La muchacha va pasando junto a Érika, quien camina a mi derecha. En la misma dirección se aproxima un tren que ya suena muy cerca de mí. No puedo escuchar lo que vocea Érika después que ha andado unos pasos; solo que abre los brazos como quien se asombra mientras al parecer llama a gritos a alguien que estuviese lejano allá adelante.
Érika se miró de frente y de costado en el espejo del tocador y más que decir, exclamó con tono jocoso: “Dios mío, qué buena estoy”.
Pensé que dentro de treinta años o acaso cuarenta, esa belleza que se miraba en el espejo no será más que un manojo de músculos torcidos; la piel, hoy fulgente, lisa, de blancor recio y a la par nevado, entonces reseca, percudida; donde hoy sobra esbeltez, euritmia, estatura, entonces dobleces, corcovas, adiposidades, rechonchez; los ojos azules, grandes, encendidos, entonces par de rayitas mortecinas, desvaídos, con sus contornos de arrugas profundas, más y menos finas, más y menos gruesas. [¿No lo sabrá ella, quien quemó casi una década estudiando la asignatura del nacimiento, desarrollo y muerte —y sí, a veces el nacimiento sin desarrollo?].
La muchacha se dobla, cae o se deja caer de rodillas. Dice que siente contracciones. Grita “¡Ay, ayayay son contracciones!”. ¿Cómo ella sabe que son contracciones? ¿Qué es contracciones? Se le unen a Érika varias personas que iban delante y escucharon los gritos y retrocedieron. Escucharon los gritos que coincidieron —y no otros— con esos instantes en que no entraba ni salía algún tren. Igual se acercan y se detienen varios que se habrían apeado de los vagones de detrás.
A punto de marcharme del periódico, según la hora pactada con Érika, una de las tres recepcionistas me dijo casi en alta voz: “Hey, cubano, te está esperando tu chica espiga de los ojos azules”, mientras apuntaba, sin dejar de moverlo arriba-abajo, con el dedo índice hacia la puerta. Una señora envidiosa. Consta en cada rincón del edificio. Me quedan dos preguntas: 1) ¿Cómo ella supo que Erika me esperaba afuera?, ¿ella, Érika, se habría asomado a la recepción?, ¿habría preguntado por mí, no obstante su desapego con ese ambiente? 2) ¿Como sería posible que a un ser tan anodino se le ocurriera semejante metáfora?, ¿sería ese gran poder que posee la envidia quien tramó en la recepcionista, excepcionalmente, una metáfora, esa: La “chica espiga de los ojos azules”?
La muchacha no debe tener más de 15 años de edad. Veo que las personas cercanas, unas más que otras, se encuentran pasmadas ante el panorama de la muchacha retorciéndose en el andén —retorciéndose de dolor—.¿Algunas dándole aire al morbo? ¿Yo le estoy dando aire al morbo?
Los zuecos —clásicos, de madera, sin pala ni talón, tacón mediano o alto— le dan a Érika más realce —como si caminara de otro modo, con mejor ritmo, más vertical—, más gallardía, apostura (y otros tantos sinónimos). No se lo digo porque tal vez se engría. Uno no puede precisar cuál mujer no y cuál sí se engría con un halago determinado para con su belleza (con un halago determinado, enfatizo, no con cualquier halago) (aunque estemos seguros de que la conocemos a totalidad).
Se acercan a medio trote policías; se necesitarían médicos o paramédicos, pero son policías del metro quienes se acercan. Unos nos piden a los espectadores “háganse a un lado”. Dos se sitúan uno para cada costado de la muchacha, que yace bocarriba con las rodillas levantadas y llora gritando. Los trenes continúan arribando y partiendo y de los que llegan se habrán de bajar chorros y chorros de viajeros como igual ocurre en todas las estaciones del metro de la ciudad a estas horas. Y les estarán subiendo chorros y chorros a lo largo del andén. Otro de los policías avisa en alta voz “yo me encargo” y se arrodilla ante la muchacha. Logra aquietarla relativamente tomándola por las piernas mientras le espeta tres o cuatro órdenes. Le saca la pantaleta y, mirando de reojo, la pone a un lado, delicadamente —¿Cómo obrar con delicadeza en medio de tal maremágnum?—. Lo dijo en alta voz pero solo los que estamos muy próximos —muy próximos— lo habríamos escuchado debido a los ruidos de trenes y de gente y de los avisos que están emitiendo por los altoparlantes de la estación, que en períodos normales, cuando no hay una muchacha acostada bocarriba en el piso, llorando a gritos, pariendo, emiten música. Únicamente unos cuantos hemos tenido la suerte de que los policías no nos hayan ordenado alejarnos. Érika está más que agarrada, aferrada a mi brazo derecho y no ha dicho ni una palabra más. Si la miro, veo en su cara espanto. (¿Debe ocurrir así en alguien que ha estudiado el Nacimiento y la Muerte?, ¿que ha aprendido todo lo existente sobre el Principio y el Final?).
Se alejó del tocador y me dijo —yo estaba mirando hacia ninguna parte en el centro de la habitación, de pie junto a la cama : 1): “Quiero la leche del tigre”, y pegó su cara contra mi pecho mientras me abrazaba. 2) “Cuando te abrazo así, me titila la pepita”. Levantó la cara y la encimó a la mía, sonriendo: 3) “Eres mi objeto sexual”.
La muchacha es morena. Me pregunto si a alguna mujer blanca se le ocurriría parir así, de pronto, tomada por sorpresa —y tomando a todos por sorpresa— en una estación del metro. El policía comadrón le grita “¡puja! ¡puja” “¡puja!”. Primera vez que escucho esta exhortación fuera de una película. ¿Estará corriendo, según las películas, de rojo oscuro, el líquido de placenta? Miro a los policías que rodean a su colega partero y a tres o cuatro caras civiles que se entrometen entre las de ellos, y de un vistazo compruebo estupefacción, repulsión, placer, angustia.
Si no hubiésemos decidido ir esta tarde por los zuecos, no habríamos visto lo que estamos viendo ni lo habríamos creído si nos lo relataran justamente como lo estamos viendo (quizá lo hubiéramos tomado por muy realista con la salsa que le pone un periódico o un presentador de televisión que ha estado remoto del hecho). Si los ingleses no hubiesen creado los zapatos zuecos hace como tres siglos, yo no habría estado tan cerca de una muchacha morena de unos quince años que se ha puesto a parir en una estación del metro de la Ciudad de México.
Luego de que ya es mujer conmigo, Érika suele tomar la iniciativa. Me pregunto si antes, lesbiana, la tomaba con sus parejas. Tengo pendiente: ¿una lesbiana deja de ser mujer aunque sea “una lesbiana hombre”?
Llegan dos tres policías más. A paso doble. ¿Quién imaginaría que en una estación del metro hubiese tantos policías? Uno de ellos exclama volteando la cara hacia un lado: “¡Ah, chingaos!, ¡¿pero usted desconoce que los celulares no tienen señal en el metro?”. Debe ser que a algún tarugo se le ocurrió clamar por pedir ayuda por esta vía. Y exclama el policía a gritos y con la expresión de encabronamiento cumbre sobre llamadas telefónicas, paramédicos, sirenas, silbatos, y temas parecidos en retahíla. Su voz se sobrepone a las de sus colegas y el ruido ambiente —que ha ido in crescendo instante tras instante—. El policía comadrón grita algo que escucho pero no logro entender. Lo siguiente sí porque todos alrededor han guardado silencio: “¡Viene! ¡viene! ¡viene!”. Y a seguidas la parturienta morena de unos quince años de edad suelta un alarido que hace retumbar el entorno. Y de nuevo el vocerío.
Le pregunto a Érika en alta voz, como lo requiere la algarabía: “¿¡Quisieras tener hijos!?”. Responde igual en alta voz: “¡Oh no, con mis papás y contigo ya me sobran!”. N
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Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus obras más recientes son Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.
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