortes federales, el Partido Demócrata está obligado a convertirse en el remedio efectivo y contundente en las elecciones de 2020. Y para ello, el voto latino jugará un rol.
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La tarde en Pasadena es agradable, el último día de un mayo con más lluvias y menos sol que lo acostumbrado. Afuera del salón de eventos de un hotel, un equipo controla la entrada de asistentes, y otro hace revisiones de seguridad con detectores de metal. Estas medidas de seguridad, que se implementan debido al alto perfil de algunos de los precandidatos —senadores, gobernadores, funcionarios federales—, irán aumentando en la medida en que los nombres de los aspirantes disminuyan; cuando solo queden los punteros, la seguridad estará a cargo del Servicio Secreto sí así lo aceptan los candidatos.
Si California es un bastión para los políticos demócratas, también lo es para los activistas y defensores de derechos humanos que, a raíz del endurecimiento del discurso xenófobo, han respondido con una reivindicación al derecho de los pueblos americanos originarios a esta tierra. Xiomara Corpeño, activista y educadora comunitaria, recuerda que el sitio donde estamos, la Alta California, antes de ser Estados Unidos fue México, y antes de eso, España, y antes de eso, propiedad de los indígenas tongva que aún viven aquí.
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“No han desaparecido. Las políticas justas que presente cualquier candidato tendrían que incluir el reconocimiento del derecho a la tierra por parte de estas comunidades no solo en Estados Unidos, sino en México, en Guatemala, en Honduras, en El Salvador. La crisis en la frontera es un asunto de colonización —señala Corpeño—. La justicia migrante tiene que ser justicia para toda la gente”.
El apunte de la activista es pertinente. Apenas un par de semanas antes se dio a conocer la muerte de un quinto niño centroamericano bajo custodia de la Agencia de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés). La mayor parte de estas familias proviene de comunidades indígenas —mayas, quichés, queqchis, mam—, que han sido desplazadas y que en ocasiones no hablan español. Aunque la ley federal garantiza que se les otorgue un intérprete, el servicio no ha estado disponible en la mayoría de los casos.
Los cuatro precandidatos que participan en este evento están por llegar. En una contienda en la que hay 23 aspirantes —¡veintitrés!— es importante identificar quiénes tienen una mayor probabilidad de llegar a la recta final y cuáles son sus propuestas. Según el sitio especializado en política y encuestas Real Clear Politics, que realiza un concentrado de las principales encuestas realizadas en el país, el ex vicepresidente estadounidense Joe Biden se encuentra a la cabeza de las preferencias con 35 puntos, 18 de ventaja sobre su competidor más cercano, Bernie Sanders, que cuenta con 16. De lejos les siguen dos mujeres: la senadora Elizabeth Warren, con 8.5 por ciento de las preferencias, y la senadora afroamericana Kamala Harris, con 7.2.
Más abajo hay otros cinco candidatos con menor puntaje en las preferencias, pero con candidaturas interesantes. Pete Buttigieg, alcalde de la ciudad de South Bend, Indiana, es el más joven, con 37 años de edad. Es veterano de Irak, y si ganara sería el primer presidente abiertamente gay. A principios de mayo la revista Time le dedicó la foto de portada con su pareja, Chasten Glezman, y el titular “First Family”. Buttigieg tiene el 6 por ciento de intención de voto.
Beto O’Rourke, un congresista texano de 46 años de ascendencia irlandesa, de familia con historial político en la zona fronteriza de El Paso, y con raíces de músico punk-rock, tomó a todos por sorpresa en 2016 cuando decidió lanzarse por la candidatura al senado en contra del excandidato presidencial y veterano republicano Ted Cruz, lo cual le dio visibilidad nacional. En esa elección quedó dos puntos por debajo de Cruz, pero ya estaba construida su plataforma para 2020. O’Rourke cuenta con 3.9 por ciento de la intención de voto.
En la lista se encuentran también Corey Booker, el primer afroamericano en ganar un puesto en el Senado por New Jersey, con 2.7 por ciento; la tercera mujer en la contienda, la senadora de Minessota Amy Klobuchar con 1.6 por ciento, y el único latino en la contienda, Julián Castro, con un punto de preferencia.
Castro, sin embargo, es alguien a quien hay que seguir de cerca. Originario de San Antonio, Texas, ciudad de la que fue alcalde, Castro, de 44 años, se declara orgulloso de sus raíces mexicanas y activistas: su abuela, Victoria, llegó a Estados Unidos a los seis años tras quedar huérfana, y su madre, Rosie, fue fundadora del partido político chicano La Raza Unida. Cercano al grupo político de los Clinton, fue secretario de Vivienda durante la administración de Barack Obama y se sumó a la campaña presidencial de Hillary Clinton. Su hermano gemelo, Joaquín, un minuto más joven que él, es congresista por Texas. Castro es el único aspirante a la candidatura que al momento del anuncio presentó un plan específico para modificar el sistema de inmigración y protección fronteriza.
Los demás candidatos, todos por debajo del punto porcentual en las preferencias, son el senador de Colorado, Michael Bennet; el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio; el gobernador de Montana, Steve Bullock; el excongresista de Maryland, John Delaney; la congresista de Hawái, Tulsi Gabbard; la senadora Kirsten Gillibrand; el exgobernador de Colorado, John Hickenlooper; el alcalde de Miramar, Wayne Messam —hijo de inmigrantes jamaiquinos—; el congresista de Massachusetts, Seth Moulton; el congresista por Ohio, Tim Ryan; el congresista por California, Eric Swalwell; el gobernador de Washington, Jay Inslee; la consejera espiritual, Marianne Williamson; y el empresario Andrew Yang.
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En una elección tan disputada, y con tanto en juego, además de la preferencia del elector, la cantidad de los donativos individuales para las campañas —es decir, los que vienen de la gente común y corriente, no de empresas ni grupos políticos— juega un rol fundamental, porque es la materialización de esa intención de voto. Aún es pronto para tener un indicador significativo en esa área, pero hasta la primera semana de junio, el candidato que ha recabado más fondos provenientes de donaciones individuales para su campaña es Bernie Sanders, con 18.2 millones de dólares, seguido por Kamala Harris con 12 millones, y Beto O’Rourke con 9.4 millones. Es pertinente recordar en este punto que, en la campaña primaria de 2016, Sanders rompió el récord de donaciones individuales recibidas por un candidato en la historia de Estados Unidos: 5 millones de donaciones con un promedio de 27 dólares por donación.
Mientras el Partido Demócrata saca sus mejores cartas y las va poniendo sobre la mesa, los republicanos están atados al presidente que busca su reelección. No es usual que un presidente que se presenta para un segundo periodo de gobierno tenga contendientes dentro de su propio partido —lo cual, desde luego, debilitaría la imagen del partido—. Pero en esta ocasión lo es William F. Weld, exgobernador de Massachusetts, exfiscal federal y quien ha sido un duro crítico de Trump, especialmente durante la campaña de 2016 —cuando comparó la propuesta de deportación de Trump con las políticas nazis aplicadas en Alemania.
A pesar de que dentro del Partido Republicano las iniciativas de Trump suelen ser criticadas, e incluso frenadas —un botón: tras el anuncio del aumento de tarifas a México por una cuestión de inmigración, congresistas republicanos evalúan la posibilidad de emitir una resolución para limitar los poderes ejecutivos del presidente—, y aunque en el público general la popularidad de Trump es de solo 43 por ciento, es poco probable que haya una escalada para apoyar a Weld. Aun así, el político se presenta como la alternativa para los republicanos más progresistas, a pesar de contar, hasta el momento, con 7 por ciento de la intención del voto de los simpatizantes de ese partido, contra el 78 por ciento para Trump.
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Han pasado casi tres años de su campaña presidencial anterior, pero Bernie Sanders no pierde el toque; alguno incluso se atrevería a decir que ahora busca la candidatura demócrata con más convicción. Una vez adentro del salón de eventos, activistas y simpatizantes provenientes de varios estados del país agitan los brazos y lanzan gritos cuando se van nombrando los diferentes estados de donde han llegado: Washington, Colorado, Texas, Arizona. También escuchan los nombres de quienes estarán hoy aquí; no todos saben quién es Kamala Harris o Julián Castro, pero no hay una sola persona en el lugar que no sepa quién es Bernie Sanders, a quien aplauden con entusiasmo.
Las preguntas de los moderadores para los cuatro aspirantes son muy específicas: cuáles son sus propuestas para modificar las políticas de inmigración; cómo manejarán la situación actual en la frontera, incluido el incremento en el número de familias que buscan asilo; si presentarían una reforma migratoria que regularice a los 11 millones de personas indocumentadas en el país, y si se comprometen a hacerlo en los primeros 100 días de su gobierno. A todo han respondido que sí.
Pero cuando toca el turno a algunas de las personas en el lugar, el ambiente cambia. Nada como compartir una historia propia, narrar cómo la vida de uno pende de un hilo, para entender las consecuencias de una política punitiva con los inmigrantes. Y para obligar a los candidatos a en verdad escuchar.
“Mi primer contacto con el activismo fue una acción afuera de la oficina de un senador. Yo gritaba: ‘Indocumentada y sin miedo’, pero la verdad es que me moría de miedo. Llamé a mi mamá, esperando que me dijera: ‘Regresa a casa’. Pero para mi sorpresa lo que me dijo fue: ‘Necesito que luches por mí porque yo no puedo hacerlo sola. Necesito que seas valiente por mí’”.
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El rostro de Diana Bautista, activista dreamer de 16 años, se llena de lágrimas mientras habla con Bernie Sanders. Diana no es beneficiaria de DACA, la protección temporal contra la deportación instituida por Barack Obama, porque Trump revocó la posibilidad de que nuevos solicitantes se inscribieran un mes antes de que Diana cumpliera 15 años, la edad mínima para hacerlo. Hoy, asegura, peleará por seguir estudiando porque quiere convertirse en abogada de inmigración.
“No voy a permitir que mi estatus limite mis oportunidades. He trabajado tan duro como los demás, o el doble, y es desafortunado que mi estatus legal me ponga en desventaja. No solo académica, sino emocionalmente, porque esto pasa una factura a la salud mental. Pero voy a derribar estas barreras porque quiero honrar el sacrificio que han hecho mis padres por mí”.
Un Bernie Sanders visiblemente emocionado se pone de pie, la abraza, vuelve a su lugar, y el auditorio sigue dando un aplauso sostenido a la estudiante, el más largo de la tarde.
Nana Gyamfi, directora ejecutiva de Black Alliance for Just Immigration (BAJI), organización que protege los derechos de los inmigrantes negros y busca su integración con los afroamericanos estadounidenses “bajo la misma sombrilla racial”, habla de cómo los miembros de su comunidad son doblemente afectados, por ser negros y por ser inmigrantes.
“Mis padres, mis amigos, migraron a Estados Unidos con la visión del país de oportunidad igual para todos. Integrarte como inmigrante negro al Estados Unidos negro es integrarte al racismo, que es parte integral del país que tiene heridas por todas partes. Nos juzga en números desproporcionados el sistema criminal, y nos persigue, arresta y deporta el sistema de inmigración”, señala. Acto seguido, menciona los nombres de inmigrantes originarios de Belice, Camerún, Nigeria o Uganda, que fueron asesinados por agentes de la policía mientras iban desarmados debido a la práctica de perfilamiento racial, uno de los temas más polémicos para los departamentos de policía de todo el país.
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Jorge Alberto López, trabajador indocumentado que vive en el estado de Texas, de pie frente a Julián Castro, le cuenta su vida en español.
“Llegué a Texas en el año 2000 huyendo de Honduras porque temía que me mataran por ser homosexual, como les sucedió a varios de mis amigos que eran trans. Ahora, tras 20 años en Estados Unidos, sigo siendo hondureño, porque esa es la tierra que me vio nacer, y la que carga mis lamentos porque no pude estar en el velorio de mi padre, y tuve que ver a mi madre fallecer por Facetime. Soy también americano de corazón y de mente, pero no tengo documentos”.
López relata al exsecretario cómo fue arrestado por agentes de inmigración, pasó tres meses detenido, inició la defensa contra su deportación, y obtuvo un permiso de trabajo al probar que su vida estaba en riesgo si regresaba a Honduras por ser homosexual.
“Tomé un tiempo y reflexioné sobre nuestras vidas. Somos quienes mueven a este país y la gente que este país necesita”.
Las intervenciones del público hacen que los candidatos pongan nuevas propuestas sobre la mesa: suspender el financiamiento de corporaciones privadas para el manejo de centros de detención, quienes ganan cerca de 3,000 millones de dólares al año por dar este servicio; suspensión definitiva de la iniciativa Muslim Ban; renovación de los programas DACA y TPS, que protege de la deportación a algunos inmigrantes centroamericanos; protección a las comunidades LGBTI indocumentadas; y acceso a la universidad para estudiantes sin que tengan que adquirir una deuda.
Al final de la jornada, un tema más salta a la mesa. Mientras los candidatos debaten sobre uno de los asuntos urgentes del país, otro les estalla en la cara: en Virginia Beach, un tipo acaba de entrar con un arma en una oficina de gobierno y mata a 12 personas que solían ser sus compañeros de trabajo. En una pausa dentro del programa del evento, la noticia es compartida con los presentes. Un recordatorio de que es necesario atender varios frentes, y que la posibilidad de hacerlo dependerá de quién sea el candidato demócrata y cuál sea su capital político.
El primer debate oficial de precandidatos demócratas tendrá lugar a finales de junio. En enero de 2020 empezarán las elecciones primarias, y con los resultados para cada candidato estado por estado, en julio se celebrará la convención demócrata en la ciudad de Milwaukee. Ahí se nombrará al contendiente de Donald Trump; de ahí al siguiente 3 de noviembre, el futuro del país estará en juego.