Para comprender la tragedia nacional en curso, es ineludible abrevar de las clásicas. En Tiestes, Lucio Anneo Séneca retoma un viejo mito griego, el más espantoso por su trama. Aquí interesa porque el filósofo y abogado «establece el clima de horror y furor planteando, a la vez, la problemática central: el odio familiar nacido de la codicia del poder, la crueldad sin freno, las sangrientas luchas por el reino y las nefastas consecuencias de las sucesivas venganzas». (Galán, Lía, «El Poder y la Ira en Thyestes de Séneca»). César primero y Julio después, Marcelo y Ricardo, René y Dolores, antes hijos ejemplares, vieron frustradas sus aspiraciones, víctimas de las venganzas intestinas. Sus despojos «bien cocinados» fueron engullidos durante inconfesadas negociaciones.
El polifacético cordobés, aspiracionista según los pueriles estándares vernáculos, utiliza la tragedia como recurso didáctico para mostrar las virtudes estoicas del gobernante modelo, iustus rex, que contrastan con la vileza de Tiestes y Atreo. Ambos gobernantes abominables cuyos descendientes pueden encontrarse charlando sin pudor en San Lázaro, en la alcaldía Cuauhtémoc, en los Estados de Guerrero, Zacatecas o Sonora. Séneca define al rey justo así:
Rex est qui metuet nihil, / rex est qui cupiet nihil: / hoc regnum sibi quisque dat. (versos 388-390).
O sea: «Un rey es el que nada ha temido, un rey es el que nada deseará: cada uno se da a sí mismo ese reino», (Rebeca Pasillas Mendoza, UNAM, 2019, p. 121). El estoicismo, impactado por el entorno de degradación social y política en que se desarrolló, enseña que el buen rey antepone el bien común al propio; es prudente, justo, virtuoso, valiente y con templanza. Es decir, nada que se haya visto en los últimos cincuenta años. En la nota 77, Pasillas explica: «En esta tragedia, ni Atreo ni Tiestes son modelo del buen rey: el primero nunca depone ni la maldad ni la ira y el segundo nunca supera el miedo». Esa nota glosa la siguiente máxima de Séneca «Las riquezas no hacen a un rey, no el color de un vestido de Tiro [púrpura], no la regia señal de la frente, no las puertas brillantes de oro: un rey es el que ha depuesto el miedo y los males propios de un pecho cruel».
Un pecho cruel que «no es bodega»: despoja viudas, arrasa selvas, promete sin cumplir, devasta instituciones, encubre corruptos, ultraja prestigios, eleva aduladores, esconde documentos públicos, promueve negocios filiales, expone infantes con cáncer, denuesta adversarios, degrada la República, pacta con enemigos, revela datos personales, encubre criminales y todo ello en una prolongada hoguera de «horror y furor». Horror como el de las madres buscadoras, furor como el de las mañaneras. Pero después del clímax del uso irrestricto del poder, al rey injusto solo le queda el miedo. Ese es ya su legado. Que nadie se engañe, a los tiranos nunca los abandona el profundo terror de la conspiración.
Es muy revelador que sea un militar, un guardia de palacio, quien en la tragedia cuestione a Atreo: «¿En nada te atemoriza la adversa opinión del pueblo?». Responde el fratricida de Crisipo: «Este es el máximo bien del reino: que el pueblo esté obligado tanto a soportar como a alabar las acciones de su señor» (Pasillas, p. 95). La respuesta del tirano denota el profundo conocimiento de la psique abusiva, que Séneca deja al desnudo. Además, casi se puede escuchar este diálogo a las 5:30 am, cualquier día en Palacio Nacional. En su mente inflamada de «hibris», el rey injusto demanda la alabanza de «su pueblo» en giras de despedida.
En los clásicos, cada personaje trágico forja y cumple su destino a un mismo tiempo. Huye del horror y del dolor, pero su desmesura, su invalidez emocional, lo acerca paso a paso a su aciago destino. Cada tragedia es lección de falencias humanas y sus consecuencias, nefastas para uno, para muchos, para todos.
Aquí la idea fuerza: Los espectadores de tragedias actuales no están inermes ante la desmesura. El destino colectivo está en las manos de los ciudadanos, no depende de la psique del exasperado rey injusto. N