He pasado la mayor parte de mi carrera diplomática en diferentes países, y he conocido diversas culturas y religiones. El común denominador que he identificado es que cada sociedad tiene su propia forma de racismo que, en mi opinión, parte de dos elementos básicos: el poder y el miedo.
Consideremos la historia de los colonos europeos cristianos —tanto católicos como protestantes—, que en algún momento se desviaron del mensaje de Cristo de amarse los unos a los otros. Y, al contrario, se obsesionaron con el poder, la expansión y un culto a la superioridad que les inspiró a usar la espada seguida de la cruz para colonizar los pueblos de África y América.
En lugar de convivir con los pueblos y compartir su visión del mundo, impusieron su propia visión a los nativos y los subyugaron.
Con el paso de los siglos, los colonos europeos se encontraron en la cima de la escala política, económica y social en América y África. Los indígenas estaban en la parte inferior, con el derecho a sus propias culturas y lenguas degradado, y un sentido de inferioridad acentuado por su victimización.
Lo mismo ocurrió con los africanos que trajeron a América como esclavos. Sus lenguas e identidades fueron erradicadas, sus religiones fueron sustituidas por un cristianismo que les enseñó a someterse al dios de los colonos, y una estructura social que los relegó a lo más bajo de la escala.
En la actualidad, los pueblos indígenas de todo el mundo han encontrado un cierto refugio en el liberalismo moderno que los ha llevado a ser aceptados por la corriente hegemónica. También han hallado poder en la unidad y desarrollado redes internacionales de apoyo que comparten sus demandas de derechos en Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos y medios de comunicación.
MIEDO PARA ALIMENTAR CARRERAS POLÍTICAS
Sin embargo, aunque los sucesivos gobiernos federales estadounidenses han legislado a favor de los derechos humanos de los afroamericanos, muchas legislaturas estatales siguen legislando en contra del derecho de los negros a votar libremente y de forma justa.
De este modo, el racismo sigue siendo una realidad en este siglo, y se sigue empleando como herramienta de dominación y opresión.
Los líderes populistas de Estados Unidos y de otros países utilizan este miedo al otro para alimentar sus carreras políticas. Así legitiman el odio de las clases bajas y les dan objetivos a los que culpar de sus propias deficiencias. Esto se ve en el aumento de la islamofobia en Europa. Ahí, populistas como el primer ministro húngaro Orbán y la lideresa francesa Marine Le Pen arremeten contra los migrantes y las minorías. Temen que sus valores culturales nacionales se vean amenazados por la llegada de migrantes, sobre todo musulmanes.
Las redes sociales les han dado a los líderes racistas de todo el mundo las herramientas que necesitan para llegar a masas de votantes frustrados y proveerles las ideas que justifican sus inseguridades y, a su vez, conseguir que esos líderes sean elegidos para cargos políticos.
El auge del nacionalismo radical se está produciendo en muchos países. En la India, el primer ministro Modi dirige un gobierno hinduista que busca claramente marginar a la gran minoría musulmana de esa nación. En muchos países africanos, el tribalismo radical ha producido y sigue produciendo violencia y asesinatos en masa dentro de las fronteras nacionales creadas por las antiguas potencias coloniales que no representan ningún punto de cohesión para las tribus que habitan esas tierras.
SE CONSOLIDA EL RACISMO
Basta con recordar el genocidio de Ruanda hace 20 años o la decisión de la Rusia actual de erradicar la cultura ucraniana para darse cuenta de la profundidad del odio que existe en ciertos sectores del mundo.
Este aumento del nacionalismo radical bien puede ser una reacción al auge del globalismo durante la última década. Y a la percepción de pérdida de control sobre leyes y valores nacionales por parte de muchas personas. Para muchos, la imposición de los valores occidentales por parte de instituciones globalizadas como las Naciones Unidas en cuestiones como los derechos de los homosexuales y las mujeres, y la libertad religiosa, amenaza sus propios valores e identidades tradicionales.
El racismo y las políticas racistas consolidan el nacionalismo que diferencia a unos de otros. Y devuelven a las mayorías nacionales una sensación de control sobre su entorno.
El racismo es fundamentalmente un producto de la naturaleza humana. A pesar de nuestros avances tecnológicos, la mayoría de nosotros sigue encontrando seguridad en la “tribu” —nuestra nacionalidad, nuestra clase, nuestra cultura—. Y sigue viendo el mundo, en cierta medida, en términos de “nosotros y ellos”.
Está por verse si esta visión puede cambiar o no. No obstante, el auge del nacionalismo en respuesta a las frustraciones generadas por la globalización ha permitido a muchos recuperar un sentido de control sobre su identidad. Y los costos los asumen las minorías de su entorno.
Poder y miedo. El impulso humano de buscar el poder sobre los otros que son diferentes y el miedo a los peligros que pueden suponer siguen alimentando el fuego del racismo. Y esto seguirá así mientras la naturaleza humana no cambie. N
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Eduardo del Buey es diplomático, internacionalista, catedrático y experto en comunicaciones internacionales. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.