Desde hace algunos años cada vez que consumimos algo nos convertimos también en un producto. Es decir, cuando ordenamos un objeto por medio de interfaces digitales como Amazon, Mercado Libre y Alibaba. Cuando consumimos productos culturales en plataformas como Netflix, Vimeo y YouTube. Y cada vez que interactuamos en redes sociales nos convertimos en elementos de la llamada economía de la atención.
Pagamos muchos de estos servicios con algo más que dinero, pues al usar la internet cedemos nuestra información más íntima a los comerciantes digitales. Nuestros datos de consumo, gustos, ideas políticas, temores y dudas son recaudados y catalogados de manera cuidadosa para venderlos al mejor postor.
¿Qué harías si después de comer en un restaurante descubrieras por casualidad que los meseros utilizan los platos, cubiertos y sobras para analizar tu ADN, recolectar huellas digitales y ofrecerlas a la venta junto a una lista de tus comidas favoritas?
Algo similar, pero elevado a la décima potencia, nos sucede cada día al usar tecnologías digitales. En nuestro planeta existe, gracias a la conectividad digital, una metarrealidad que nos desborda, que nos transciende y nos transforma. La nueva globalización redujo las distancias de una forma tan vertiginosa que hoy en día cualquier punto en el espacio es tangencial a todos los puntos en el planeta.
El Aleph de Borges ha dejado de ser una metáfora y ahora existimos como en un juego de espejos tanto en la realidad material como en el espacio virtual que tiende a convertirse en un universo. En un metaverso en el que nuestra existencia se vacía y se reconstituye.
En 2018, Steven Spielberg estrenó Ready Player One, su adaptación cinematográfica de la novela homónima escrita por Ernest Cline y publicada en 2011. Esta película de acción se desarrolla en un futuro distópico en el que la humanidad ha desplazado toda la esfera pública hacia el llamado metaverso. Tanto la vida personal como el ejercicio laboral se desarrollan en espacios virtuales en los que confluyen sujetos provenientes de diversos espacios y condiciones sociales.
EL OTRO METAVERSO
En ese universo todos somos Dorian Gray, el personaje de Óscar Wilde en el que el tiempo se trastoca haciendo envejecer el retrato, pero manteniendo joven al sujeto. Así, aferrados a una visión idealizada de nosotros mismos, ya no llegamos a “ser en el mundo” como propone Heidegger, pues somos ahora un avatar de metadatos, ahora “somos en el metaverso”.
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El primer episodio de la tercera temporada de la serie Black Mirror, titulado “Caída en picada”, revela la manera en que la economía de la atención transforma los metadatos en formas efectivas de control y determinismo socioeconómico. De alguna forma, todos somos “influencers” y nuestra supervivencia depende cada vez más de la atención que logremos acumular en esta nueva economía.
Poco a poco cada ser humano se convierte en una marca comercial. Esa construcción existe y se desenvuelve en los espacios digitales en los que los terratenientes virtuales ya han establecido sus modelos de negocio.
La estrategia de estas nuevas élites consistió en convertirnos a casi todos en migrantes digitales. Ocupamos unos espacios que se ofrecían de forma gratuita con una imagen democratizadora e incluyente. Trasladamos nuestros recuerdos, nuestras amistades, nuestra intimidad, y hasta nuestra vida profesional a sistemas como Facebook, Instagram, Snapchat, Twitter y LinkedIn. Como en la historia de El flautista de Hamelín, seguimos la música seductora que nos ofrecía una nueva forma de realización personal.
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Ahora, cuando ya es imposible existir fuera de los dominios de quienes controlan nuestros metadatos, comienza una transformación en la que el espacio virtual al que migramos se convierte en propiedad privada que se debe adquirir con dinero real.
Hace unas semanas The Wall Street Journal reportó que la compañía Republic Realm adquirió un terreno virtual en el metaverso dentro del Mundo Sandbox por un poco más de cuatro millones de dólares. Como es lógico en esta nueva economía, ahora planean desarrollar propiedades virtuales en este espacio, y más adelante estarán a la venta para ser ocupadas por nuestras “personas” virtuales.
Por ahora sólo me surgen más preguntas: ¿Se construirán bibliotecas y museos en el metaverso? ¿Quién se encargará de las obras públicas en el espacio virtual? ¿Quién heredará nuestra propiedad cuando dejemos de producir metadatos, es decir, cuando nos llegue la muerte? N
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Carlos Aguasaco es escritor, académico y profesor en The City College of New York. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.