Hace algunos años, Kevin Hall se propuso desmentir una teoría, respaldada por un creciente número de nutricionistas. Según esta, las personas estaban cada vez más obesas y enfermas debido al complejo procesamiento industrial y químico que las empresas de la industria alimentaria utilizan para hacer sus productos más atractivos. Hall pensaba que la explicación tenía más que ver con que las personas simplemente consumían demasiadas calorías, grasas y azúcares. La idea de que el procesamiento adicional podría ser la causa del problema simplemente le parecía “ridícula”.
Kevin Hall dirige un laboratorio de investigación, que estudia la regulación del metabolismo y del peso corporal, en los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos (NIH). Para demostrar su teoría realizó un experimento controlado. En su opinión, este exhibiría, más allá de toda duda, que el procesamiento no era tan importante como los nutrientes.
Reclutó a 20 voluntarios y le pagó 5,000 dólares a cada uno para permanecer un mes en una instalación de los NIH en Bethesda, Maryland. Dividió a los voluntarios en dos grupos. Uno de ellos consumió principalmente alimentos saludables derivados de ingredientes simples con un mínimo de procesamiento. Por ejemplo, yogur griego, filete asado y camarones con espagueti. El otro grupo consumió cereal Honey Nut Cheerios, ravioles rellenos de carne Chef Boyardee, panqueques Eggo y otros alimentos procesados. Es decir, el tipo de alimentos que consume la mayoría de las personas con sobrepeso en Estados Unidos. A ambos grupos se les sirvió una cantidad idéntica de calorías y de azúcares y grasas, pero los voluntarios tenían permitido comer tanto como quisieran.
DESINCENTIVAR EL CONSUMO DE AZÚCAR
Resultó que Hall se había equivocado; de hecho, el procesamiento marcó toda la diferencia. Los sujetos que se alimentaron de Cheerios y Chef Boyardee aumentaron un poco menos de medio kilo por semana en promedio. También consumieron un exceso de 500 calorías diarias más que el otro grupo. Además, más adelante, cuando adoptaron una dieta natural, perdieron el peso extra que habían ganado. Conclusión: lo que los químicos de las empresas alimentarias hagan a la comida, cualquier cosa que eso sea, hace que las personas aumenten de peso.
Estimulados por estos resultados, y por otros posteriores, los defensores de la salud pública y los nutricionistas han hecho un llamado a los reguladores. El objetivo es que se establezcan medidas similares a las que se utilizaron para frenar la influencia de las empresas tabacaleras en los años 1990. Por ejemplo, limitar la publicidad de ciertos productos dirigidos a los niños y desincentivar activamente el consumo de ingredientes clave, principalmente el azúcar. La crisis nutricional global se desarrolla en formas que recuerdan de manera estremecedora los primeros días del consumo de tabaco. (No es ninguna coincidencia que muchas de esas empresas adquirieran posteriormente empresas fabricantes de productos comestibles). Esta vez, son las grandes empresas fabricantes de comestibles las que promueven productos dañinos y posiblemente adictivos.
Un tema en cuestión es el explosivo crecimiento de la variedad de productos que no están simplemente procesados en el sentido convencional de la palabra. Es decir, no únicamente para prolongar su vida útil, sino que son modificados para maximizar su sabor, atractivo visual, textura, aroma y velocidad de digestión. Estos productos se elaboran descomponiendo los alimentos naturales en sus componentes químicos. Luego se modifican y recombinan en nuevas formas que mantienen poca semejanza con cualquier cosa que pueda encontrarse en la naturaleza. Estos productos están tan radicalmente alterados que los científicos le han dado un nuevo nombre: ultraprocesados.
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Los productos ultraprocesados generalmente están diseñados para sacar ventaja de las vulnerabilidades del cerebro humano. Particularmente, de la forma en que el cerebro procesa las sensaciones de placer. Generalmente, envían una señal a los centros de recompensa del cerebro. Y esta es tan rápida y potente que algunos neurocientíficos piensan que resulta tan adictiva como los opioides o la nicotina.
Creaciones de laboratorio como las papas fritas, hot dogs, bagels enriquecidos y el queso amarillo son alimentos indispensables desde la década de 1980. Sin embargo, en años recientes las variedades de estos productos se han multiplicado en tiendas y restaurantes. En 2017 y 2018, estos productos aportaban 57 por ciento de las calorías consumidas por el estadounidense promedio. Es una cifra muy por encima de 54 por ciento en 2001 y 2002, de acuerdo con un estudio.
“Nos hemos vuelto realmente buenos para despojar, refinar y procesar los azúcares y grasas y convertirlos en estos vehículos realmente potentes. Además, su fabricación se ha vuelto cada vez más barata”, afirma Ashley Gearhardt, catedrática de psicología de la Universidad de Michigan.
Gearhardt, quien estudia la adicción a la comida, añade: “Después, los combinamos en productos comestibles totalmente novedosos. Estos son mucho más gratificantes que cualquier cosa que nuestro cerebro pueda manejar en su estado evolutivo actual. Por eso muchos de nosotros no podemos dejar de comerlos”.
NUESTRA COMIDA NOS ESTÁ MATANDO
Las implicaciones para los países son preocupantes. La mitad de los adultos padecen diabetes o prediabetes. Tres cuartas partes de los adultos tienen sobrepeso. Entre los niños de dos a cinco años, uno de cada diez padece obesidad. Entre los adolescentes, está cifra es de uno de cada cinco.
Durante la pandemia de covid-19, las personas con obesidad fueron hospitalizados con una frecuencia tres veces mayor que aquellos que no padecen esta enfermedad. Si se combina con otros problemas de salud relacionados con la alimentación, como la enfermedad cardiovascular y la diabetes, la obesidad aumenta seis veces el riesgo de hospitalización, y 12 veces el riesgo de muerte.
En otras palabras, nuestra comida nos está matando. Las empresas fabricantes de productos comestibles han engañado a nuestro cerebro para que nos volvamos cómplices. Y nuestros funcionarios y gobernantes electos también lo son. Es necesario comprender exactamente cómo los productos procesados nos enferman. Y también calcular públicamente cuál ha sido la función de las grandes empresas fabricantes de comestibles en la actual crisis sanitaria. Hasta ahora, las personas encargadas de generar políticas han mostrado poco interés en analizar las tácticas de los poderosos cabilderos de los productos comestibles. Sin embargo, los funcionarios gubernamentales enfrentan una creciente presión para disminuir el consumo de productos ultraprocesados.
“Ahora tenemos pruebas acumuladas, particularmente en los últimos cinco años, que demuestran que las personas que consumen más productos ultraprocesados tienen un mayor riesgo de padecer obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares, depresión, cáncer y enfermedades renales y hepáticas”, señala Marion Nestle, profesora emérita de nutrición, estudios alimentarios y salud pública de la Universidad de Nueva York. “Los estudios han sido abrumadores. Ha habido cientos y cientos de ellos. Sin duda, no se trata de algo bueno. Es todo un problema”.
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Los seres humanos han modificado los alimentos desde que los cazadores descubrieron el fuego y averiguaron cómo asar animales en la edad de piedra. Hace 10,000 años, los antiguos habitantes de Mesopotamia y Egipto aprendieron a ahumar, salar y secar los alimentos para conservarlos. En el siglo XIX, las técnicas de pasteurización y enlatado ampliaron en gran medida la capacidad de almacenamiento y de transporte de los alimentos.
Los alimentos procesados, como los conocemos en la actualidad, surgieron en la primera mitad del siglo XX. En ese entonces los ingenieros en alimentos averiguaron cómo utilizar almidón de papa modificado para transformar carne de cerdo, jamón, azúcar, agua y nitrato de sodio en una masa gelatinosa y maleable que cupiera en una lata rectangular etiquetada con la palabra “Spam”. La creciente demanda de comida rápida con una larga vida útil financió los estudios científicos necesarios. El resultado fue el proceso de secado por aspersión, la evaporación, el secado por congelamiento. Y también un sofisticado proceso para elaborar un pastelito decente que se pudiera colocar en los anaqueles y ser consumido dos años después.
A principios de la década de 2000, la población obtenía más de la mitad de sus calorías de los nuggets de pollo, comida enlatada endulzada artificialmente, papas fritas y otros brebajes de creación humana.
Los nutricionistas no crearon un lenguaje para describir esta tendencia sino hasta 2009. Ese año, Carlos A. Monteiro, catedrático de nutrición de la Universidad de Sao Paulo, presentó el “sistema NOVA de Clasificación de Alimentos”. Esta era una novedosa clasificación que no se basa en el contenido nutricional, sino en la magnitud y el propósito de los procesos físicos, biológicos y químicos a los que los alimentos se someten después de ser separados de la naturaleza.
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Monteiro acuñó el término “ultraprocesado” (en oposición a “mínimamente procesado” o simplemente “procesado”) para referirse a “formulaciones industriales hechas completa o principalmente de sustancias extraídas de alimentos (aceites, grasas, azúcares, almidón y proteínas), derivadas de componentes alimenticios (grasas hidrogenadas y almidones modificados) o sintetizadas en el laboratorio a partir de sustratos alimenticios u otras fuentes orgánicas (como potenciadores del sabor, colorantes y aditivos comestibles utilizados para hacer que el producto sea hiperapetecible). Monteiro excluyó los alimentos expuestos a procesos simples como secado, fermentación y pasteurización que podrían sustraer parte del alimento (vegetales congelados, pasta seca o huevos).
También excluyó los productos que contienen sal, azúcar, aceite u otra sustancia añadida a alimentos naturales o mínimamente procesados y que todavía pudieran reconocerse como versiones de los alimentos originales (como la cecina de res o el pan recién horneado).
En contraste, la categoría de productos ultraprocesados se diseñó para incluir creaciones dignas del Dr. Frankenstein. Estas son elaboradas con azúcar añadida, sal, grasa y almidones extraídos de alimentos producidos naturalmente. Luego, son mezclados con colorantes, saborizantes y estabilizadores artificiales que sirven como aglutinantes. Refrescos, carnes frías, galletas industrializadas y bocadillos salados como los pretzels entran en esta categoría, al igual que muchos productos congelados y enlatados.
“No son alimentos”, afirma Monteiro. “Son fórmulas. Contienen compuestos químicos que no pertenecen a los alimentos o, mejor dicho, que no deberían pertenecer a los alimentos”.
LOS QUÍMICOS INDUSTRIALES HAN CAMBIADO LOS ALIMENTOS
Muchos investigadores desestiman el sistema de clasificación de Monteiro por considerarlo extremadamente amplio. Después de todo, la categoría de “alimentos procesados” abarca una amplia variedad de distintos productos con perfiles nutricionales infinitos. En ella se incluyen los Twinkies, los Doritos y los refrescos de dieta. También, platillos altos en proteínas como las fajitas de pollo de la marca Perdue, que están hechas con verdadera pechuga de pollo. Pero es combinada con dextrosa, azúcar, goma guar, harina de maíz amarillo y otros ingredientes. Y la carne con chile y frijoles de Hormel, hecha con carne de res verdadera, frijoles y tomates molidos, combinados con menos de 2 por ciento de almidón de maíz modificado, harina de soya y color caramelo.
Sin embargo, al definir una nueva categoría en los niveles de procesamiento, Monteiro dio a los expertos en salud pública y epidemiólogos el lenguaje para hablar de cómo los químicos industriales han cambiado los alimentos. Y cómo relacionar sus invenciones con una amplia variedad de problemas de salud. La fuerza de esas asociaciones pronto comenzó a generar atención.
Los científicos no han averiguado cómo los alimentos procesados hacen que las personas aumenten de peso. Tampoco cuáles de los miles de productos químicos, aditivos y nutrientes producen realmente un empeoramiento en los resultados de salud. Pero las fuerzas del mercado que han guiado a los fabricantes de productos comestibles son lo suficientemente claras. Entre 1980 y 2000, el periodo en el que la obesidad y las enfermedades metabólicas comenzaron a dispararse, el número de calorías disponibles para su compra en el suministro de alimentos aumentó 20 por ciento. Eso incrementó notablemente la competencia por la limitada atención y capacidad estomacal de los consumidores.
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Nestle, autora de muchos libros sobre los aspectos gubernamentales de las políticas alimentarias, indica que los subsidios agrícolas federales que garantizaban superávits en cosechas como el maíz, llegaron al mercado junto con la adopción generalizada de aditivos baratos en la década de 1970, como el jarabe de maíz de alta fructosa, y que estos fueron algunos de los factores que impulsaron esta sobreproducción. Mientras tanto, en la década de 1980, los accionistas aumentaron la presión a las empresas productoras de comestibles para que incrementaran sus ganancias trimestrales para mantener los precios de las acciones al alza. Todo esto alimentó una carrera armamentista de alto riesgo en la industria alimentaria entre equipos rivales de desarrollo de productos y mercadotecnia.
“Si una persona trata de vender sus productos comestibles y obtener una ganancia en un entorno en el que existe el doble de calorías de las que necesita cualquier persona —afirma Nestle—, esa persona tendrá que lograr que los consumidores compren su producto en lugar del de otro. O hacer que todo el mundo coma más en general”.
Para vender más, las empresas fabricantes de comestibles hicieron que sus productos se encontraran en todas partes. Los vendían en librerías y bibliotecas. Se establecieron en tiendas de ropa, farmacias y gasolineras. Ofrecieron porciones más grandes y crearon más personajes de caricaturas para vender cereales. También convocaron a científicos que contribuyeron a desarrollar ingeniosas técnicas de mercadotecnia e innovaciones científicas para vender más comida.
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Michael Moss dedica todo un capítulo de su libro Salt Sugar Fat (Adictos a la comida basura) a las hazañas de Howard Moskowitz. Este es una estrella de la industria que fue pionero en el uso de las matemáticas avanzadas y la ciencia computacional para “optimizar” los productos comestibles de manera que produjeran los antojos más intensos. Con el paso de los años, Moskowitz hizo la reingeniería de una amplia variedad de productos que iban desde los cereales General Mills hasta la salsa para espagueti de Prego. Probó distintas modificaciones en el color, aroma, empaque, sabor y textura con conejillos de indias humanos. E introdujo los datos en un sofisticado modelo matemático que “compara los ingredientes con las percepciones sensoriales que generan”. De manera que “puedo simplemente ‘subirle el volumen’ al producto”, le explicó Moskowitz a Moss.
El arma más importante del arsenal de las grandes empresas productoras de comestibles es el azúcar. Moskowitz acuñó el término “punto de dicha” para describir “la cantidad perfecta” de dulzura en un producto para maximizar su consumo. Al centrarse en el punto de dicha, afirma Moss, las empresas fabricantes de comestibles cambiaron el paladar en formas que nos predisponen a comer en exceso lo malo (papas fritas y helado) y dejar a un lado lo bueno (brócoli y espárragos). Afirma que, en estudios recientes, se muestra que 66 por ciento de los comestibles que se venden actualmente en las tiendas contienen edulcorantes añadidos.
“Estas empresas han aprendido a encontrar y aprovecharse de nuestros instintos básicos que hace que la comida nos resulte atractiva”, afirma Moss. En cuyo libro más reciente, Hooked(Enganchados), examina la capacidad adictiva de la comida. “El problema no es que esas empresas hayan encontrado la cantidad perfecta de dulzura para cosas como los refrescos, las galletas o los helados. El problema es que han añadido azúcar a cosas que no solían ser dulces, como el pan, los yogures y la salsa para espagueti. Esto ha generado la expectativa de que todo debe ser dulce”.
FRUCTOSA ASESINA DE ENZIMAS
La fructosa, que es uno de los edulcorantes usados más comúnmente, ahora está presente en muchos alimentos en concentraciones que no existen en la naturaleza, de acuerdo con Robert Lustig, endocrinólogo pediátrico afiliado a la Universidad de California y autor de Metabolical (Metabólico). En años recientes, diversos estudios han mostrado que la fructosa destruye o inactiva varias enzimas clave necesarias para el funcionamiento saludable de las mitocondrias. Estas son las generadoras de energía de las células humanas, las cuales convierten los azúcares simples en ATP, la forma de energía que el cuerpo y el cerebro humanos utilizan para llevar a cabo sus funciones.
Esta perturbación en la conversión de la energía produce una acumulación de glucosa no procesada que circula en el torrente sanguíneo. Cuando percibe el exceso de glucosa, el páncreas inunda el sistema con la hormona insulina, que le ordena al cuerpo que retire la glucosa del torrente sanguíneo y la almacene en forma de grasa. Parte de esta grasa tiende a acumularse en el hígado, del que depende nuestro cuerpo para filtrar, procesar y equilibrar la sangre. El hígado enferma y el problema empeora. Al vernos privados de la energía que nuestras mitocondrias producirían normalmente, nos vemos obligados a comer más.
“No debería sorprender que los niños ahora padezcan diabetes tipo 2 e hígado graso, que solían ser enfermedades producidas por el alcohol”, señala. “Ahora sabemos que la fructosa es una toxina mitocondrial, que se convierte en grasa en el hígado y es metabolizada por este en formas prácticamente idénticas a la manera en que se metaboliza el alcohol”.
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El azúcar no es el peor problema en la alimentación. El consumo de los granos procesados que se utilizan en la producción de hojuelas de maíz, pan blanco y muchos otros productos es aún más perjudicial. A estos granos se les despoja de su cascarilla exterior, conocida como “salvado”, y del germen interior, que contiene fibra, ácidos grasos y nutrientes, dejando únicamente los carbohidratos. El cuerpo humano digiere estos carbohidratos liberados mucho más rápidamente que cuando se encuentran encerrados en los granos.
“En lugar de asentarse en el estómago y descomponerse gradualmente en glucosa, comienzan a descomponerse tan pronto como llegan a la boca, y para cuando llegan al estómago ya están prácticamente digeridos. Cuando llegan al intestino delgado ya han sido totalmente absorbidos”, afirma el Dr. Dariush Mozaffarian, cardiólogo y decano del Departamento de Nutrición de la Universidad de Tufts.
Esta rápida digestión priva de alimentos a las bacterias intestinales, de las que dependemos para que nuestro aparato digestivo funcione de manera saludable. Eso produce una mayor permeabilidad intestinal que, a su vez, puede permitir que las bacterias y las toxinas entren en el torrente sanguíneo y provoquen inflamación generalizada, un factor importante en una amplia variedad de trastornos, como la enfermedad celiaca, la diabetes, el asma, la enfermedad de Alzheimer y el cáncer.
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Esto también inunda de glucosa al torrente sanguíneo y hace que las concentraciones de insulina aumenten pronunciadamente. Esta alta “carga glucémica”, que indica la rapidez con la que aumenta la concentración de azúcar en la sangre, puede tener consecuencias a largo plazo en la forma en que nuestro cuerpo procesa los alimentos. También puede generar una desregulación a largo plazo de los sistemas hormonales. Estas hormonas le ordenan al cuerpo que almacene más grasa en lugar de proporcionar calorías para mantener el organismo en funcionamiento. El cuerpo, privado de energía, ansía comida, lo que significa que estamos permanentemente hambrientos, aun cuando hayamos comido en exceso.
“Tras haber atendido a miles de pacientes con obesidad, pienso que las personas pueden mostrar una gran disciplina en relación con la elección y selección de sus alimentos si experimentan beneficios”, afirma David Ludwig, endocrinólogo pediátrico del Hospital Pediátrico de Boston y catedrático de Pediatría de la Facultad de Medicina de Harvard y de Nutrición en la Facultad de Salud Pública de Harvard. “Pienso que tenemos problemas para resistir constantemente el hambre extrema”.
Algunos investigadores indican que el cambio en nuestra alimentación también podría haber provocado un cambio en nuestro cerebro. Este pudo haberse reconfigurado con patrones aberrantes que nos llevan a comer compulsivamente. Y, posiblemente, incluso a la adicción.
UNA ENFERMEDAD ADICTIVA
Nora Volkow, neurocientífica y directora del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas (NIDA) de los NIH, fue una de las primeras personas en investigar la adicción a la comida, en la década de 1980. La sorprendieron las similitudes entre las conductas compulsivas y las experiencias relatadas por adictos a las drogas y alcohólicos y aquellas relatadas por pacientes obesos que afirmaban ser incapaces de controlar su forma de comer. En años recientes, afirma, han surgido pruebas de su laboratorio y de otros en las que se relacionan los patrones de activación cerebral patológica que se observan en las personas adictas a las drogas con los que se observan en muchas personas con obesidad mórbida y comedores compulsivos que participaron en distintas investigaciones.
“Cuando comencé a hablar por primera vez al respecto hubo un total y absoluto rechazo, y casi ira, por parte de las personas que insistían en que se trataba de una enfermedad endocrinológica y no de una enfermedad adictiva”, dice. “Pero es una distinción artificial. Si lo miramos desde el exterior, ¿cuál es la diferencia entre la nicotina y los comestibles procesados si ambos han sido diseñados óptimamente para generar esa respuesta compulsiva, una respuesta que manipula el sistema dopaminérgico de una manera que no se produce con los alimentos naturales?”
A principios de la década de 2000, Nicole Avena comenzó a estudiar si el azúcar cumplía o no los criterios científicos de otras sustancias adictivas tras escuchar que varias personas adictas afirmaban que les resultaba más difícil dejar el azúcar que la heroína. Avena, profesora adjunta de neurociencias de la Facultad de Medicina de Mount Sinai, descubrió que el azúcar, tanto en los animales como en los seres humanos, producía atracones, síndrome de abstinencia y ansiedad por el consumo. Todos los cuales son componentes de la adicción que suele verse con las sustancias de uso ilícito.
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También observó cambios neuroquímicos y de neuroimágenes en el cerebro, que eran idénticos a los que se observan en las personas adictas a las drogas. Si se combinaba con otros ingredientes presentes en los comestibles ultraprocesados, el azúcar resultaba aún más adictiva. En las ratas se descubrió que el azúcar era tan adictiva como la cocaína.
“Nuestros cerebros simplemente no están diseñados para procesar los diferentes tipos de ingredientes en las cantidades a las que hemos estado expuestos”, afirma Avena.
Los comestibles ultraprocesados tienen otra cosa en común con la nicotina: desde la década de 1980 hasta finales de la década de 2000, algunos de los mayores productores de comestibles procesados eran conocidos como las grandes empresas tabacaleras. En 1985, RJ Reynolds adquirió Nabisco por 4,900 millones de dólares. Y Phillip Morris adquirió General Foods en un acuerdo por 5,750 millones de dólares. Esta fue, en su momento, la adquisición más grande en la historia de Estados Unidos fuera de la industria petrolera. Phillip Morris añadió Kraft a su portafolio de empresas en 1988 y se rebautizó como Altria en 2003.
Uno de los factores más importantes para producir una adicción es la velocidad con la que un fármaco entra en el cuerpo y activa los centros de recompensa del cerebro. En la época en que las grandes empresas tabacaleras comenzaron a adquirir compañías de alimentos ya tenían décadas de experiencia en el estudio y optimización de la velocidad con la que sus productos llevaban la nicotina al cerebro. Siguieron aprovechando esos descubrimientos científicos en sus productos comestibles.
“Muchos de esos comestibles ultraprocesados han sido prácticamente premasticados para nosotros”, afirma. “Se derriten inmediatamente en la boca. No hay ninguna proteína, ninguna cantidad de agua, ninguna fibra que reduzca su velocidad. Llegan a las papilas gustativas y activan de inmediato los centros de recompensa y motivación del cerebro. Luego, se produce un golpe secundario de dopamina cuando son absorbidos en el cuerpo”.
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Para cambiar la forma de pensar de las personas los científicos necesitarán comprender mejor cuáles son los elementos que alimentan esta crisis de salud pública.
¿Qué hay en los comestibles ultraprocesados que fomenta el abuso en el consumo y el aumento de peso? Esta pregunta es objeto de intensas especulaciones y debates en el mundo de la ciencia nutricional. “Necesitamos un esfuerzo monumental relacionado con la nutrición”, afirma Tufts Mozaffarian. “Nos estamos ahogando en medio de una epidemia de enfermedades relacionadas con la alimentación”.
Kevin Hall, por su parte, sigue con su investigación sobre los consumidores de alimentos saludables en comparación con quienes consumen alimentos procesados. “Necesitamos comprender mejor cuáles son los mecanismos que impulsan los efectos perjudiciales de los alimentos. El objetivo es que podamos dirigir políticas y posibles reformulaciones para mejorar la salud”.
Entre otros proyectos, planea dirigir otro estudio comparativo para asegurarse de que las personas no comen más simplemente porque la comida sabe mejor. Esta vez se asegurará de que los platillos procesados y los no procesados tengan un sabor igualmente delicioso, según el criterio de catadores independientes. Es de esperarse que los resultados nos acerquen un poco más al conocimiento y, finalmente, a la acción. N
(Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek)