La ciencia agrícola busca resolver la crisis alimentaria que en la actualidad afecta a 800 millones de personas y para fines de siglo aumentará a 3,600.
EN PRÓXIMAS DÉCADAS uno de los problemas más graves que enfrentará la humanidad es cómo alimentar a una población mundial que, para fines de siglo, se espera que aumente en 3,600 millones de personas. Para satisfacer esa demanda, la Organización de las Naciones Unidas considera que será necesario duplicar la producción alimentaria en 2050. Y será una tarea muy difícil. Aunque aún no experimentamos los efectos agrícolas más graves del cambio climático, la tierra cultivable es cada vez más escasa y, en estos momentos, más de 800 millones de personas padecen de hambre cada día.
Tal es el trasfondo de un nuevo logro en la ciencia agrícola, el cual, a la larga, podría conducir a grandes incrementos en la productividad de los cultivos alimentarios. Hace poco, unos científicos crearon una planta de tabaco 40 por ciento más productiva que las cepas existentes. Si pueden reproducir ese resultado con la soya, el arroz y el trigo, la perspectiva de alimentar al mundo mejoraría de manera significativa.
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Pero hay un problema: esa planta es resultado de la ingeniería genética. ¿Aceptará el público una nueva generación de cultivos cuyo ADN fue modificado, sobre todo si permiten evitar una crisis alimentaria? La pregunta se vuelve más perentoria cada año, pues las herramientas avanzadas para manipulación genética —como la edición CRISPR—facilitan la modificación del ADN de los organismos. Gracias a esas herramientas, los científicos disponen de técnicas poderosas para mejorar los cultivos agrícolas; aunque también los ponen en una trayectoria de colisión contra un amplio sector de la opinión pública que rechaza cualquier cosa que huela a OGM (organismos genéticamente modificados).
Primero, veamos qué hicieron los científicos realmente. Paul South, biólogo molecular del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, y sus colegas de la Universidad de Illinois decidieron concentrarse en la fotosíntesis, el proceso que las plantas utilizan para transformar la luz solar en la energía química que permite su crecimiento. Y resulta que las plantas son tremendamente ineficaces en esta tarea.
Durante la fotosíntesis, la planta absorbe dióxido de carbono —el gas de efecto invernadero que causa la mayor parte del calentamiento global— y devuelve oxígeno a la atmósfera. Para la tarea de distinguir entre dióxido de carbono y oxígeno, la planta depende de una enzima crítica llamada RuBisCo. Sin embargo, por cada cuatro moléculas de dióxido de carbono que captura, RuBisCo también atrapa una molécula de oxígeno. Y dado que el oxígeno es nefasto para su metabolismo, las plantas deben realizar un proceso muy prolongado que consume grandes cantidades de energía. Pero dicho proceso, conocido como fotorrespiración, conlleva la producción de una sustancia química que es tóxica para la propia planta.
La fotorrespiración quema mucha energía metabólica que la planta podría aprovechar para fines más productivos, como desarrollar hojas o frutos más grandes. En un campo agrícola típico, la fotorrespiración ocasiona que se desperdicie hasta 50 por ciento de la energía producida durante el mediodía, cuando la fotosíntesis alcanza su pico máximo.
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South y sus colegas tuvieron la idea de modificar el ADN de una planta para que utilizara menos energía en la fotorrespiración. Optaron por la planta de tabaco porque es más fácil de manipular genéticamente, su ciclo de vida es muy rápido, y produce montones de semillas. Utilizaron la edición genética para modificar el ADN de la planta y crear una “vía” o proceso bioquímico más corto, y con menor consumo de energía, para llevar a cabo la fotorrespiración. Ese “atajo” redujo tanto la cantidad de energía consumida en la fotorrespiración, que la productividad de la planta de tabaco aumentó 40 por ciento. Los científicos publicaron sus hallazgos el 4 de enero pasado en la revista Science.
Ahora, South y sus colegas pretenden hacer pruebas de campo con plantas de papa, y empezarán a diseñar nuevas vías de fotorrespiración para el frijol de carita, la soya, el arroz y el jitomate. “Ya que todas las especies vegetales realizan la fotosíntesis y la fotorrespiración, los beneficios obtenidos en el tabaco deberán manifestarse en otros cultivos”, explica South.
Es probable que pase una década antes de que esos cultivos lleguen a nuestros platos, pues hacen falta investigaciones adicionales y salvar los obstáculos normativos. Con todo, el más difícil de superar podría ser el obstáculo de las relaciones públicas. Pese a que hay evidencias abrumadoras de que millones de personas han consumido organismos genéticamente modificados desde hace más de una década, sin que ofrezcan riesgo alguno para la seguridad humana, varios países europeos han restringido esos productos y muchos consumidores los rechazan.
Roger Beachy, biólogo de la Universidad de Washington en St. Louis, fue uno de los revisores del programa del proyecto. En su opinión, el logro de South permitiría que las plantas dispongan de más energía “para producir proteínas, nutrientes y aceites, y para defenderse del estrés medioambiental”. Además, Beachy agrega que, “debido a que la temperatura aumenta las pérdidas que causa la fotorrespiración, ayudaría a compensar el impacto del cambio climático en la producción de cultivos, y podría ser de utilidad en los trópicos, donde es más necesario aumentar la producción de alimentos”.
Lo que nadie discute es que, conforme avance el siglo, crecerá la urgencia de encontrar cultivos alimentarios más productivos y resistentes. Y, en este momento, el hallazgo de South es un paso muy provocador hacia la consecución de ese objetivo. “Si parte del incremento de 40 por ciento observado en este estudio pudiera reproducirse en cultivos alimenticios importantes, como el trigo, el arroz y la soya, se lograría una contribución significativa a la demanda de seguridad alimentaria de los próximos 30 años”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek